España ha ido forjando su historia
o gran parte de ella mediante luchas intestinas que han ido
aportando más o menos estabilidad a la sociedad. En el
devenir de la misma y, en el ámbito de nuestro tiempo
llamado contemporáneo, el país ya ha sufrido lo suyo y ha
pagado muy caro el mantenimiento de posturas extremadamente
divergentes. Algo de lo que, afortunadamente, debemos creer,
se ha aprendido.
La concordia, el perdón volvió entre los españoles tras
cuarenta años de dictadura en los que acaso cerraron
forzadas viejas heridas. La muerte de Franco, la llegada del
nuevo periodo de libertad entre los hombres, el gran
diálogo, la inigualable entente entre los españoles de
pensamientos dispares, frenaron para dejar en el ostracismo
los fantasmas del pasado.
Se inició un periodo de calma, se fraguaron las estructuras
del país, se diseño la nueva nación, se establecieron las
reglas del juego, se caminó hacia la democracia.
La Carta Magna, la que une a todos los españoles, donde
convergen todas y cada una de las realidades sociales del
territorio, en la que se respetan las nacionalidades y en la
se da cabida a todos, ha entrado en un periodo de gran
prueba.
España ha evolucionado como nación, la sociedad, o mejor
dicho una parte de ella, después de casi treinta años de
evolución quiere más. La Constitución de 1978 parece
estorbar las ansias políticas de quienes, obsesionados,
buscan en el marco diferencial el mejor argumento para
-soterradamente- desligarse de la unidad territorial
palmariamente protegida en nuestra Constitución.
Los españoles dijeron SI, en la mayor movilización electoral
conocida, a la actual Constitución española. La amplísima
mayoría de españoles participaron y plasmaron con su voto lo
que querían y pedían de España. Por tanto, no sería ilógico
pensar que sólo a través de un gran plebiscito popular
pudiera determinarse realmente el nuevo futuro de España.
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