El editor de este periódico, a
quien suelo ver de higos a brevas, me ha dicho que
últimamente vengo hablando mucho de fútbol. Y debe ser
verdad, pues me consta que él se lee cuanto escribo. Pero en
sus palabras he notado algo así como que no vayan a creer
los directivos de la Asociación Deportiva Ceuta que aquí
gustamos de airear los defectos que tiene el equipo. Pues no
es así. Y quienes lo crean se equivocan y desconocen mi
forma de actuar.
Lo que sucede es algo muy normal: se me ha pedido que opine
de la ADC, por parte de personas muy comprometidas con el
club y seguidoras acérrimas de éste, y me he visto obligado
a acceder. De ahí que haya ido al Murube a ver los dos
partidos que se han jugado ya. Tampoco le puedo hacer ascos
a los lectores que buscan mi parecer, aunque en el empeño
puedan muchos de ellos acordarse de todos mis muertos. Lo
cual es algo que tengo asumido. Ante esas circunstancias, no
sé si terminaré por aburrirme y desertar del campo, o bien
seré un asiduo de los partidos de casa y un seguidor
constante de salita de estar, en cómoda butaca, cuando
funcione la televisión.
Por cierto, ambos encuentros, es decir, los jugados frente a
emeritenses y marbelleros, los he visto a la vera de Pepe
Jordán. Un tipo que arbitró en categoría nacional y con
quien pegar la hebra supone siempre un placer. Algo raro en
mí, puesto que me agrada ser espectador solitario para que
nada distraiga mi atención de cuanto acontece en el césped.
Aun así, o sea, a pesar de ver los partidos intercambiando
impresiones con Pepe, no sólo pude darme cuenta de los
problemas del equipo, sino que también, aunque sea lo de
menos, Jordán es testigo de que cuanto le iba diciendo se
fue cumpliendo con la misma exactitud con la que dicen que
funcionan los relojes suizos.
En no pocas ocasiones, he escrito que en el fútbol actual se
impone que el entrenador tenga en las gradas a alguien, con
capacidad futbolística suficiente, para que le recuerde los
errores que se producen en el terreno de juego y acuerden de
qué manera se pueden enmendar. Me explico: yo estaba sentado
muy cerca del lugar por el cual transitaba Carlos Orúe,
enfrascado en parar las arremetidas de los jugadores del
Marbella, quienes avisaban constantemente que podían batir a
Novoa. Pero el entrenador no acertaba o los
futbolistas no lo entendían.
Desde mi posición, y con la tranquilidad que produce el ver
los toros desde la barrera, me daban ganas de ponerme en
contacto con el buen técnico jerezano, a fin de indicarle
que sus problemas podían ser solucionados en un periquete.
Que tenía una brecha abierta en el lado derecho de su
equipo, por la que entraban los visitantes como Pedro por su
casa. Un agujero que, de no arreglarse deprisa y corriendo,
hundiría irremisiblemente la embarcación. Miraba, una y otra
vez, los esfuerzos que hacía Amézaga, por ejemplo,
por remediar los ataques en oleadas que recibía por su lado.
El hombre pedía ayuda, pero ésta no le llegaba nunca; si
exceptuamos los cruces que hacía el omnipresente Sandro.
¡Que poco aportaba De Gomar a la hora de defender!
Estuvo todo el tiempo más pendiente de aprovechar el fallo
de sus rivales que atento a parar los contragolpes de su
marcador. Y ese pasillo lo aprovechaba el Marbella para
atacar y, de paso, destrozaba todo el orden del medio campo
y ponía de los nervios a los defensores locales. Perdido
Ramírez, ausente Narváez, y sin participar
Navarro, la parcela central se convertía en un calvario
para el bregador Víctor Vía. Lo ideal hubiera sido
tapar la vía de agua, nada más producirse, y entonces el
enorme esfuerzo de Herrera y, cómo no, de Sandro,
habrían tenido premio. Tal vez el de la victoria. El fútbol
es así...
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