Antonio López Sánchez-Prado
era médico. Persona de buen porte, elegante en el vestir y
entregada a la causa de los obreros. De militancia
republicana, y declarado, además, afecto a la sociedad
“Amigos de los Soviets”. Sus enemigos, que lo veían socorrer
a los pobres, tragaban bilis porque no entendían que uno de
su clase se pusiera de parte de una masa que sólo daba
problemas a las fuerzas vivas de la ciudad. Por otro lado,
también los suyos estaban hasta el gorro de verlo frecuentar
la Delegación del Gobierno para preguntar si habían llegado
los dineros de Madrid con los que dar trabajo a los parados.
Y para mayor inri, nuestro hombre se ponía delante de una
manifestación acompañado por sus hijos, cuando ya en España
se estaba fraguando la tragedia.
Y, para colmo, el alcalde, pues Sánchez-Prado lo era, llegó
un día a la barriada del Sarchal y presidió unos festejos de
donde saldría una carta anónima que fue muy bien puesta en
un cajón de la Delegación del Gobierno para que se
encontrara en el momento oportuno. Una carta cargada de
balas y que llevaba marcada la hora y el sitio donde sería
abatido el médico sevillano.
Así, ni los integrantes del Consejo de Guerra ni quienes
formaron parte del pelotón de la muerte, pudieron darse
cuenta, aquel cinco de septiembre de 1936, de que más que
quitarle la vida a un rojo, a un comunista peligroso,
estaban allanando el camino para que el pueblo lo
santificara sin la intervención de la Iglesia. Y no
olvidemos que los beatos o santos que designan los pueblos,
aun sin la intervención de Roma, suelen acaparar mucha fe.
Dicen que innumerables mujeres llevan en su bolso una
billetera y dentro de ella no falta la fotografía del
fusilado. Algo que he visto yo. Como asimismo he tenido
entre mis manos una bolsa de reducidas dimensiones y en su
interior contiene una reliquia: una flor de las muchas que
aparecen cada día en el nicho de quien sigue más vivo que
nunca en el recuerdo de los habitantes de una Ceuta a
quienes sus padres han ido entregándoles el testigo del
afecto y la esperanza que el médico despierta.
Hace pocos días se ha descubierto una estatua de
Sánchez-Prado y se ha colocado frente al edificio del
Ayuntamiento, sin que esté apoyada en un pedestal de
centímetros apropiados con los que pueda ganar en esbeltez.
Sé de buena tinta que los artistas, que han conseguido una
gran obra, han querido que al ex alcalde se le viera como un
transeúnte más. Pero el hombre propone y... La verdad es
que, según los técnicos, ni el sitio ni la colocación son
los idóneos. Y parece ser que, en cuanto la estatua regrese
de Algeciras, adonde deberá ir para ser reparada, es posible
que se le busque acomodo en esa especie de costanilla,
aunque con escaleras, por la que se accede a la calle
Jaudenes.
Lugar adecuado para que alguien que suscita tanta devoción y
despierta tan enorme interés, pueda seguir inmortalizado y,
por qué no, preparado para recibir todas las muestras
fervorosas de cuantos lo han distinguido como santo y no
escatiman ni flores ni rezos ni peticiones. Es curioso, en
una ciudad donde, por circunstancias, las ideas
conservadoras consiguieron más arraigo y las tradiciones
religiosas permanecen casi intactas, surge el pueblo llano y
señala a Sánchez-Prado como el símbolo de una época. Pero no
conforme con ello, sus gentes lo ven como guía y acuden a su
nicho para demostrarle que no está solo. Que es parte muy
principal de esta tierra. Y a partir de ahí, ante un
fenómeno tal, conviene que la estatua sea situada en el
sitio apropiado. Y, desde luego, cuidada con verdadero
esmero.
Nota: en la columna de ayer apareció “El Alatriste”, como
titular, en vez de Alatriste. Perdonen el error.
|