Pasaban 15 minutos de la una de la madrugada del jueves,
pero en la frontera del Tarajal aún había movimiento, voces
de porteadoras marroquíes que, como en días anteriores, se
disponían a pasar la noche a la intemperie. Aguardaban a la
reapertura del tránsito de mercancías, bien a través del
paso general o del puente del Biutz, habilitado con este fin
hace unos años para evitar lo que en las últimas semanas ha
vuelto a suceder: el colapso del paso principal de peatones
y vehículos entre Ceuta y Marruecos.
En la misma rotonda de acceso a la frontera, entre cartones,
dormitaban ya a esa hora, con el único testigo de los
periodistas de EL PUEBLO, decenas de mujeres acompañadas de
un joven que parecía colaborar en la organización del
improvisado campamento. La escena era tan surrealista como
lo son los cuerpos de estas marroquíes inflados por la
cantidad de ropa y de bultos con los que a diario cruzan la
frontera para ganarse un puñado de euros con la venta de
mercancías que pertenecen a “negociantes” de su país.
Algunas optaban por desplazarse a la zona alta del paso
fronterizo, las explanadas situadas en el entorno del
colegio del Príncipe, para dormir.
La llegada de dos vehículos del Cuerpo Nacional de Policía
puso al improvisado campamento en pie. -”Vamos, señora,
tiene que irse”. A partir de ese momento comenzaban horas de
intenso trabajo de los miembros del CNP de turno en la
ciudad, pues a los dos primeros coches se sumaron pronto
otros dos: un quinto -contaban- permanecía atento a
cualquier incidencia que pudiera surgir en la ciudad. Todos
los agentes se afanaban en dirigir la pequeña marabunta por
el pasillo entre vallas que constituye el paso para
viandantes del lado español de la frontera.
En medio de la rotonda, un hombre se hacía el despistado
dentro de una caja. De su ‘dormitorio’ de cartón sólo
sobresalía la parte inferior de su cuerpo. Poco a poco, el
grupo se compactaba, aunque todavía, en el extremo de la
cola de gente sentada y tumbada a la que se había levantado,
junto a la pared, unos bultos hacían sospechar a uno de los
agentes. Ninguna de las porteadoras puede permitirse el lujo
de dejar atrás su carga, que no le pertenece. Al retirar un
cartón apoyado contra la pared, apareció una señora,
embutida en un saco de plástico y, bajo su chilaba, hinchada
con las múltiples prendas que también forman parte de este
tercermundista “intercambio comercial”. Como la mayoría de
estas infortunadas mujeres “transfronterizas”, la que se
ocultaba tras el cartón superaba o parecía superar la
cincuentena, y ponía cara de desconcierto. -”Vamos, señora”.
“Yo voy arriba, voy arriba”, decía otra porteadora uno de
los agentes. -”Ni arriba ni nada, tiene que marcharse”.
Uno de los policías encargados de la devolución de las
marroquíes a su país aseguraba que la noche no era tan mala
como las anteriores: “Ha habido alguna en la que han dormido
también aquí con un viento terrible y lloviendo”, afirmaba.
Unos metros más allá, otra porteadora se separa del grupo,
va quedándose rezagada, mientras otra se mueve a duras
penas: es una de las más cargadas, con un bulto a sus
espaldas que casi duplica su volumen corporal, pero que
cojea y camina con la ayuda de dos muletas. Solo la
aparición de un niño, de unos dos o tres años, supera la
dosis de dramatismo del momento. El pequeño está en brazos
de una mujer que llora y se desespera. Un joven que daba
vueltas con un coche rojo destartalado se presta a ayudarla
junto a dos policías. La mujer se carga al niño a la espalda
sujetándolo con una tela. La Policía permite que el chico la
traslade en su coche al otro lado de la frontera. A su
regreso, cuando avanza unos metros hacia el interior del
paso fronterizo para acercarse a las porteadoras, el joven
es reprendido por un policía:
-¿Dónde vas, hombre? No puedes estar ahí ¿Algún problema?
-No, problema yo ninguno, problema, ustedes.
-Anda, venga, vamos, que llevas todo el día dando vueltas.
¿A qué te dedicas?
-Vengo a ayudar.
El chico, musulmán, explica a los periodistas que es
español, de Toledo, que un hermano suyo vive en Tetuán y que
está tratando de “montar una asociación para ayudar a estas
mujeres”, “para dignificar su trabajo”, asegura.
Sobre el salpicadero del coche del muchacho otra nota de
hiperrealismo: un ejemplar de ‘El guardián entre el
centeno’, la celebérrima novela de J.D. Salinger con un
protagonista que se convirtió en icono de la rebeldía
juvenil.
-”Buena literatura americana”, responde al preguntarle por
la lectura mientras se alejaba en su viejo coche.
Pasada más de media hora de lento discurrir de las
porteadoras por el pasillo entre vallas, comenzaban a oírse
gritos y lamentos. El miedo a que los agentes marroquíes les
requisen la mercancía o no les dejen pasar, pesa más que la
amenaza de los españoles de marcar su pasaporte para que no
puedan volver con él a España.
Cuando el nerviosismo se apoderó de la fila y el bulto de
cada una de las porteadoras se convirtió en uno solo, la
Policía se afanaba en deshacer el nudo para evitar los
aplastamientos. No obstante, la situación se complica cuando
a la falta de espacio para moverse se suma la gran cantidad
de prendas que viste cada una de las mujeres. Si se
desvanecen, cosa que sucedió la noche del jueves a dos
mujeres, los cordones con los que se atan los bultos a la
espalda se convierten en un peligro más. ”Agua, agua”, pedía
un policía mientras sus compañeros trataban de despojar de
todas sus ataduras a la primera de las porteadoras con
síntomas de estar sufriendo una lipotimia. “Puede ser un
paripé para no tener que marcharse, pero nunca sabes, nunca
sabes...”, comentaba un agente con gesto de preocupación.
Nadie sabe porque afrontar un problema así es tan difícil
como compleja es la interpretación de los versos de Paul
Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este. Hay otras
vidas, pero están en ti”.
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