El mundo debe priorizar mucho más
la atención social a la ciudadanía. Antes son las personas
que las actividades relacionadas con los flujos de capital y
dinero entre individuo, empresas o Estados. Las finanzas
deben integrarse con otros valores más sensibles a los seres
humanos. Se ha perdido la sensibilidad hacia las familias y
sus miembros, mientras las haciendas ocupan toda la atención
de los líderes de gobierno. Ciertamente, resulta preocupante
el apoyo que se da a los fríos mercados, siempre pendientes
de sus batallas, muchas de estas contiendas generadas por
especulación y desde el cinismo. Sin embargo, cuesta
entender la indiferencia que prestamos para reducir la
pobreza y el trabajo precario.
La atención social ha dejado de prevalecer como valor
humano, el acceso equitativo a las oportunidades no pasa de
ser un guión novelado. Lo que predomina hoy en día es una
tasa de interés y una relación de inmoralidad sin
precedentes, cuestión que podría resolverse si los
movimientos de capital jamás perdieran de vista el bien
general de la ciudadanía como objetivo final. Ni los Estados
son democráticos, porque la lacra de la corrupción los
desvirtúa como tales, y también el término social se ha
adulterado, puesto que ha dejado de imperar el
fortalecimiento de servicios básicos, así como la garantía
de derechos considerados esenciales, para poder mantener un
nivel de vida decente.
Los gobiernos, sobre todo europeos, andan afanados en
rescatar las finanzas, en lugar de activar la integración de
las clases sociales menos favorecidas. Nada parece
importarles la exclusión y la marginación, la redistribución
de las rentas, la ética de los poderes y de la ciudadanía,
la asistencia sanitaria, la salud, la educación pública...
En suma, los derechos sociales que todos los ciudadanos
tenemos por el mero hecho de serlo, y que son los que nos
humanizan. De nada parece haber servido que estos derechos
económicos, sociales y culturales, se hayan ido positivando
en diversas declaraciones y pactos. Son las finanzas, y
solamente ellas, las que mueven gobierno y nos programan.
Me niego a que el valor de la persona se mida por sus
finanzas, por su capacidad de ganar, gastar y consumir. Es
cierto que si no creamos riqueza difícilmente podemos
distribuirla, pero si se crea a base de una conducta
impúdica, lo que genera es un desvalor en la persona, una
degeneración que destruye convivencias y confianzas. Así, no
se comprende cómo no ha habido más control en los sueldos
políticos, en los líderes de las entidades crediticias, en
la propia justicia. Vivimos un efecto de contagio ante tanta
podredumbre, que han hecho resurgir verdaderas mafias de lo
ajeno. Éstas tienen como objetivo: el mínimo esfuerzo con el
máximo beneficio. No importa cómo y de qué manera se
consiga, una buena capa todo lo tapa.
La crisis actual seguirá creciendo hasta que no pongamos
verdadero empeño en salir del déficit de ética que nos
desgobierna. El componente ético no puede obviarse de
ninguna institución política, económica y judicial, sabiendo
que por encima de la administración financiera, están las
personas. Una administración, por cierto, sumamente nefasta;
puesto que, tampoco, nos ha ayudado a realizar un correcto
uso del dinero. No les interesaba, a los reyes de las
finanzas, enseñarnos a ser hormigas.
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