Hoy debo y quiero cantar y contar
estas palabras en memoria de los niños que ya no son y que
motivaron el que, sus padres sin quererlo, contravinieran
todas las leyes de la naturaleza, padeciendo la cruel
vivencia de sobrevivir a un hijo. En la muerte atroz de la
pequeña Suhaila, la niña ceutí que estaría cursando la EGB y
a la que, un asesino cabrón, maldita sea su sangre y me sale
la estirpe gitana para desear que mañana le amortajen, a la
que, un malnacido, envió tempranamente hacia la Luz, cuando
aún le quedaban a esa niña pequeña, que es hoy hija de todas
las madres, mil amaneceres que vivir y mil ocasos que
recordar.
La muerte no es el final, dice el hermoso himno y a todos
los que creemos en el Buen Dios nos consta y ahí está
nuestra fe para mantener viva y ardiente esa creencia. ¿Qué
falto a la caridad deseando ardientemente que mañana
amortajen al asesino? Cierto. Dios me perdone y la lógica me
aconseje al confiar en los esfuerzos conjuntos de las
policías marroquí y española para acorralar y echarle el
cepo al animal, porque le van a pillar. De eso no hay la
menor duda, lo creo firmemente, tal vez porque conozco de
sobra la operatividad demostrada de maderos y picoletos y su
excelencia profesional y porque me consta que, cuando a los
jefes de la policía marroquí se les mete algo entre ceja y
ceja son más peligrosos que un nubláo. Realmente, en el
fondo, ese “que le amortajen” es más rabieta de mestiza
gitano rifeña que auténtico deseo. Porque, la auténtica
Justicia del Universo creo que no pide en este caso
truculencias sino una detención por los explícitos medios de
la policía marroquí, una entrega a España, un buen juicio
con jurado y mientras tanto en la trena, en una buena
prisión donde, como en toda España, rigen las normas
talegueras y donde los presos, que tienen su dignidad y su
hombría, no toleran ni a los violadores, ni a los
pornógrafos infantiles ni a los asesinos de niños.
Las leyes carceleras son infinitamente más rígidas y más
contundentes que nuestras normas penales y, a los asesinos
de niños, la basura más hedionda del espectro taleguero y de
la Humanidad, saben darle su merecido, su justo merecido.
Pero Suhaila, desde las estrellas, es demasiado bella e
impoluta como para que le salpiquen las miserias terrenales.
Lo sé y lo siento, aunque las circunstancias de su muerte,
de la muerte de todos los niños víctimas de la maldad y de
la perversidad humana, me choque y me conmueva. Porque no
son niños que hayan ido muriendo lentamente por una
enfermedad, donde la Parca dicen que acecha en las esquinas
de la gélida habitación del hospital y todo va preparándose
para el fin. Dicen, dicen… Lo dirán los tristes y los
agoreros, porque sé, de buena tinta, que las habitaciones
blancas de los pequeños que van a morir, se caldean por la
presencia de los ángeles del cielo y que son ellos, que no
la Parca, quienes ocupan los rincones y guían la mano de la
madre cuando acaricia el pelo del enfermito. Son muertes
dulces, tranquilas, previsibles, aunque no existan lágrimas
bastantes para llorarlas.
Lo que no cabe en mi dura cabeza rifeña es el terror de un
niño o de una niña. No puedo asumir con la indiferencia que
provoca el exceso de tragedias cotidianas televisadas, el
miedo espantoso de Suhaila frente a su asesino.
Sencillamente, como madre, no lo acepto y no quiero
imaginármelo porque a todas las madres se nos encoge el
corazón y nos pesa el aliento con solo intentar rememorar la
escena. Que mañana no le amortajen. Que le metan en
cualquier buena cárcel a que de la cara y la purgue ante los
hombres que, muchas veces, innumerables veces, el Universo
venga a sus hijos con tragedias peores que el estar muerto.
Porque morir no es el fin, sino el fin de una etapa y algo
me dice en el alma que, mucho antes de que, el criminal
cogiera el cuchillo, la casa de las Caracolas fue invadida
por un ejército de ángeles para proteger con sus alas
plumosas a la pequeña y que le borraron el miedo soplándole
suave sobre los ojos y que pintaron un cielo de estrellas
ante su mirada y entre las estrellas el rostro amado de su
madre, para que fuera esa escena y no el brutal careto del
criminal, la que la niña recordara a su llegada al Paraíso.
Suhaila murió rodeada de ángeles y de estrellas, se lo juro
a ustedes, que lo sé y lo siento y el corazón me dice que,
en su último suspiro antes de llegar al túnel susurró el
nombre de su madre. Será que todos los niños mueren llamando
a sus mamás, en todas las religiones y ninguna religión y
ninguna cultura puede negarme el hecho de que, cada vez que
muere un niño, el Buen Dios hace que aparezca en el cielo
una nueva estrella y ordena que las estrellas canten nanas
mientras el pequeño o la pequeña, en el regazo de los
ángeles, viajan hacia la Luz.
Pero no son nanas tristes de niños muertos, sino canciones
de besos de madres, de abrazo de cumpleaños, son canciones
alegres como guirnaldas de luz. Por eso me pesa el que, las
luces no alumbren en Ceuta las fiestas del Ramadam , los
días grandes de Suhaila, aunque aún era muy pequeñita. Al
revés, el luto por la niña que murió entre ángeles y
estrellas debe ser un recuerdo alegre, vivo, chispeante,
capaz de arrancarle una sonrisa allá donde se encuentre,
encender cientos de guirnaldas esplendorosas en su honor y
explicárselo a todos los niños “Es para que Suhaila las vea
brillar desde el cielo, como soles pequeñitos y sepa que
lucen en su honor, porque la queremos”. Por favor, por
favor, nada de oscuridad por el recuerdo de la
niña-estrella, porque si ella reluce plateada y vivaz en el
firmamento y la podremos ver en cada anochecer jugando junto
a sus amigos, nada de tinieblas para ella y por ella. Que
decía el poeta arábigo andalousí “El luto es blanco, porque
blancas son las canas que lloran por la pérdida de la
juventud”.
Luz y calidez en su honor, que la Madre Tierra acunará
amorosa su cuerpecillo terrenal como Dios la acunará en el
Paraíso, que no hay soledades tristes para los niños que
parten antes de tiempo, sino amores y dulzuras, belleza y
seguridad, esplendor y resplandor. Porque, a los niños y a
las niñas les gustan las guirnaldas luminosas y el olor del
algodón de azúcar y de las chucherías y la música y la risa.
Que no están hechos los oídos de una niña-estrella para
escuchar ecos de lamentos, gritos de desesperación, gemidos
de pena, porque la niña puede sentir ese dolor lejano,
lacerante y no ha de ser así, sino sentir si acaso lágrimas
dulces que lloran su ausencia, besos al aire que le llegan
al instantes, caricias perdidas que acariciarán sus ojos.
Y, en honor de la niña, Ceuta debería regalar luz, tanta luz
que opaque a las estrellas, que compita con ellas, que les
eche un pulso de amigos de la tierra que recuerdan a una
amiga del cielo, a una niña bonita llamada Suhaila, nada de
negruras, nada tenebroso. ¡Ay si los hombres
comprendieran!... Pero no comprenden los deseos de una niña,
ni le hacen la ofrenda sutil, hermosa, de guirnaldas de luz
explicadas a otros niños, ni les explican que hoy, ahora,
Suhaila, sonríe feliz mientras le cantan una nana de
estrellas.
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