La semana pasada decidí citarme
con el futuro. Septiembre es un mes que invita a recomenzar.
Yo me senté en la arista del presente, quería preguntarme y
preguntarle al mañana sobre tanta locura sembrada,
convencerme de que el universo todavía sigue vivo y que la
vida tiene porvenir, a pesar de tantas inseguridades y
desasosiegos. Al fin y al cabo, somos un corazón en el aire,
un latido en la inmensidad del cosmos en la que no cabe
malograr la existencia. Si el hombre falla –como predijo
Dámaso Alonso- volvemos otra vez al vacío y a la batalla del
caos. No me gusta, en consecuencia, que transite por las
calles la rabia o que la venganza avive el odio. El pasado
puede servirnos como enseñanza y el presente como lección.
Considero, además, que es bueno dejarse llevar por el poeta
que todos llevamos dentro, la lengua que hablaron en el
inicio del inicio y tras el inicio de la vida, nuestros
antepasados. Sólo, a través de la poesía, se puede hablar de
suspiros. Es un lenguaje que nos une, una música que nos
hermana. Soy, pues, de los que piensan que vale la pena
plantar ese árbol en nuestro diario expectante y esperar que
germine.
La esperanza del mundo pende de nuestras andanzas, pero
sobre todo del aliento de los escolares. Son el futuro. Por
ello, estimo que el mejor programa educativo será aquel que
convierte al alumno en un buen ciudadano. En educación
debemos dar el todo por el todo. Las confrontaciones
políticas no tienen sentido. Dejémoslas a un lado, en favor
de pactos consensuados. Está en juego nuestro propio rumbo.
Por desgracia, el gasto público educativo de España está
todavía por debajo de la media actual de la Unión Europea.
Necesitamos que también en esa Europa del conocimiento,
nuestros escolares tengan buenos cimientos para coronar el
sueño de aquellos intelectuales que apostaron por la
apertura. Desde luego, invertir en instruir e ilustrar,
cuanto más en verdad mejor, es una buena apuesta. Máxime, si
se tiene en cuenta que se educa para la vida, o sea para
avanzar en humanidad, con cierta dosis de templanza y un
caudaloso río de virtudes, ante aprietos y obstáculos que
nos van surgiendo en el camino.
El conocimiento, en continua evolución, no puede abandonar
cuestiones cívicas o valores morales. Sería como aprender
sin recapacitar. Las mayores dificultades siempre están en
saber discernir qué camino tomar y de cuál fugarse, qué
puente hay que pasar y de qué puente hay que huir, qué cauce
hay que beber y qué cauce hay que dejar correr. Un plan de
enseñanza que no camine en esta línea formativa de
pensamiento interior, de hacer pensar y de madurar la manera
de sentirse a gusto en la vida, me parece que es un error.
No olvidemos que el mañana es la oportunidad de los mejor
formados, que por ende serán, los más valientes y seguros.
La idea aristotélica de que el sabio no dice todo lo que
piensa, pero siempre piensa todo lo que dice, nos afianza y
refuerza lo dicho. Seguramente nos ahorraríamos muchas
embestidas que luego nos hacen resentir el alma.
Hablando de sensaciones. Hay un sentir común que parece
alertarnos. Nos preguntamos qué lírica tendrá nuestro futuro
en este salto de la globalización cultural. Se han
derrumbado muros, abierto fronteras, pero seguimos sin
conseguir descifrar malentendidos o sin poder dar respuesta
contundente a los que cultivan la violencia. Al final,
resulta que sólo hay una llave para la caballerosidad, es la
urbanidad que hoy no se enseña en las escuelas. Se promueven
otras crianzas de efectos infernales, sin afecto compasivo
alguno. La rivalidad mal entendida, la lucha por el poder
mal fomentada, son evidentes ejemplos. Pedimos una nueva
civilización plenamente humana y nunca, como el momento
actual, ha habido tanta distinción de clases. A lo mejor
tendríamos que reflexionar sobre los actuales objetivos de
la educación, puesto que el fracaso escolar está a la orden
del día y los docentes decaídos como las hojas del otoño.
Así no se pueden formar personas aptas para valerse por sí
mismas y no dejarse comprar por el primer cuentista de
turno.
En demasiadas ocasiones, el pueblo dice sentirse amenazado
por la politización de ciertos derechos que son propios de
cada persona. Personalmente, prefiero las leyes poéticas
antes que las leyes políticas. Estas últimas, a mi juicio en
sobreabundancia, descansan en la fuerza del miedo a la
sanción, en el cumplimiento de la pena impuesta. Las otras,
las que existen en todas partes como la poesía, siguen el
principio natural de vivir y dejar vivir. No exigen nada y
lo exigen todo. Tienen un cierto anhelo espiritual y una
auténtica explosión de claridad y clarividencia, que hasta
pone al silencio labios. Creo que la humanidad venidera, de
Oriente a Occidente y de Norte a Sur, deberá afanarse, con
sabia reflexión y audaz desvelo, en buscar puntos que nos
acerquen. Entre la angustia y la esperanza, el futuro de la
sociedad ha de confluir bajo la sombra de la aceptación
cultural. Este destino será el que las personas cultiven con
su libertad responsable sostenida por la educación.
Europa puede parecer vacilante, los españoles podemos estar
agobiados e inquietos ante la avalancha de inmigrantes, pero
también es cierto que ha de nacer una persona moderna. De
entrada, crece entre culturas diversas, con lo que este
ambiente supone de enriquecimiento. Nos queda ejercitar
todas sus capacidades para el acomodo. Que el niño llegue a
ser persona y la persona ciudadana del mundo. Conseguir la
universal ciudadanía será el mejor futuro para la vida, o
sea para el ser humano. Entender la educación como la
búsqueda del desarrollo poético, también tiene sus ventajas.
Educar corazón a corazón deja huella, injerta armonía a la
persona, lucidez y maduración. Discernir lo poético de lo
prosaico conduce a saber mirar y a calzar la ponderación en
las ideas.
En esta encrucijada de la historia en busca de futuro, los
verdaderos poetas son savia siempre nueva, fuente de
justicia y manantial de libertades. Su secreto radica en el
amor a la palabra, necesidad primordial de toda cultura
humana, para interpretar y saber interpretar los lenguajes
de los diversos linajes del mundo.
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