Hace poco que se armó la
marimorena porque Günter Grass, premio Nobel de Literatura,
declaró haber sido miembro de las temibles Waffen-SS. Y
cuando todavía colea la polémica sobre el autor del Tambor
de hojalata, nos cuentan que Hemingway alardeó en unas
cartas de haber matado a 122 prisioneros alemanes. Ha sido
el periodista alemán Rainer Schmitz (de la revista Focus)
quien, buceando en varias cartas de Ernest Hemingway, ha
revelado que el escritor reconoció haber matado a más de un
centenar de presos, totalmente desarmados, sólo por el
placer de matar. ¿Verdadero, falso, exageraba Hemingway
cuando le enviaba cartas a su editor, Charles Scribner,
contándole los resultados de su carácter violento y su
pasión por las acciones temerarias? No cabe la menor duda de
que el portentoso escritor fue un mentiroso compulsivo.
He aquí lo que escribía en un día de 1949, referido a lo que
había hecho por haber cumplido cincuenta años: “Hice el amor
tres veces, maté tres palomas seguidas (unas muy rápidas) en
el club, bebí un cajón de Piper Heidsieck brut con amigos y
miré el océano en busca de peces grandes toda la tarde”. En
suma: nada de lo que dijo el célebre escritor de sí mismo y
poco de lo que dijo sobre otros puede ser aceptado sin
corroboración.
Muchas de las mentiras más complicadas y reiteradas tienen
que ver con su servicio en la primera guerra mundial. Todas
ellas quedaron plasmadas en Adiós a las armas. Su mejor
obra, y la que le dió fama y dinero. Ahí se inventó la
historia de que había sido herido en el escroto, no una vez,
sino dos, y decía que había tenido que apoyar los testículos
sobre una almohada. La verdad es que fue herido, pero él
hiperbolizaba el hecho. Tampoco es verdad que hubiera sido
derribado dos veces por fuego de ametralladora y alcanzado
treinta y dos veces por balas 45. Y, de paso, habló que
había recibido el bautismo católico en lo que las enfermeras
creían que sería su lecho de muerte.
Todas estas aseveraciones las cuentas Paul Johnson, en
Intelectuales. Un libro en el cual podemos ver la cara y la
cruz de unos hombres que se convirtieron en guías de la
sociedad, aprovechando la decadencia del poder eclesiástico,
en el siglo XVIII. Todo comenzó con Rousseau. Tampoco sale
bien librado el escritor estadounidense de su paso por la
guerra en España. Las malas lenguas dicen que se pasaba las
horas muertas bebiendo y disfrutando del ambiente de los
mejores locales del Madrid de entonces. Y que, por lo tanto,
mentía cuando relataba lo ocurrido en el frente de Teruel.
Se le reconocen cuatro visitas al frente (primavera de 1937,
primavera y otoño de 1938). Y escribió lo siguiente: “Mi
simpatía está siempre con los trabajadores explotados,
contra los terranientes ausentes, aunque beba con los
terratenientes y tire a las palomas con ellos” El PC era “el
pueblo de este país” y la guerra era una lucha entre “el
pueblo” y los terratenientes ausentes, los moros, los
italianos y los alemanes”. Dijo que el PC español le gustaba
y lo respetaba, y que era “la mejor gente de la guerra”.
Comparen estas declaraciones del Hemingwey de la guerra
civil con la forma de vida que llevó en la España de
postguerra. Y verán lo poco que el genio tenía de comunista.
“Matar es algo que me divierte y me produce placer”, y
relata en la misiva cómo le dio muerte a uno de los más de
cien muertos que se achaca: “Era un joven soldado que
trataba de huír en bicicleta y le disparé por la espalda.
Tenía la edad de mi hijo Patrick (es decir, 16 0 17 años)”.
Pues bien, a pesar de todo, y aunque ser intelectual no
exime de la maldad, yo sigo pensando que el violento
escritor es víctima de sus mentiras. Eso sí, su recuerdo
será sambenitado.
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