He querido esperar a que los
periodistas levanten el pie del acelerador de los
comentarios acerca del Madrid-Barcelona para intervenir en
el debate que suele generar semejante acontecimiento. Y debo
decir, una vez más, tras lo leído y oído al respecto, que
los plumillas no saben ni una papa de fútbol. Sí: ya sé que
resulta chocante que alguien que escribe en periódico se
manifieste de semejante manera; pero dado que uno no quiere
ser periodista, tampoco tiene por qué hacer uso del
corporativismo. Las cosas claras y el chocolate espeso.
Los españoles hemos estado toda la vida lampando porque
nuestra estatura se equiparase a la que existía en otros
países europeos. Y, cosa curiosa, cuando parece que lo hemos
conseguido, en el mundo del fútbol se desata la pasión por
los jugadores bajitos. A quienes los plumillas han bautizado
con el apelativo de “jugones”. Con la fiebre de éstos
acudimos al Mundial de Alemania y duramos menos que una
naranja en la puerta de un colegio situado en un suburbio.
La aristocracia de los futbolistas bajitos reside en el
Barcelona. Deco, Iniesta y Xavi hacen las
delicias de quienes viven siempre sumidos en un estado de
admiración por el juego de tales criaturas. De ahí que los
periodistas llevasen ya algún tiempo pidiéndole a
Rijkaard que alineara a los tres desde el comienzo.
Tras la derrota frente al Chelsea, el entrenador azulgrana
cayó en la cuenta de lo mucho que ganaba si atendía esa
petición en el Bernabéu. Y pensó lo siguiente: la prensa
deportiva está caída de boca por lo que llaman el tiqui-taca
y ahora se me presenta la ocasión de interpretarlo
magistralmente en el Bernabéu. Así que no dudó en decidir
que los “jugones” ocuparan esa zona vital del medio terreno.
Pues Rijkaard sabía que contaba con muchas posibilidades de
ganarle al Madrid, pero quiso hacerlo a lo grande y, sobre
todo, dejar destripados y sin pulso a los madridistas.
En principio, la lección consistía en demostrarle a
Capello, criticado acerbamente, que Emerson y
Diarra, sus protegidos, eran unos maulas incapaces de
frenar el juego que iba a manar de sus futbolistas cortitos
de cuerpo pero dotados de enorme caletre. Y, desde luego,
restregarle por la cara que el tuya y mía que el italiano
había criticado, en algunas ocasiones, era la modernidad
frente al juego antediluviano que venía practicando el
Madrid.
Ante semejante dispositivo táctico y técnico, tan celebrado
por los comentaristas, que ensalzaban a coro el buen gusto
existente en la decisión del holandés, el Madrid oponía un
único “jugón” en el medio campo: Guti. Espigado él, aunque
tan indolente cual dado siempre a jugar con los árbitros a
la ruleta rusa. Una enorme desventaja que se resolvió
gracias al sacrificio de los denostados Emerson y Diarra. El
primero anuló, durante muchos minutos, a Deco; el segundo, a
pesar de guardar el Ramadán, pudo con Iniesta. El único que
no aportó nada, durante gran parte del partido, fue, sin
duda, Guti. Su pasividad, cuando Messi se echó el
equipo a la espalda, resultó tan dañina como la imprecisión
de sus pases servía para que los visitantes hicieran sus
mejores contraataques. Guti ha pasado de villano a héroe, en
apenas dos temporadas. Ni antes merecía ser el centro de
todas las broncas y, por consiguiente de la peores críticas,
ni ahora debe ser encumbrado por dos pases precisos. Guti es
como el Guadiana y, naturalmente, está gozando de un
favoritismo que para sí quisieran muchos futbolistas. Lo
cual es demasiado si nos atenemos a que, por su físico, no
forma parte del club selecto de los bajitos. A Rijkaard le
salió el tiro por la culata. Menos mal que el fallo de
Gudjohnsen, jugador tan celebrado en Vigo, ha servido
como capa que todo lo tapa. De Capello y Robinho toca
hablar otro día.
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