El proceso de reestructuración del
sector público empresarial se ha enfocado, desde un
principio, por parte del Gobierno de la Ciudad, casi como un
mero trámite con un matiz político en el que subyacía un no
menos importante componente laboral en cuanto a estabilidad
en el empleo del personal. Un “caramelo” envenenado para los
sindicatos, cuando en realidad, según expertos consultados
por este periódico, un proceso de esta naturaleza, no se
puede hacer a humo de pajas, como si se tratara del cambio
de un plumazo de sociedades municipales a organismos
autónomos. El asunto, muy al contrario, conlleva aspectos
fundamentales y divergentes: mientras las sociedades
municipales se rigen por el derecho privado, los organismos
autónomos lo hacen por el derecho administrativo. Y a mayor
abundamiento, el Gobierno de la Ciudad, ante la amenaza de
un pronunciamiento judicial adverso por los recursos
presentados, se guarda un as en la manga: realiza la
absorción (empresarial) sin liquidación. Por si hubiera
marchas atrás con el fin de que los empleados públicos
puedan reubicarse en sus antiguas sociedades siempre que no
estuvieran disueltas.
El asunto es peliagudo. Tanto que no existen documentos
contables a 31 de diciembre que reflejen las situaciones
patrimoniales ni auditorías en un proceso de tanto calado
que, por ende, ha de soportar una serie de cargas
financieras que no están recogidas en el presupuesto, como
los trámites notariales y numerosos cambios de titularidad
en un sinfín de fincas registrales que pueden alcanzar un
importante gasto de entre 500.000 y 800.000 euros. Demasiado
embrollo como para poner cara de póker y querer hacernos
comulgar con ruedas de molino en un proceso complejo y que
llevaría un año de trámites.
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