Cuando uno habla con los
políticos, en estos momentos, tiene la sensación de que está
ante personas sumidas en un mar de confusiones. Pues dejan
entrever un estado de intranquilidad producido por no saber
con certeza si aparecerán nominados en las listas
confeccionadas por la ejecutiva de su partido. Conviene
aclarar, antes de seguir adelante, que también los hay
convencidos de que no prescindirán de ellos. De cualquier
manera, el nerviosismo, por diversos motivos, es tan general
como palpable. Y ello les impide centrarse en el trabajo.
Aunque hacen de tripas corazón para ganarse afectos perdidos
y simpatías dilapidadas, cuando se vieron en la cresta de la
ola y decidieron escupir fuera del tiesto.
Pues lo peor del mandar es que trastoca las cabezas hasta
límites insospechados. Tal es así que Benito Pérez Galdós,
en uno de sus Episodios Nacionales -creo que el referido al
sitio de Gerona, cito de memoria-, dice que el mandar
trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los
tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al
honrado desvergüenza.
Como verán una descripción perfecta de quienes ostentan
cargos y que no ha perdido un ápice de veracidad a pesar del
tiempo transcurrido. No me extraña, pues, que pronto los
partidos vuelvan a convertirse en un hormiguero de intrigas,
de ambiciones, de zancadillas... Donde todo vale a cambio de
no perder el puesto apetecido o bien de obtenerlo por
primera vez contra viento y marea.
Todo ese bullir de políticos de pacotilla, dispuestos a lo
que fuere con tal de alcanzar su propósito, debería ser
controlado por los dirigentes de mérito, que, si bien son
pocos, es verdad que los hay. Políticos con arrojo para
sobreponerse a los otros: a los badulaques y ambiciosos sin
límites, pero carentes de las cualidades necesarias para
situarse en despachos de ordeno y mando.
En los partidos son imprescindibles personas que saquen a
relucir el carácter y pongan el orden consiguiente para
impedir que los peores y, sobre todo, los mediocres y
arribistas, obtengan el premio Gordo de Navidad. Es decir,
un puesto en la Asamblea remunerado como si fuera matador de
toros de los primeros del escalafón. Lo cual es, sin duda,
tarea muy complicada. Pero es ahí, precisamente, donde Juan
Vivas ha de revelarse, de una vez por todas, como alguien
capacitado para elegir a los mejores.
De no ser así, mucho me temo que alguien pueda tildarlo de
no estar a la altura de las enormes expectativas que su
persona sigue generando entre los ciudadanos. Y, desde
luego, no debe temblarle el pulso a la hora de seleccionar,
con verdadero mimo y sin pararse a pensar en rencores ni
rencillas pasadas, a cuantos hayan demostrado que son los
más válidos o puedan serlo en los años venideros.
El hecho de que me dirija al PP, y concretamente a Juan
Vivas, es porque no me cabe la menor duda de que los
populares volverán a ser los ganadores de las próximas
elecciones. Y que lo harán, además, de forma arrolladora.
Por lo tanto, si los votantes están decididos a confiar
ciegamente, otra vez, en el hombre que cuenta con más
crédito político en la ciudad, a éste le corresponde ser el
que seleccione a las personas que han de trabajar cuatro
años más a su vera.
Sé que tantas veces decida yo insistir en este asunto,
tantas me seguiré ganando las iras de quienes no quieren que
Vivas sea el hacedor de su equipo de Gobierno. Por razones
obvias. Sin embargo, y en vista de que a mí me importa un
pito lo que piensen algunos sobre mí, prometo no decaer en
el empeño aunque me tachen de plúmbeo. Todo antes que en
esas listas aparezcan nombres de personas poco válidas pero
que son muy hábiles como cucañeras. Así que oído al parche,
presidente.
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