Todos tenemos el mismo síndrome, el de la amnesia del
tiempo. Nadie sabe ya en que día estamos de la semana y
menos aún del mes, es más, es una pregunta recurrente. En
cuanto a la hora, los que vivimos a caballo entre Puerto
Príncipe y Madrid preferimos mantener la hora europea, eso
ayuda a no expulsar lo peor de ti mismo cuando el teléfono
satelital suena a las 2, 3, 4 y 5 de nuestra mañana y a
veces, y no las menos, de forma consecutiva.
Los demás, o sea casi todos, ya han girado las manecillas
como dando por sentado que aquí queda mucho trabajo por
hacer, mucho. Tampoco sabemos a ciencia cierta cuanto tiempo
llevamos aquí, aunque cualquiera de nosotros juraría que al
menos dos meses de nuestras vidas ya han transcurrido en lo
más profundo del corazón de las tinieblas cuando llevamos
unos diez días… creo.
Aquí todo es intenso, tremendamente intenso, probablemente
más de lo que seamos capaces de digerir, pero es lo que hay.
Este sentimiento lo compartimos cooperantes y periodistas
que solemos coincidir en más de un sitio, llenos de polvo,
de sudor y de cansancio. Algunos son ONG con cámaras y
micrófonos, independientemente de la línea editorial de su
empresa, y otros… bueno, cada uno es cada uno, pero todos
vivimos en un tiempo indefinido, en el que las eléctricas
horas que transcurren nos mantienen en pie. ¿Después?
Después es después, me decía hoy una periodista de un
periódico nacional rodeada de enfermos en un hospital, “no
tenemos derecho a quejarnos de nada, no mientras estas
gentes vivan así, no sería decente”. Obviamente, así es,
pero su cara es la mía y ambas lo reflejan todo. No hay más
comentarios ¿para qué?
Hoy tengo una prueba que superar. Tengo una cita con TVE
para visitar Leogane, esa ciudad destrozada por la
Naturaleza que sigue abriendo grietas en el corazón y
desgarra el alma en girones difíciles de recomponer.
Camino del pueblo donde el terremoto tuvo su epicentro,
comento con Antonio Parreño la labor de Cruz Roja Española.
No se trata de marketing, es labor humanitaria, y él lo
sabe. Aquí no hay votos que cosechar ni cosas que vender,
sólo mostrar que con más medios se podrían hacer muchas más
cosas. Ecuación sencilla de entender.
Cuba a cuba, Cruz Roja ya ha repartido más de tres millones
de litros de agua desde e día 1 del terremoto. Cifras que
asombran, tanto como la fuerza de los corazones que nos
permiten trabajar aquí en favor de los más vulnerables, unos
hombres y mujeres que, a pesar del terrible golpe, quieren
seguir mirar su futuro de frente… falta que les dejen,
claro.
En Leogane, híbrido entre una ciudad fantasma llena de
inútiles recuerdos y una población que se niega a rendirse,
la Cruz Roja Austríaca ha venido a apoyar a Cruz Roja
Española en todo lo relativo a agua. En breve se incorporará
un equipo de saneamiento masivo capaz de servir más agua
además de trabajar en lo relativo al saneamiento, la otra
gran batalla.
Parte de los escombros de la escuela han sido desplazados
por excavadoras para permitir la instalación de nuevos
equipos de ayuda humanitaria. Los compañeros, en una suerte
de acto de respeto, han recogido las fotos que vagaban de
entre las ruinas para, cuidadosamente protegidas en
plástico, ponerlas en un tablón de anuncio especialmente
reservados para ello. Sentimientos. Por mucho que nos lo
repitan, no logramos abstraernos de la tragedia… ni siquiera
los que nos lo repiten.
Quisiera, probablemente por última vez, tener el valor de
enfrentarme a una realidad que, también como a todos, a
veces me ronda de mala manera. Intento racionalizar, pensar
en positivo y lograr entender que las cosas y, que como no
se cansan de decirme, no se puede tener control sobre todo.
Intento ver el amasijo de cascotes como lo que son, pero
otra cartilla de notas, un juguete de preescolar o una foto
en una foto se empeñan en no dejarme en paz. La razón,
tampoco esta vez, gana la partida, quizás lamentablemente,
no sé, llevo 15 días que ya no sé nada.
Decido retirarme. En un absurdo discurso interno, veo a las
máquinas excavadoras como unas profanadoras de recuerdos,
como unos monstruos del olvido que se empeñan en borrar de
la faz de la tierra cualquier recuerdo de la tragedia. Idea
absurda, cuanto antes se quiten las cicatrices, antes se
tendrá la fuerza de remontar.
Visitamos las instalaciones de Cruz Roja. Yo, en una postura
que interiorizo ya como normal, paseo sólo hasta el segundo
punto de distribución de agua. Es increíble como, con los
pocos días que llevo aquí, me siento totalmente integrado en
esta realidad. Haití empieza a cautivarme, a hechizarme, a
hacerme sentir cosas que hasta estaban muy enterradas. Se
que todo tiene un coste, pero a la mierda las prevenciones,
no se hacerlo de otra manera. O es “tó pa fuera” o no vale,
es de lo poco de lo que estoy firmemente seguro.
Los habitantes de Leogane ven en Cruz Roja Española a amigos
que le suministran agua sin pedir nada a cambio; en este
país no es la costumbre: los que han llegado siempre se han
llevado (¿robado?) algo a cambio. Me alegra que los
haitianos sepan diferencias entre los “blancos”, me alegra
mucho. Más sentimientos.
El agua, fuente de vida, fluye de entre las tuberías como si
de arterias se tratara, hacia seres que guardan su dignidad
y su identidad de pueblo. El camión cuba de Cruz Roja
Española no para de rellenar los depósitos situados en uno
de los asentamientos situado en el campo de fútbol. Agua
para todos, es lo menos que podemos hacer. Decido continuar
por mi cuenta el recorrido por Leogane. Duele, como duele
ver que la Vida, injustamente, puede truncarse en un bar,
una tienda de ropa o una academia.
En un país en el que dejaron de pagar a los maestros de un
mes para otro, éstos montaron su propio negocio y, con ello,
las academias proliferaron, las mismas que fueron sepultadas
por decenas el 12 de enero.
A ésta no fue difícil encontrarla. La ausencia de puertas
enseñaba un cartel pintado a mano con delicadeza y mucho
oficio; la Académie Blaise Pascal me enseñó lo más (¿lo
más?) tétrico de la catástrofe. Bancas, de las antiguas de
madera, cubiertas de polvo intentaban reivindicarse como
útiles para la docencia en un lugar donde la campanilla para
llamar a clase andaba tirada entre expedientes. Nadie había
tocado nada para que las almas de quienes aprendían como
sacar a su país adelante pudieran hacer el recorrido en paz.
A pesar de que unos vecinos habían ocupado la parte trasera
de la academia, sobre todo para aprovechar el pozo para
hacer la colada, el silencio sepulcral es respetado por
todos. Es la tónica en Leogane, hay vida pero no algarabía,
parecería como si nadie quisiera perturbar a los que todavía
lloran en la ausencia. Con delicadeza, piso el suelo lleno
de cascotes sin querer desplazar nada. Respeto.
Hago unas cuantas fotos. Advierto a los vecinos que estamos
realizando un estudio de todos los pocos para comprobar el
nivel de contaminación y que, mientras eso ocurra, deben
beber del agua de Cruz Roja Española que es buena, abundante
y gratis. Asienten me saludan como si nada hubiera ocurrido
allí jamás. Orgullo, entereza. Sigo andando por lo que queda
en el campo de batalla. Las casas han adquirido posturas
que, en los dibujos animados para niños, podría hacer
sonreir, pero aquí el tema es dramáticamente diferente.
Viviendas cuyo primer piso ha aplastado literalmente la
planta baja, casas que están totalmente dobladas y otras que
se encuentran absolutamente desaparecidas. Como si de un
lugareño se tratase, voy saludando a todo el que me voy
encontrando…y soy correspondido.
Un hombre sentado en una butaca en plena calle me aborda con
absoluta educación. Quiere saber si soy sanitario. Tras mi
respuesta afirmativa me solicita que vea a su hija que
padece de alergia. Le aclaro que mi formación no es la de
médico y que el diagnóstico del compañero de MSF (tienen un
hospital frente a Cruz Roja Española) debe ser acertado, que
confíe. Empezamos a hablar mientras, por enésima vez, un
helicóptero de la Marina de los EE.UU recorre Leogane.
Curiosa manera de llevar a cabo ayuda humanitaria, no
entiendo nada.
El hombre me cuenta sus necesidades, las de su pueblo y pone
énfasis en que todos están en las mismas condiciones. Le
explico en que estamos trabajando duro, pero también le
explico que para duro lo que están viviendo ellos.
¿Reconstrucción? La pregunta es complicada de contestar.
Sabe perfectamente que los fondos gubernamentales tardan en
llegar a Haiti…cuando llegan. Me pregunta de nuevo si Cruz
Roja va trabajar en las labores de reconstrucción, y le
aseguro que ya estamos en ello desmenuzando nuestras
actuaciones.
Satisfecho, el vecino de Leogane me tiende la mano. “Gracias
a todos por haber venido, por ayudarnos, por estar aquí con
nosotros -afirma en el tono sereno que sólo puede ser
pronunciado con las sílabas del corazón- Dios lo sabe, sabe
lo que están haciendo y le recompensará a ustedes y a sus
familias”. Un fuerte apretón de manos sella algo más que una
despedida. Emoción, mucha emoción.
Mientras me alejo hacia el campamento de Cruz Roja, sus
palabras resuenan en mi cabeza con tanta fuerza que ni
siquiera el helicóptero militar americano logra adentrarse
en mí.
Hoy he vuelto a Leogane; hoy, todos hemos vuelto a Leogane…
y, esté donde esté, jamás me volveré a ir.… y usted
tampoco”.
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