Pido perdón por comenzar hablando
de mí. Un buen día, de hace ya muchos años, cuando repasaba
el vocabulario de la psicología, descubrí lo que significaba
bovarismo: Estado de insatisfacción debido al desajuste
entre la alta concepción de sí que tienen algunas personas y
sus condiciones reales. Medité unos minutos y me pregunté lo
siguiente: ¿padeceré yo ese malestar por creer que el sitio
que me corresponde como entrenador está en la Primera
División del fútbol español?
Desde ese momento, es decir, desde que la palabra bovarismo
se cruzó en mi camino, me hice a la idea de que tenía que
tomar alguna medida para que una legítima y noble ambición
no acabara por convertirse en el móvil que podía destrozar
mi vida.
Porque mi problema no radicaba en los conocimientos ni, por
supuesto, en una falta de ilusión o entrega, sino en la
hipermotivación por destacar. Esas prisas por conseguir la
meta prevista, que a su vez me causaban, en bastantes
ocasiones, la angustia suficiente para cambiar mi forma de
ser. Con el agravante de que mi estado de ánimo perjudicaba
a terceras personas.
Una mañana, de manera inesperada para quienes me conocían,
anuncié que dejaba mi profesión. En la que estaba situado
entre los técnicos más reputados y solventes de la
categoría. Jamás me faltaba trabajo. Pero ese trabajo no me
satisfacía, aunque me reportara beneficios suficientes para
vivir bien. Y decidí empezar de cero en todos los aspectos y
con grandes inconvenientes. El principal es que lo inicié
con una cuenta corriente de cien mil pesetas. Pobre bagaje
para quien se atrevía a despreciar otro empleo donde las
ganancias eran muchas y también la popularidad.
A partir de entonces, nadie me regaló nada y tuve que pelear
muchísimo para sobrevivir. Pero lo hice con la garra y la
ilusión generados por una tarea en la cual no me sentía
sobrado para alcanzar elogios, admiraciones y poder. Es
cuando sin despreciar la ambición ésta ya no daña y sirve,
además, para no sentirse águila encerrada en un gallinero.
En esta ciudad hay personas que, por su preparación, han
conseguido ocupar puestos relevantes y hacer fortuna en los
negocios. Son, naturalmente, merecedoras de elogios. Y están
en su perfecto derecho de ser cada vez más ambiciosas y
aspirantes a cargos para los que se sienten tan preparadas
como las que más.
Se me viene a la memoria, en estos momentos, lo que dijo el
delegado del Gobierno, Jenaro García Arreciado, días
atrás, “Sé que en Ceuta hay personas más cualificadas que yo
para ser delegado, pero la realidad es que me ha tocado
serlo a mí”.
Juan Luis Aróstegui y José María Campos son bien
distintos en todo. Excepto en ambiciones. Los dos, una vez
que han conseguido estabilidad económica, tratan de ser más
poderosos cada día. Aunque podrían hacerlo sin que se les
notara tanto que desean mandar a toda costa, y así no se
ganarían el desafecto de los ciudadanos.
El primero daría lo que tiene, que no es poco, y mucho más,
por convertirse en alcalde de la ciudad. Por una razón
clara: está convencido de que nadie en esta tierra reúne sus
condiciones para llevar a este pueblo hacia la gloria y el
bienestar. Se cree un César en todos los sentidos. Y espero
que su estado de insatisfacción, al no ver cumplidos sus
deseos, no le cause más problema que el tener que soportar a
este plumilla.
El segundo, amigo de orientar y de actuar en la sombra,
piensa que su asesoramiento ha de primar por encima de todos
los demás. Sabe a qué juega. Pero sufre la falta de
reconocimiento. Una putada en toda regla que suele propiciar
frustraciones antes o después. Lo sentiría por él. Pues me
cae bien.
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