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OPINIÓN - DOMINGO, 3 DE SEPTIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Anécdotas del franquismo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Hablar del franquismo vuelve a estar de moda, 30 años después, debido al debate que ha generado lo de la Memoria Histórica. En El Mundo se están publicando testimonios de personajes que vivieron esa época intensamente. Y, como no podía ser menos, todos exponen puntos de vistas distintos. Marcelino Camacho, Utrera Molina, José Legrá..., emiten sus pareceres. Y uno, salvando las distancias, tiene también el suyo.

La verdad es que yo viví, durante dos años, muy cerca de dos ministros de Marina; Felipe José Abárzuza y Nieto Antúnez. No se parecían en nada: uno era alto, fuerte, de vozarrón y ademanes que imponían respeto. El otro, de baja estatura, fragilidad aparente y de mucho sonreír, aunque dejando bien patente que pertenecía a una clase superior.

El primero era monárquico, y el segundo lo basaba todo en su íntima amistad con el Caudillo. De don Felipe se podía esperar una bronca, una palabrota más grande que otra y hasta una patada en el culo o la amenaza de mandarte a comer arena al Sahara. Del segundo, lo mejor que te podía pasar es no equivocarte en tu cometido.

Dos días antes de que hubiera Consejo de Ministros, Abárzuza se ponía inquieto y cambiaba hasta el tono de su voz. Algo que ya sabíamos todos los que estábamos en la planta de su despacho. Ni siquiera sus ayudantes, Ollero, Alvear, Conejero, etc, se libraban de las broncas correspondientes. En realidad, al ministro nunca dejó de impresionarle ni la mirada de Franco ni sus palabras cortantes. Al regreso de un consejo, le oí un día el siguiente comentario: “Ni siquiera ha cortado la sesión para que podamos orinar. Está insoportable”.

En cambio, el almirante Nieto Antúnez iba al encuentro del Generalísimo como unas castañuelas. Se sentía a gusto al lado de su amigo y le gustaba acudir a El Pardo. Lo cual hacía, dada la amistad que ambos tenían, con mucha frecuencia.

A finales de abril de 1962, me llamó Federico Galvache, capitán de fragata y secretario de Abárzuza, para decirme que había sido designado para viajar a Grecia con el ministro, en el mes de mayo, a la boda del príncipe Juan Carlos. Mi respuesta, inconsciente a todas luces, se hizo famosa en la planta ministerial: “Yo no quiero ir porque si viajo a Grecia pierdo el dinero que gano jugando al fútbol”.

Galvache, gritó, me dijo impropios, y me mandó salir del antedespacho. Mientras él pasaba a darle cuenta al ministro de mi comportamiento. Y éste tardó nada y menos en tenerme ante su presencia. “¿¡Quién cojones te crees que eres tú aquí?! ¿Eh? ¿Se puede saber por qué no quieres venir a Grecia, habiéndote elegido yo?”

-Mi almirante, si voy a Grecia, dejo de jugar, y si dejo de jugar no me pagan. Y, además, yo me mareo nada más embarcarme.

El ministro me dijo que prepara el saco y que estuviera dispuesto para un traslado al Sahara. Me ordenó ponerme firme y dar media vuelta. Y trató de darme una patada en el culo. Y al grito de ¡fuera! salí del despacho convencido de que ni yo iba a Grecia ni tampoco al desierto. A Grecia fue el crucero Canarias para la boda de Juan Carlos y Sofía. Y mi sitio lo ocupó Ramón Barrera; un onubense que, muchos años después, vendría a Ceuta como visitador de los laboratorios Merck.

El día que llegó el motorista con la destitución, apenas regresó el ministro de la boda, lloró en un rincón de la casa hablando conmigo. No me digan que la imagen no era enternecedora: un ministro de Franco llorando ante un infante de marina. De Nieto Antúnez no tuve la menor queja. Tal vez porque Abárzuza me dejó recomendado. En el franquismo se daban estos casos.
 

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