Hablar del franquismo vuelve a
estar de moda, 30 años después, debido al debate que ha
generado lo de la Memoria Histórica. En El Mundo se están
publicando testimonios de personajes que vivieron esa época
intensamente. Y, como no podía ser menos, todos exponen
puntos de vistas distintos. Marcelino Camacho, Utrera
Molina, José Legrá..., emiten sus pareceres. Y uno,
salvando las distancias, tiene también el suyo.
La verdad es que yo viví, durante dos años, muy cerca de dos
ministros de Marina; Felipe José Abárzuza y Nieto
Antúnez. No se parecían en nada: uno era alto, fuerte,
de vozarrón y ademanes que imponían respeto. El otro, de
baja estatura, fragilidad aparente y de mucho sonreír,
aunque dejando bien patente que pertenecía a una clase
superior.
El primero era monárquico, y el segundo lo basaba todo en su
íntima amistad con el Caudillo. De don Felipe se podía
esperar una bronca, una palabrota más grande que otra y
hasta una patada en el culo o la amenaza de mandarte a comer
arena al Sahara. Del segundo, lo mejor que te podía pasar es
no equivocarte en tu cometido.
Dos días antes de que hubiera Consejo de Ministros, Abárzuza
se ponía inquieto y cambiaba hasta el tono de su voz. Algo
que ya sabíamos todos los que estábamos en la planta de su
despacho. Ni siquiera sus ayudantes, Ollero,
Alvear, Conejero, etc, se libraban de las broncas
correspondientes. En realidad, al ministro nunca dejó de
impresionarle ni la mirada de Franco ni sus palabras
cortantes. Al regreso de un consejo, le oí un día el
siguiente comentario: “Ni siquiera ha cortado la sesión para
que podamos orinar. Está insoportable”.
En cambio, el almirante Nieto Antúnez iba al encuentro del
Generalísimo como unas castañuelas. Se sentía a gusto al
lado de su amigo y le gustaba acudir a El Pardo. Lo cual
hacía, dada la amistad que ambos tenían, con mucha
frecuencia.
A finales de abril de 1962, me llamó Federico
Galvache, capitán de fragata y secretario de Abárzuza,
para decirme que había sido designado para viajar a Grecia
con el ministro, en el mes de mayo, a la boda del príncipe
Juan Carlos. Mi respuesta, inconsciente a
todas luces, se hizo famosa en la planta ministerial: “Yo no
quiero ir porque si viajo a Grecia pierdo el dinero que gano
jugando al fútbol”.
Galvache, gritó, me dijo impropios, y me mandó salir del
antedespacho. Mientras él pasaba a darle cuenta al ministro
de mi comportamiento. Y éste tardó nada y menos en tenerme
ante su presencia. “¿¡Quién cojones te crees que eres tú
aquí?! ¿Eh? ¿Se puede saber por qué no quieres venir a
Grecia, habiéndote elegido yo?”
-Mi almirante, si voy a Grecia, dejo de jugar, y si dejo de
jugar no me pagan. Y, además, yo me mareo nada más
embarcarme.
El ministro me dijo que prepara el saco y que estuviera
dispuesto para un traslado al Sahara. Me ordenó ponerme
firme y dar media vuelta. Y trató de darme una patada en el
culo. Y al grito de ¡fuera! salí del despacho convencido de
que ni yo iba a Grecia ni tampoco al desierto. A Grecia fue
el crucero Canarias para la boda de Juan Carlos
y Sofía. Y mi sitio lo ocupó Ramón Barrera;
un onubense que, muchos años después, vendría a Ceuta como
visitador de los laboratorios Merck.
El día que llegó el motorista con la destitución, apenas
regresó el ministro de la boda, lloró en un rincón de la
casa hablando conmigo. No me digan que la imagen no era
enternecedora: un ministro de Franco llorando ante un
infante de marina. De Nieto Antúnez no tuve la menor queja.
Tal vez porque Abárzuza me dejó recomendado. En el
franquismo se daban estos casos.
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