Contaminar está a la orden del
día, a pesar de que la ley nos ordene sanear los aires y
preservar la naturaleza. Alterar la pureza de las cosas e
intoxicar también es un diario que no cesa y que, además, se
contagia. Hasta por Internet, una legión de atrevidos, nos
quieren contaminar el disco duro con sus ideas comerciales.
El dicho de que todo se compra y se vende, de que todo tiene
un precio, es tan real como la vida misma. De igual modo,
las jergas de los políticos suelen llevar cierta dosis de
malicia contaminante, para poder alterar el significado de
un vocablo si viniese el caso. En vista de lo visto, digo
yo: Apúntese a lo de limpiar, fijar y dar esplendor de la
Real Academia Española la clase política y cultívese menos
la real gana de hacer (o deshacer) encajes con los
caprichos. Las intoxicaciones políticas revientan la
paciencia a cualquiera, infectan lo razonable y quebrantan
el paisaje y el paisanaje, la calidad de lo creíble, desde
la mismísima ley que nos puso el Creador en el alma, hasta
la libertad de las palomas que nos puso Alberti en el
camino.
Los ambientes políticos, tanto de un signo como de otro, han
abanderado para sí la expresión de la credibilidad. Eso, al
parecer, (¡santo diccionario!), viste mucho. Me refiero a lo
de sentirse creíble. O sea, viable para la política. Nombran
lo de sentirse respaldados en doquier esquina, sobre todo en
los almuerzos que paga el pueblo con sus impuestos, mientras
paladean el regusto de la erótica del poder, adjetivando
desde todas las tribunas sentirse queridos y arropados.
Algunos suelen ampararse en credos que nos los reconoce
nadie, contándonos unos cuentos para ciegos, como si
fuéramos párvulos o fuésemos palmeros. Porque ahondando en
su fe de vida, o en su crédito de obras, no se encuentra por
ninguna parte valores de coherencia, testimonios de
transparencia y honradez en la gestión pública, que nos
hagan cambiar de juicio. Unos han tomado la política como
profesión que enriquece y no como servicio desinteresado;
otros tienen ansias enfermizas de poder que les pierden; y
lo que menos les importa a unos y otros es que el ciudadano
pueda llegar a final de mes con cierta holgura, y que las
colas (las del médico, las del especialista, las de
tráfico…) no las soporten siempre los mismos, los que nada
tienen en este universo de pillos.
Claro que sí, que se necesitan políticos auténticos,
dispuestos a estar en guardia siempre, para hacer valer la
autoridad de la verdad y responder a todos los auxilios
ciudadanos. Esto es un tajo difícil de sobrellevar mucho
tiempo, pues nada, los hay que llevan toda la vida de
servicio, mejor sirviéndose del servicio. Con este panorama,
tengo que decir, que la credibilidad no se gana de boquilla.
Cuando digo: Creo en lo que tu hablas, el significado es
bien patente, significa fiarse de la persona que dice lo que
piensa y hace, conlleva el estar convencido de que el
lenguaje que utiliza corresponde a una realidad objetiva
¿Cuántos políticos actuales caminan en esa dirección? La
contaminación política es un vicio muy cimentado en el
momento presente, un mal de males que nos deja desnudo de
valores. Faltan atmósferas de corazón puro que hablen claro
y hondo, que pongan los acentos en la palabra justa, que se
preocupen (y ocupen) de limpiar impurezas, tanto físicas
como morales. Nos indignamos, con razón, al ver imágenes de
bosques quemados o mares con aguas contaminadas, pero no
hacemos lo mismo cuando vemos los cebos de impurezas que se
ofrecen a nuestros niños a través de televisiones,
películas, Internet, o libros, incluso de texto que rayan la
inmoralidad con verdadero descaro.
Hay que renovar la credibilidad política, las líneas de
conducta y actuación. La sociedad está más bien defraudada
de esta clase política que sólo sabe jugar al engaño. El
vendaval de corrupciones e injusticias consentidas, vicia
las instituciones y degrada la democracia. El daño es
grande. Por ello, hace falta tomar un compromiso serio con
los principios morales. Son exigencias éticas fundamentales
e irrenunciables que ningún partido del arco democrático
puede volver la espalda. La mejor manera de llegar a las
gentes radica en tener el convencimiento de poder llevar a
cabo una política auténticamente humana, lejos de
partidismos. La confianza se gana día a día, a pie de obra,
con el testimonio de la verdad por delante. Lo que contamina
precisamente la política es no buscar ese bien común para
toda persona. Lo que genera incertidumbre, y falta de
solvencia moral, son las actuaciones de aquellas
autoridades, vestidas con el traje de la política, que
ejercen su labor en plan despótico e irresponsable.
Por mucho lavado de imagen que se haga del político de
turno, hay percepciones que no se pueden maquillar. La
credibilidad política se consigue a base de dar ejemplo de
sentido de responsabilidad y de servicio incondicional a
todos los ciudadanos. Es una auténtica tomadura de pelo, por
ejemplo, que el político de turno caiga en favoritismos, en
formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona
o de los grupos sociales, en juegos sucios. Cada día son los
menos, aquellos políticos que debieran ser los más
tolerantes. La sinceridad y rectitud política brilla por su
ausencia, y bajo esta sombra resulta complicado que la
política adquiera su verdadera fortaleza, con olvido del
propio interés por parte de ejerciente político y de toda
ganancia venal.
En síntesis, hay que frenar (pienso que con urgencia) lo que
contamina la credibilidad política. Es una falta total de
sensibilidad ciudadana. Considero que para hacer política se
precisa de una mínima capacidad de resolución a los
problemas, de comprensión, de singularidad en la manera de
actuar y servir. Comprometerse en política va más allá de
cumplir con una obligación, es poner en activo todo lo que
uno tiene, la habilidad para sacar adelante aquello que el
pueblo en justicia pide. La honestidad es un valor
indispensable para asistir políticamente a la ciudadanía.
Sólo desde un escenario de confianza, de consenso y
conciencia, está garantizado el respaldo político y la
credibilidad en la política.
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