El servicio tiene su mala hora. Lo saben todos: el
inspector, el chófer, los usuarios. En cuanto la línea 8 de
autobuses pare en Puertas del Campo para recoger a los
escolares del Príncipe, muchos de ellos todavía impúberes,
se armará la gresca. La de hoy es la crónica de una
violencia anunciada y vociferada por los propios medios de
comunicación.
“No se dan cuenta que están perjudicando a sus propios
padres y madres. Porque acabarán suspendiendo la línea y
serán ellos los que se quedaran sin el servicio”, comenta a
un corrillo una mujer, vecina del propio barrio, en el
apeadero del centro, momentos antes de subir al autobús. Lo
vive cada día y todo lo que va a ocurrir de ahora en
adelante parece bastante predecible.
En Puertas del Campo ya se ha llenado el autobús. La puerta
central se abre para dar salida a una pasajera,
circunstancia que es aprovechada por un tropel de
adolescentes para subir al vehículo sin pasar por taquilla.
Gritos, golpes, música estridente anuncian que han llegado
los escolares del Príncipe para exasperar a sus propios
vecinos, principales usuarios de esta línea.
Los más conflictivos ocupan la hilera de asientos traseros
del autobús. Desde allí, y aprovechando la invisibilidad que
les proporcionan otros compañeros que viajan de pie,
colocados a modo de parapeto, se fragua la algarada. Los
vecinos del barrio siguen buscando responsables de lo que
vienen padeciendo: “La culpa es de la Ley del Menor y el
gobierno que la ha puesto”, insiste la misma usuaria que
había estado quejándose en el punto de partida del trayecto.
Palmas insistentes, melodías discotequeras a todo volumen y
el grito intermitente y agudo de uno de los escolares sirven
para exacerbar los ánimos de los adolescentes, en lo que
parece un nuevo estallido de violencia colectiva. La
excitación se masca en el ambiente.
Quienes han intentado aproximarse al fenómeno de la
violencia juvenil desde la perspectiva psicosocial aseguran
que los actos vandálicos representan la opinión no expresada
con palabras de los menores conflictivos sobre al estado de
las cosas. Los ataques al patrimonio común vendrían a
expresar ese descontento.
Bienvenida al barrio
El vocerío y el ruido que precede al aporreo de las lunas
del vehículo y los empellones al resto de usuarios parecen
corroborar esta presunción. El vórtice de la excitación se
alcanza cuando el autobús penetra en al barrida de Príncipe
Alfonso: un objeto impacta sobre la luna trasera del
vehículo para dar la bienvenida a los jóvenes escolares. La
turba parece incontrolable.
En todo caso, el pasaje no se amilana. Una vecina de
avanzada edad se ha levantado de su asiento, se ha vuelto
hacia los escolares y les ha increpado en árabe: “¿Para que
vais al instituto? ¿Qué os enseñan allí? ¿A comportaros como
unos cafres?”. Los adolescentes hacen caso omiso.
Ha llegado la parada donde se apea la gran mayoría de los
escolares. Los jóvenes desaparecen entre collejas y
empujones, la música ensordecedora del MP3 languidece al
alejarse, los golpes a los accesorios del vehículo se van
atenuando. Pero a los viajeros les queda todavía el susto
final: una de las menores que viajaba en el autobús, que
había pasado todo el trayecto soltando improperios, arremete
con una piedra, una vez en tierra, contra la cristalera del
vehículo. Un milagro evita que se fracture.
La paz se va imponiendo al vaciarse el autobús. Ya sólo
quedan unos cuantos vecinos y muy pocos adolescentes,
dispuestos a seguir imponiéndose al resto del pasaje a pesar
de su inferioridad numérica. Sin música de fondo, los
adolescentes siguen poniendo melodía a sus fechorías
tamborileando sobre el respaldar de los asientos. Hace falta
llegar a Loma Colmenar, donde se levanta el nuevo hospital
civil de la ciudad y donde se produjo el viernes el último
apedreamiento, para que los jóvenes terminen de evacuar el
autobús y la calma regrese al servicio. El chófer apenas
intercambia tres palabras con los adolescentes para
advertirles que deben tocar el timbre antes de llegar a la
parada. La luz iridiscente del mediodía atraviesan los
cristales del vehículo. El autobús debe regresar.
El trayecto de vuelta no tiene ni punto de comparación con
el de ida. Los vecinos que viajan en él de camino al centro
es gente pacífica, sin ira contenida. Aunque la historia de
la línea 8 parece el relato de un desacuerdo: la de los
adolescentes que expresan, en el fragor del alboroto, su
descontento con el estado de las cosas, y la de los vecinos,
que no parecen resignarse a la cotidianidad con que ha
logrado imponerse el vandalismo y la violencia juvenil en el
barrio. Un problema gestado durante muchos años al que
ninguno de los poderes públicos parece encontrar una
solución para devolver el sosiego al cansado vecindario de
esta emblemática barriada de la ciudad de Ceuta.
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