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OPINIÓN - SÁBADO, 21 DE FEBRERO DE 2009

 

OPINIÓN / EL OASIS

Un debate estéril
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A mi no me gusta que se mate a ningún animal. Ni siquiera a los cerdos cuando les llega su San Martín. Durante mi niñez, recuerdo cómo en mi casa, y en muchas otras casas, se engordaba un pavo para sacrificarlo el día 24 de diciembre. Cuando llegaba esa fecha, nadie quería coger el cuchillo de la matanza. Y, desde luego, derramábamos nuestras lágrimas por la ejecución del ave destinada a ser el plato fuerte de la cena navideña.

Horas después, a todos, incluso a los niños que tanto nos había afectado la muerte del pavo, del pollo, o de la gallina, su carne les sabía a gloria. Y nos la zampábamos de forma tan rápida como placentera. Verdad es que ya en aquellos tiempos míseros, grises y donde el hambre se había hecho fuerte en el centro del ruedo nacional, existían personas reacias a probar bocado de animales. Pero terminaban por ceder y hasta acababan olvidándose de sus objeciones.

La carne de toro, exquisito manjar, se vendía al día siguiente de haberse celebrado una corrida en dos o tres carnicerías del mercado de abastos. Y largas eran las colas que se formaban ante dichos establecimientos. Y es que el toro había recibido, durante tres, cuatro o cinco años, un trato especial en la dehesa. Y, por tanto, sus carnes eran muy apreciadas. Y ni siquiera las autoridades veterinarias encontraban el menor problema a la hora de dar el visto bueno a su consumo. Por más que se pudiera pensar que, durante la lidia, las carnes se hubieran visto afectadas por los castigos infligidos a los animales.

Las matanzas de animales para su consumo siguen estando a la orden del día. Y muchas se practican de forma salvaje. Los mataderos, por ejemplo, fueron siempre naves tétricas donde los matarifes novatos aprendieron dando descabellos desacertados hasta conseguir su propósito, entre mugidos terribles de las reses. Me imagino que con el transcurrir del tiempo en esos centros de sacrificios los aparatos modernos habrán paliado en parte el enorme dolor de las víctimas del consumismo.

El toro de lidia, como ya he dicho, pasta en el campo unos años rodeado de mimos. Cuidado por el ganadero con sumo esmero. El cual vive esperanzado no sólo en que saque a relucir en el ruedo casta y bondad a raudales, sino que invoca a todos los santos encarecidamente para que le toque en suerte el mejor torero. Uno de los que, por conocer su oficio a la perfección, será capaz de darle la mejor lidia y la mejor muerte posible. Algo que, indudablemente y ante la contrariedad de los buenos aficionados, no siempre es así. Como tampoco todos los días se le rebana el cuello a otros animales con la precisión aconsejada, a fin de evitarles sufrimientos. También es cierto que en el reglamento taurino hay unas normas que han de cumplirse por parte de todos los toreros actuantes en el espectáculo. Y, encima, hay un público dispuesto a poner el grito en el cielo si se infringen esas normas.

De las corridas de toros se ha hablado mucho en esta ciudad, más días de los debidos. Y todo porque Mabel Deu puso en escena un debate que jamás debió producirse. La fiesta de los toros es constitucional. Y no hay por qué consultarle al pueblo si éste quiere o no toros. Y es ahí donde la consejera ha fallado. En lo tocante a la subvención, a mí no me gusta el espectáculo de Rosario Flores, entre otros más, y sin embargo no digo ni pío.
 

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