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OPINIÓN - MARTES, 26 DE SEPTIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / ESPAÑA CAÑÍ

Nana de estrellas
 


Nuria Van Den Berghe
nuriavandenberghe
@elpueblodeceuta.com
 

Hoy debo y quiero cantar y contar estas palabras en memoria de los niños que ya no son y que motivaron el que, sus padres sin quererlo, contravinieran todas las leyes de la naturaleza, padeciendo la cruel vivencia de sobrevivir a un hijo. En la muerte atroz de la pequeña Suhaila, la niña ceutí que estaría cursando la EGB y a la que, un asesino cabrón, maldita sea su sangre y me sale la estirpe gitana para desear que mañana le amortajen, a la que, un malnacido, envió tempranamente hacia la Luz, cuando aún le quedaban a esa niña pequeña, que es hoy hija de todas las madres, mil amaneceres que vivir y mil ocasos que recordar.

La muerte no es el final, dice el hermoso himno y a todos los que creemos en el Buen Dios nos consta y ahí está nuestra fe para mantener viva y ardiente esa creencia. ¿Qué falto a la caridad deseando ardientemente que mañana amortajen al asesino? Cierto. Dios me perdone y la lógica me aconseje al confiar en los esfuerzos conjuntos de las policías marroquí y española para acorralar y echarle el cepo al animal, porque le van a pillar. De eso no hay la menor duda, lo creo firmemente, tal vez porque conozco de sobra la operatividad demostrada de maderos y picoletos y su excelencia profesional y porque me consta que, cuando a los jefes de la policía marroquí se les mete algo entre ceja y ceja son más peligrosos que un nubláo. Realmente, en el fondo, ese “que le amortajen” es más rabieta de mestiza gitano rifeña que auténtico deseo. Porque, la auténtica Justicia del Universo creo que no pide en este caso truculencias sino una detención por los explícitos medios de la policía marroquí, una entrega a España, un buen juicio con jurado y mientras tanto en la trena, en una buena prisión donde, como en toda España, rigen las normas talegueras y donde los presos, que tienen su dignidad y su hombría, no toleran ni a los violadores, ni a los pornógrafos infantiles ni a los asesinos de niños.

Las leyes carceleras son infinitamente más rígidas y más contundentes que nuestras normas penales y, a los asesinos de niños, la basura más hedionda del espectro taleguero y de la Humanidad, saben darle su merecido, su justo merecido.

Pero Suhaila, desde las estrellas, es demasiado bella e impoluta como para que le salpiquen las miserias terrenales. Lo sé y lo siento, aunque las circunstancias de su muerte, de la muerte de todos los niños víctimas de la maldad y de la perversidad humana, me choque y me conmueva. Porque no son niños que hayan ido muriendo lentamente por una enfermedad, donde la Parca dicen que acecha en las esquinas de la gélida habitación del hospital y todo va preparándose para el fin. Dicen, dicen… Lo dirán los tristes y los agoreros, porque sé, de buena tinta, que las habitaciones blancas de los pequeños que van a morir, se caldean por la presencia de los ángeles del cielo y que son ellos, que no la Parca, quienes ocupan los rincones y guían la mano de la madre cuando acaricia el pelo del enfermito. Son muertes dulces, tranquilas, previsibles, aunque no existan lágrimas bastantes para llorarlas.

Lo que no cabe en mi dura cabeza rifeña es el terror de un niño o de una niña. No puedo asumir con la indiferencia que provoca el exceso de tragedias cotidianas televisadas, el miedo espantoso de Suhaila frente a su asesino. Sencillamente, como madre, no lo acepto y no quiero imaginármelo porque a todas las madres se nos encoge el corazón y nos pesa el aliento con solo intentar rememorar la escena. Que mañana no le amortajen. Que le metan en cualquier buena cárcel a que de la cara y la purgue ante los hombres que, muchas veces, innumerables veces, el Universo venga a sus hijos con tragedias peores que el estar muerto.

Porque morir no es el fin, sino el fin de una etapa y algo me dice en el alma que, mucho antes de que, el criminal cogiera el cuchillo, la casa de las Caracolas fue invadida por un ejército de ángeles para proteger con sus alas plumosas a la pequeña y que le borraron el miedo soplándole suave sobre los ojos y que pintaron un cielo de estrellas ante su mirada y entre las estrellas el rostro amado de su madre, para que fuera esa escena y no el brutal careto del criminal, la que la niña recordara a su llegada al Paraíso. Suhaila murió rodeada de ángeles y de estrellas, se lo juro a ustedes, que lo sé y lo siento y el corazón me dice que, en su último suspiro antes de llegar al túnel susurró el nombre de su madre. Será que todos los niños mueren llamando a sus mamás, en todas las religiones y ninguna religión y ninguna cultura puede negarme el hecho de que, cada vez que muere un niño, el Buen Dios hace que aparezca en el cielo una nueva estrella y ordena que las estrellas canten nanas mientras el pequeño o la pequeña, en el regazo de los ángeles, viajan hacia la Luz.

Pero no son nanas tristes de niños muertos, sino canciones de besos de madres, de abrazo de cumpleaños, son canciones alegres como guirnaldas de luz. Por eso me pesa el que, las luces no alumbren en Ceuta las fiestas del Ramadam , los días grandes de Suhaila, aunque aún era muy pequeñita. Al revés, el luto por la niña que murió entre ángeles y estrellas debe ser un recuerdo alegre, vivo, chispeante, capaz de arrancarle una sonrisa allá donde se encuentre, encender cientos de guirnaldas esplendorosas en su honor y explicárselo a todos los niños “Es para que Suhaila las vea brillar desde el cielo, como soles pequeñitos y sepa que lucen en su honor, porque la queremos”. Por favor, por favor, nada de oscuridad por el recuerdo de la niña-estrella, porque si ella reluce plateada y vivaz en el firmamento y la podremos ver en cada anochecer jugando junto a sus amigos, nada de tinieblas para ella y por ella. Que decía el poeta arábigo andalousí “El luto es blanco, porque blancas son las canas que lloran por la pérdida de la juventud”.

Luz y calidez en su honor, que la Madre Tierra acunará amorosa su cuerpecillo terrenal como Dios la acunará en el Paraíso, que no hay soledades tristes para los niños que parten antes de tiempo, sino amores y dulzuras, belleza y seguridad, esplendor y resplandor. Porque, a los niños y a las niñas les gustan las guirnaldas luminosas y el olor del algodón de azúcar y de las chucherías y la música y la risa. Que no están hechos los oídos de una niña-estrella para escuchar ecos de lamentos, gritos de desesperación, gemidos de pena, porque la niña puede sentir ese dolor lejano, lacerante y no ha de ser así, sino sentir si acaso lágrimas dulces que lloran su ausencia, besos al aire que le llegan al instantes, caricias perdidas que acariciarán sus ojos.

Y, en honor de la niña, Ceuta debería regalar luz, tanta luz que opaque a las estrellas, que compita con ellas, que les eche un pulso de amigos de la tierra que recuerdan a una amiga del cielo, a una niña bonita llamada Suhaila, nada de negruras, nada tenebroso. ¡Ay si los hombres comprendieran!... Pero no comprenden los deseos de una niña, ni le hacen la ofrenda sutil, hermosa, de guirnaldas de luz explicadas a otros niños, ni les explican que hoy, ahora, Suhaila, sonríe feliz mientras le cantan una nana de estrellas.
 

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