La primera vez que le vi de cerca
fue durante su primera temporada en el Real Betis, entrenado
por Fernando Daucik y ya se había distinguido
en el Oviedo por golpear el balón de manera magistral. El
Zapatones causaba respeto porque parecía que estaba
siempre sumido en un cabreo impresionante. Yo tenía un año
menos que él cuando Portuense y Betis jugaban un partido
amistoso en el campo de Eduardo Dato. Destacaba no
sólo por su calidad sino porque, además, era alto entre
jugadores de poca estatura.
Ganó fama en el Atlético de Madrid, pero anduvo siempre
molesto por cómo Adelardo le birlaba el afecto de la
hinchada. Si el equipo ganaba los méritos tenía que
compartirlos con el extremeño. Si bien en las derrotas a
Luis le tocaba pagar los vidrios rotos. Le gustaba la
noche, y en ella hallaba siempre el consuelo para sus males,
gracias a personajes como Pepín Cabrales y
otros noctámbulos que trataban por todos los medios de
recordarle que era el más grande. Que era el santo y seña
del Atleti.
Se hizo adicto de esas adulaciones por parte de quienes
estaban catalogados de maestros de la ocurrencia, del halago
brillante, del latigazo de guasa... Frecuentó a toreros,
cantaores, artistas venidas a menos o en estado de gracia, y
sobre todo a ciertos bufones que le jaleaban sus salidas de
tono, unas veces; mientras en otras esos mismos tiesos
hacían enormes esfuerzos por levantarle los ánimos. Y en
medio de toda esa farándula, comenzó a ejercer su casticismo
de barrio y a echarse para adelante.
En el verano del año 72, cuando aún era jugador en activo,
llegó Luis al Curso Nacional de Entrenadores, celebrado en
Madrid, bajo la dirección de Pepe Villalonga,
presionado por sí mismo. Quería ser el número uno de una
promoción de entrenadores en la que se habían dado cita
nombres famosos del fútbol español. Gento, Amancio,
Fernando Yosu, Tartilán, Luis
Costa... Llevaba bien aprendida la teórica, pues se le
notaba que se había leído todos los apuntes editados por la
Escuela de Entrenadores Castellana. Sin embargo, en la
práctica acusaba inexperiencia. Ni que decir tiene que se
llevó un berrinche cuando se vio superado por Luis
Costa. Un tipo entrañable.
Un día, el buen hacer de un equipo entrenado por mí hizo
posible que le disputara una eliminatoria copera al Atlético
de Madrid. Quedamos citados para hablar en El Caballo
Blanco de El Puerto y allí acudí con alguien que lo
frecuentaba cada dos por tres, en Casa Lucio. Era
Pepe Jiménez Bigote. Éste, del atleti fetén, le
recordó que su infelicidad radicaba en no haber podido jugar
en el Madrid. Y a Luis se le encendió el rostro y dio
muestras de estar dispuesto a retorcerle el cuello a Bigote.
Pero, conociendo al personaje, decidió tragar quina. Por lo
que me dijeron, esa escena se repetía muchas veces en el
Madrid de los Austrias.
Luis, que había recibido todos los informes de Martínez-Jayo
sobre nuestro equipo, no dudó en alinear al equipo titular:
el de los Pereira, Leal, Leivinha, etc.
En Madrid, en una noche de viento y agua, tampoco quiso
perderle la cara al partido y repitió a los habituales.
Elogió mi trabajo y yo pude comprobar que en las distancias
cortas daba mejor impresión, mucha mejor, de lo que
aparentaba. Nada que ver con esa actitud de jaque que le ha
otorgado Relaño. Cuando volvimos a encontrarnos en
Ceuta, durante un torneo veraniego, confirmó lo que ya sabía
de él: hablaba de fútbol por los codos con quien él
comprendía que chanelaba de la cosa y miraba con
indiferencia a los advenedizos.
Aquel Luis, que tanto respeto me merecía, no tiene nada que
ver con el que, días atrás, asaetado a preguntas por José
Ramón de la Morena y otros periodistas, se mostraba
desnortado. ¡Qué pena!
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