Había vivido desde su nacimiento en Mea Chearin, el distrito
más ortodoxo de Jerusalem, donde se decía haber corrido más
sangre y haberse sufrido más durante la Guerra del cuarenta
y ocho.
Era Meir un niño de la Escuela Talmúdica, cerca del Muro de
las Lamentaciones, por lo que su formación personal y
religiosa fue perfecta, todo en consonancia con los
preceptos que debería guardar a lo largo de toda su vida.
Ocurrió que un precioso día, en una radiante tarde de
primavera en la que el cielo daba la sensación de querer
tocar la tierra, los chiquillos salieron de la clase para
jugar, y no recordaba hoy exactamente, a quién, tal vez
Marco, el travieso e intrépido del grupo, se le ocurrió la
desafiante idea de subir a la "Ciudad Prohibida", al
Sepulcro de Josué, donde llegaba tanta afluencia de
peregrinos en aluvión, venidos de diferentes países y
culturas, que iban a rezar de otra manera distinta a la
suya. Se sabía que aquello era una enorme temeridad que
merecería después un estruendoso castigo, si los pillaban
con las manos en la masa, pues suponía salirse de las normas
establecidas, por lo que podría constituir un pecado
gravísimo e imperdonable. ¡Pero los niños son impredecibles!
Aprovecharon el gentío para camuflarse a escondidas y no
causar asombro entre los suyos y se esparcieron por las
oquedades de unas sugerentes dependencias interiores en
medio de aquel recinto oscuro.
La providencia hizo que Meir quedase a solas en una cueva
sin luz. Se perdió de su grupo y en su nerviosismo y algo de
miedo, no sabía cómo ingeniárselas para regresar de nuevo
con ellos. En lo que se tarda en dar un leve suspiro, una
silueta de Mujer se hizo presente. Le sonreía en silencio.
Llevaba manto azul y túnica blanca. Meir quería moverse y
huir, pero se hallaba completamente petrificado, inmóvil,
mudo y aterrado.
¿Sería aquella la cueva del Enterramiento del Rabí?
No quería ni pensarlo del miedo que invadía todo su ser. La
Mujer le abría los brazos para atraerlo hacia sí, pero Meir
guardaba las distancias. Creyó oír Su voz dulce y sonora:
"Llegará un día en que me buscarás, jovencito Meir".
Luego, una voz sugerente, templada, varonil, espaciosa y
convincente, parecía brotar de aquel sitio, como si de una
fuente caudalosa se tratara. Y oyó:
-"Soy Jesús de Nazaret. Estoy aquí entre vosotros. Os quiero
mucho a todos". Y Meir, casi como un autómata embelesado,
sin saber nada ni ver nada, preguntó:
-"¿Qué quieres de mi?"
-"Sigue mi Camino. Sigue mis pasos. Sigue mis huellas… y no
olvides escribir. Tus manos escribirán hasta el final de tus
días, pues darás testimonio de cuanto ocurra a tu
alrededor".
Ya no oyó más. Sin saber cómo ni por qué, dejó de tener
miedo, y una paz interior, una felicidad inaudita que
provenía de ningún lugar exterior más que de sí mismo, le
invadió de súbito. Era como estar atrapado en medio de unas
redes sobrenaturales. Y de repente, se hizo la luz; así que
los amigos que buscaba los encontró enseguida.
Pensativo, silencioso, siguió con su grupo, camino de la
ciudad judía saliendo por la puerta llamada Hafa, al barrio
donde él vivía tan felizmente con sus padres y demás
familia. Guardó en su corazón el tremendo secreto que no
podía de ningún modo desvelar a nadie, pues se hubiese
metido en un terrible problema, y eso Meir no lo quería por
nada del mundo, por tanto, lo guardaría para siempre como
joya de valor incalculable.
A partir de aquel momento, una luz interior encendía
constantemente su alma. Sentía una gran curiosidad por saber
quién era este Maestro del que ninguno de sus profesores,
los rabíes más afamados del mundo, querían hablar. Nada
menos que eran doctores de la Ley a los que venían judíos de
todos los continentes para ser informados y bendecidos en
las fiestas principales de las Pascuas.
Nadie le daba razón a sus preguntas, por lo que no podía
satisfacer sus inquietudes. "No preguntes más por Jesús,
Meir, que no te daremos respuesta alguna acerca de Él. No
debéis confundiros los chicos judíos. Las enseñanzas
rabínicas no comprenden el conocimiento del Maestro".
Pero ya el joven había sido impregnado de un amor diferente,
tocado por una mano invisible y su inquietud, por saber,
había él decidido saciarla. Esperaría a la excursión
prometida para las fiestas de Hanucá, a Nazaret. Iban a
conocer un pueblo con mucha historia, con unas vistas entre
colinas que le hacían muy pintoresco, desde donde se veían
los montes del Hebrón, húmedos, umbríos y verdes, y
descansarían en los campamentos estudiantiles para
participar en convivencias con otros jóvenes estudiantes de
otras localidades. Debían conocerse los israelitas de todos
los lugares de Israel e incluso del mundo, y compartir ideas
y emociones.
Cuando llegó al fin el ansiado día, hizo Meir lo que tenía
de antemano previsto y decidido hacer. Y cuando ya habían
tomado el almuerzo y por grupos se disponían a charlar,
reírse o dormitar esparcidos por mitad del campo de
castaños, olivos y alcornoques, él se marchó son que apenas
nadie se percatase de su ausencia, hacia la parte prohibida
para ellos, donde se encontraba el entorno de la casa de
Nazaret, donde se decía que había vivido Jesús y donde
María, Su Madre, recibió la visita y el aviso del Arcángel
Gabriel. Tenía gran curiosidad por conocer el lugar,
imaginando y suponiendo lo que allí había ocurrido. No le
costó mucho llegar, pues el sitio era visitado asiduamente y
los pasos de los otros llevaban a Meir a donde él pretendía
acudir.
Por fin se encontró en uno de los habitáculos de la pequeña
morada. A solas, miró con gran curiosidad a todos los
rincones. Apenas le dio tiempo de reaccionar.
De nuevo pudo oír primero el canto de unos salmos esta vez
en arameo antiguo, que Meir había estudiado en la escuela
talmúdica, y luego con nitidez una voz femenina, que él
intuyó podría ser de María, por la similitud con la voz
primera en el Calvario, le sorprendió:
-"Meir, ¿tú me amas?", le preguntó- Y el joven,
instintivamente y con emocionado temblor, le contestó que
sí. La voz prosiguió:
-"Yo te quiero a ti mucho más… Grandes acontecimientos os
esperan. Parecéis dormidos. No os dais cuenta de lo que
subyace en las tinieblas. Pero, no te aflijas. Mira al
cielo. Mira mi manto de estrellas".
Meir alzó la vista y vio cómo el cielo semejaba haber bajado
a la tierra, hasta el punto de casi poder ser tocado con las
manos.
La bóveda estaba completamente azul-celeste y se había
cuajado de estrellas. Era estremecedor estar presente en
aquel grandioso espectáculo. Sintió cómo una mano le frotaba
la espalda. Y Meir preguntó:
-"¿Qué significa esto, Señora?"
-"Pronto lo sabrás"- Le contestaba la voz. Y la voz se
despedía pidiéndole que pasado un tiempo volviesen a
encontrarse en otro último punto de reunión: en Belén de
Judea.
En efecto, luego llegaría el momento cuando todos supieran
de sus preciosas experiencias, que como una Madre, lo había
estado limpiando en forma simbólica, de cuanto malo
quisieran culparle los demás, por falta de entendimiento
hacia su persona y sus experiencias.
Era muy tarde, tenía que emprender de nuevo camino de
regreso donde se encontraban los demás y después aparentar
con despiste que "aquí no había pasado nada". Tan sólo se
había marchado a dar un paseo por los alrededores del pueblo
y conocer algo más de su historia contada por los lugareños.
En casa ya, de vuelta de la maravillosa excursión incluida
su sorprendente e increíble experiencia, meditó y resumió
decidido que llegaría a conocer, el final de cuanto le
estaba sucediendo…
Habían transcurrido algunos años. Aquel joven de Jerusalem a
punto de terminar los estudios de periodismo, podía ahora
permitirse unos días más de asueto, coger un autobús en la
tajaná mercasí, la parada principal del autobuses, para
tomar camino hacia Belén. Esta vez no necesitaba decir a
nadie lo que haría ni a dónde iba, ya era mayorcito para
dirigir sus pasos de la forma más apropiada, según su libre
criterio.
El lugar estaba relacionado con un antiguo pesebre en el
interior de una antigua posada de hacía más de dos mil años.
A solas otra vez. Entró en el pequeño recinto y enseguida
tuvo la sensación de ver muchos pájaros bañados de distintos
colores, rodeando a la bellísima María con túnica blanca,
manto azul hasta los pies y cinturón brocado en oro
haciéndole aún más hermosa su presencia.
Ángeles colocados en semicírculos que sostenían diferentes
instrumentos de orquesta y cantaban himnos alegres en honor
a la Santa María.
Árboles con ramas abundantes, luces que caían del cielo
formando figuras preciosas y diversas. Ella aparecía con el
Pequeño Jesús en sus brazos y sonriente le hablaba así:
-"Meir, mi hijo amado. Debes volver a esperar. Espera el
Gran Aviso. Medita en tu corazón mientras acabas tus
estudios. Pues a ti te elijo, si quieres, para anunciar
entre nuestro pueblo lo que aquí pasó. No lo demores. Espera
los cielos nuevos y la tierra nueva, en donde habitará la
Justicia, la Paz y el Amor. Y no dudes; ni te canses hasta
cumplir con tu misión. Sé pluma al viento movida por los
hilos celestiales, sin que nadie sepa de dónde vienes ni a
dónde vas, ni tus más profundos e íntimos pensamientos.
Yo te manejaré como quiera para hacer la voluntad de Dios.
Y ahora, vete en paz".
¿Cómo no iba a cambiar Meir su destino? Así, siendo tan
amorosamente amado y en la esperanza de servicio, pasaría el
resto de sus días.
Mucho más aún, cuando muchos de su Pueblo perecían por causa
de los falsos impostores semejantes a setas envenenadas, que
se filtraban para confundirlos.
Él era ya hoy un famoso y reconocido periodista. Daría
testimonio de cuanto le había acontecido y de todo lo que
quedase aún por ocurrir. Pasara lo que pasara él sería fiel
a los principios en los que tan maravillosamente bien había
sido educado.
Meir estuvo estudiando tanto la Torá, que en el fondo no
veía más que una continuidad de la misma en su persona. Él
no era una excepción a la regla. Y recordaba cómo Abrahán
vio al ángel que le anunciaba el nacimiento de su hijo. O el
padre de Tobías consolaba a su esposa y la animaba cuando su
hijo se marchó:
-"No llores… Nuestro hijo volverá sano y salvo… Estoy
convencido que un ángel bueno de Dios lo acompañará y
volverá feliz con nosotros…"
Eran tantas y tantas las intervenciones celestiales para
encaminar y salvar el mismo Dios a sus protegidos, que Meir
no tenía ninguna duda de que algo increíble, maravilloso, le
estaba ocurriendo. Y se sentía bien seguro de que algo
especial le tocaba anunciar a los suyos muy pronto. Como
periodista, no tenía más que cumplir su misión con
exactitud, pues así también se lo habían enseñado…
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