El regreso de Fabio Capello
al Madrid, cuando se han cumplido diez años de su primera
estancia en el club, supone un soplo de aire fresco para un
equipo que estaba necesitado de alguien como el técnico
italiano. Un técnico acostumbrado a ser el único jefe en el
campo y a quien los jugadores han de responderle con hechos
y nunca con tonterías de tres al cuarto.
Famoso, rico, experto, ganador de muchos títulos, y dueño de
un personalismo sustentado por su manera de entender un
juego que exige victorias a todo trance, no duda en elegir a
los futbolistas que considera cualificados para interpretar
en el césped sus ideas. Las cuales, por su sentido de la
eficacia, chocan frontalmente con quienes creen que al
fútbol se juega vestido de esmoquin.
Durante su primera temporada en el Madrid, los plumillas
arremetieron contra él, nada más poner los pies en Barajas,
porque tomó la acertada decisión de pedir que se contratase
a un portero alto. Uno que, levantados los brazos, midiera
más de dos metros. El elegido fue Bodo Illgner, que
estaba ya casi en el final de su carrera, y a Buyo le
tocó quedar relegado.
Buyo era, en aquel tiempo, un guardameta de grandes
reflejos, decido y valiente en las salidas a ras de suelo, y
dueño de un magistral saque orientado. Había formado, en ese
aspecto, una rentable sociedad con Hugo Sánchez.
El único problema del gallego, de Betanzos, es que era bajo.
Y los porteros bajitos no dominan el juego aéreo, y el juego
aéreo es de vital importancia para que sus compañeros no se
muden de color cada vez que han de defender un córner o los
balones que llegan desde los costados. Sólo quienes han sido
profesionales son capaces de saber de qué manera los nervios
hacen presa en los jugadores cuando son conscientes de que
el portero no es el dueño del área pequeña. De hecho, con un
guardameta así, todos los defensas terminan desquiciados y
rindiendo por debajo de sus posibilidades. Repasen, si no,
lo que ha venido ocurriendo en el Madrid, durante las
últimas temporadas.
Pues bien, si Capello prescindió de Buyo, que era, sin
ningún género de dudas, muy superior a Casillas, cómo
no iba a decir, diez año después, que éste era bajo y que a
él le gustaba Buffon, y aún más: que veía más cualidades en
Diego López. Desde ese momento, todos los plumillas del
madridismo se lanzaron a la yugular del entrenador y
empezaron a criticar su forma de concebir el fútbol e
hicieron del Trofeo Carranza un duelo. Una tragedia. Como si
no supieran, por fanáticos o por desconocedores de lo que
escriben, que hacer un equipo nuevo requiere cierto tiempo.
Y es que el incuestionable, como denominan a Iker, está por
encima del bien y del mal y se ha convertido en un símbolo
de la prensa madrileña, que no permite que al muchacho le
moleste ni siquiera el viento que transita por Valdebebas.
He aquí el típico ejemplo de un deportista que ha nacido de
pie. Y a quien un cuento sobre él, magníficamente narrado,
le ha valido para que sus aciertos se exageren y sus errores
se solapen a toda costa.
En el mundo del toro, cuando sucede algo similar, llega el
toro y pone las cosas en su sitio. En el mundo del fútbol,
ante casos así, se requiere la intervención de un entrenador
con suficiente valor para decir hasta aquí hemos llegado.
Capello puede y quiere acabar con el mito, pero al no poder
contar con Buffon, ha puesto los ojos en Diego
López. Aunque, entrenador experimentado y listo, se
ha percatado de que a López no le van a perdonar el menor
fallo y se ensañarían con él. Y sería peor el remedio que la
enfermedad. De todos modos, el propio Iker se ha dado cuenta
de que tanta publicidad y tanta defensa a ultranza,
terminará por pasarle factura.
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