Labia: A ocho kilómetros al
noroeste de Cork se encuentra el pueblo irlandés de Blarney.
En lo alto de la muralla del castillo que allí existe, hay
una piedra triangular -la “piedra Blarney”- con el nombre de
su constructor y la fecha de su edificación. Cuenta la
tradición que el que bese la piedra Blarney poseerá el don
persuasivo de la elocuencia. No es fácil lograrlo, porque la
única manera de alcanzar la piedra es colgándose cabeza
abajo, de una forma muy difícil. Por eso cuando alguien
posee un “pico de oro” se dice que “ha besado la piedra
Blarney”, y a los discursos se les llama blarney (labia).
En los partidos políticos, a poco que preste la atención
debida, pocos son los barandas que me hagan pensar que
estuvieron en su momento arriesgando en esa parte de Irlanda
donde se aprende a decir las cosas con estilo.
Buffon (nada que ver con el portero italiano, eh)
sentenció: “El estilo es el hombre ¡Todo el hombre!”. Quería
decir que el estilo no es más que el orden y el movimiento
que el hombre pone en la organización de sus propias ideas.
Y alguien, que sabía de qué va la cosa, nos dijo: “Que es
cierto también que, para que sea verdaderamente “estilo”, ha
de poseer, al menos, uno de los dos grandes recursos
tradicionalmente requeridos para seducir a una mujer: el
arte de agradar y el arte de interesar. Eso es, pues, el
estilo: el arte de la seducción”.
Saber hablar, y hacerlo bien en público, debe ser lo más
principal en un político. Porque lo que cuenta no es lo que
se dice, sino cómo se dice. Ahí radica el supremo misterio
del estilo.Y así lo entendió, a la vejez viruela, aquella
mujer de un político francés, que había llegado a ser
ministro de la Tercera República. Resulta que en la
intimidad del hogar su marido le parecía vulgar, vacío,
insignificante. Y en vista de que estaba ocupada en
discurrir de un salón a otro, de una boutique a otra, se le
ocurrió un día la insólita idea de asistir a una discusión
parlamentaria. Entró en el Parlamento cuando su egregio
marido estaba pontificando desde el banquillo azul. Se
sentó, miró y escuchó. ¡Y comprendió! Comprendió cuál había
sido, al menos para su consorte, el secreto del éxito. El
hombre sabía hablar. Sabía decir las cosas más banales de
manera interesante, y las cosas aburridas, de manera
agradable. Era un seductor de profesión.
Desparramo la vista a mi alrededor, en cuanto concierne a
los políticos locales, y me resulta imposible poder destacar
más de dos o tres que sean capaces de mostrarse como
oradores notables y a quienes uno desee seguir con interés y
oír con suma atención. Una triste realidad, que evidencia la
incuria en que caen quienes, por sus cargos, están obligados
a mejorar en todos los aspectos.
Y el saber hablar es, cómo no, primordial. Cuán necesaria es
la verbosidad persuasiva, la gracia en el decir... La labia
adecuada para hacer frente a los problemas que se vayan
presentando. No hay situación más triste y que produzca más
desesperanza que la de ver a un político pasando las de
Caín, encima de un estrado o en su escaño, porque no acierta
a expresarse con la corrección debida y se pierde por
vericuetos ininteligibles y que producen grima y risa a
partes iguales. Y ya no digamos nada de los que para
destacar hacen uso y abuso del todavía vigente español para
eurogilipuertas. Deberían leerse el diccionario que publicó,
en su día, Luis Diez Jiménez.
Pues bien, cuando estamos tan faltos de políticos capaces de
persuadir con la palabra, de expresarse con elocuencia,
resulta que Emilio Carreira, una de las pocas voces
que trinan en el desierto, parece marcado con la cruz de la
extinción. Sería, caso de ejecutarse la orden, un atentado
en toda regla contra quien se preocupó de besar la “piedra
Blarney”.
|