A mi no me gusta que se mate a
ningún animal. Ni siquiera a los cerdos cuando les llega su
San Martín. Durante mi niñez, recuerdo cómo en mi casa, y en
muchas otras casas, se engordaba un pavo para sacrificarlo
el día 24 de diciembre. Cuando llegaba esa fecha, nadie
quería coger el cuchillo de la matanza. Y, desde luego,
derramábamos nuestras lágrimas por la ejecución del ave
destinada a ser el plato fuerte de la cena navideña.
Horas después, a todos, incluso a los niños que tanto nos
había afectado la muerte del pavo, del pollo, o de la
gallina, su carne les sabía a gloria. Y nos la zampábamos de
forma tan rápida como placentera. Verdad es que ya en
aquellos tiempos míseros, grises y donde el hambre se había
hecho fuerte en el centro del ruedo nacional, existían
personas reacias a probar bocado de animales. Pero
terminaban por ceder y hasta acababan olvidándose de sus
objeciones.
La carne de toro, exquisito manjar, se vendía al día
siguiente de haberse celebrado una corrida en dos o tres
carnicerías del mercado de abastos. Y largas eran las colas
que se formaban ante dichos establecimientos. Y es que el
toro había recibido, durante tres, cuatro o cinco años, un
trato especial en la dehesa. Y, por tanto, sus carnes eran
muy apreciadas. Y ni siquiera las autoridades veterinarias
encontraban el menor problema a la hora de dar el visto
bueno a su consumo. Por más que se pudiera pensar que,
durante la lidia, las carnes se hubieran visto afectadas por
los castigos infligidos a los animales.
Las matanzas de animales para su consumo siguen estando a la
orden del día. Y muchas se practican de forma salvaje. Los
mataderos, por ejemplo, fueron siempre naves tétricas donde
los matarifes novatos aprendieron dando descabellos
desacertados hasta conseguir su propósito, entre mugidos
terribles de las reses. Me imagino que con el transcurrir
del tiempo en esos centros de sacrificios los aparatos
modernos habrán paliado en parte el enorme dolor de las
víctimas del consumismo.
El toro de lidia, como ya he dicho, pasta en el campo unos
años rodeado de mimos. Cuidado por el ganadero con sumo
esmero. El cual vive esperanzado no sólo en que saque a
relucir en el ruedo casta y bondad a raudales, sino que
invoca a todos los santos encarecidamente para que le toque
en suerte el mejor torero. Uno de los que, por conocer su
oficio a la perfección, será capaz de darle la mejor lidia y
la mejor muerte posible. Algo que, indudablemente y ante la
contrariedad de los buenos aficionados, no siempre es así.
Como tampoco todos los días se le rebana el cuello a otros
animales con la precisión aconsejada, a fin de evitarles
sufrimientos. También es cierto que en el reglamento taurino
hay unas normas que han de cumplirse por parte de todos los
toreros actuantes en el espectáculo. Y, encima, hay un
público dispuesto a poner el grito en el cielo si se
infringen esas normas.
De las corridas de toros se ha hablado mucho en esta ciudad,
más días de los debidos. Y todo porque Mabel Deu puso
en escena un debate que jamás debió producirse. La fiesta de
los toros es constitucional. Y no hay por qué consultarle al
pueblo si éste quiere o no toros. Y es ahí donde la
consejera ha fallado. En lo tocante a la subvención, a mí no
me gusta el espectáculo de Rosario Flores, entre
otros más, y sin embargo no digo ni pío.
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