Leo que ha muerto Oriana Fallaci,
una periodista de verdad y una escritora capaz de ponerse el
mundo por montera en momentos cruciales y peligrosos. A mí
me atraía todo lo que esta mujer escribía cuando era
corresponsal de guerra. Y, sobre todo, me pirraba por sus
entrevistas.
Sus preguntas llevaban siempre la marca de quien trataba por
todos los medios de poner a sus entrevistados entre la
espada y la pared. Ni siquiera les concedía ese derecho de
confiarlos de principio con la amabilidad preparada a
propósito.
No se permitía el menor respiro y, por tanto, tampoco podían
disfrutarlo quienes se sentaban frente a ella. De ahí que,
por ejemplo, Leopoldo Fortunato Galtieri, general
argentino catalogado de “duro” y responsable de la guerra de
las Malvinas, perdiera los nervios ante la inquisidora
Oriana y a punto estuvo de agredirla.
La Fallaci lo tenía casi todo: era alta, vestía con sobria
elegancia y era capaz de irse a la guerra de Vietnam y
adelantar acontecimientos que luego se fueron cumpliendo
inapelablemente. Era temida, odiada, querida y amada a
partes iguales. Ganó fama de reportera intrépida que se
jugaba la vida allá donde había una revolución, una guerra,
un golpe de Estado o se atrevía a indagar entre los
coroneles griegos que se sublevaron en su día.
Cuando sus enemigos, que eran muchos y que no le perdonaban
ni la fama ni la celebridad alcanzadas, la tachaban de
hacerse la valiente, ella respondía con rotundidad y un par
de ovarios: “No me hago la valiente, es que lo soy”.
Fue durante mucho tiempo la figura en la cual se miraban las
jóvenes periodistas. Cualquier comparación con la Fallaci
era un halago y un galardón que jamás olvidaría la premiada.
Y, por si fuera poco, se declaraba feminista pero indicando
el camino que debían recorrer las mujeres, en sus diferentes
posiciones, para alcanzar el respeto y la igualdad
necesarios.
No era extraño, pues, que en los años sesenta y setenta la
italiana fuera el centro de la atención de innumerables
mujeres. Y, desde luego, los hombres más poderosos del mundo
intentaban por todos los medios camelarse a aquella hembra
con tamaño carácter y tan dispuesta siempre a jugársela.
Se dice que apabulló a Richard Nixon durante una
entrevista y que dejó boquiabiertos a Salvador Allende,
a Jean-Paul Sartre, a Pablo Picasso... Cierto
que a todos consiguió retratarlos de manera extraordinaria y
supo describir, como nadie, el ambiente en el cual se
movían. Sin embargo, la entrevista que quedó como ejemplo
del buen desempeño periodístico, se la hizo al
vicepresidente saliente Deng Xiaoping, cuando en la
sociedad China reinaba la euforia desmaoizadora.
Se unió a Helenio Herrera. Amistad que nació de una
entrevista que le hizo a otro personaje polémico,
controvertido, famoso, y capaz de darle coba al lucero del
alba. La muerte del prestigioso entrenador la dejó tocada de
un ala y vivió su retiro en silencio hasta que ocurrió lo de
las Torres Gemelas. Enferma de cáncer y ciudadana
estadounidense, se irguió con furia y escribió con la prosa
urgente de los grandes periodistas un ensayo demoledor
contra la cobardía de un Occidente acojonado por los
terroristas.
Fue leída con avidez y, como siempre, sus escritos
dividieron a la opinión pública que volvió a darse cuenta de
que Oriana Fallaci, a pesar de su enfermedad y de vivir en
situación de reserva, podía aún hacerse leer, oír y notar.
Sabía que le quedaba un suspiro de vida y quiso intervenir
para demostrar que ni siquiera la enfermedad le había
privado de ese valor innegable que la había distinguido
siempre. Hoy, enterado de su muerte, ruego por tan grande
mujer.
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