Qué no daría yo por olvidar tantos
despropósitos que injertamos (o nos injertan) a diario en
nuestras vidas. Europa está harta de decirnos a los
españoles que debemos respetar más los entornos naturales.
Produce un inmenso dolor escuchar los lamentos de una
naturaleza muerta. Sólo hay que extender la mirada por esos
desérticos mantos y poner el corazón en el cristal de los
ojos. Ver que los campos no los conoce nadie, que están
dolientes y desnudos, abrasados por las manos de la
barbarie, que no entiende de rosas ni de jardines. Lo cruel
es que somos parte de esa naturaleza que matamos, cuestión
que desconcierta el orden creado.
Qué no daría yo porque el mundo se preocupase por vivir
mejor y dejar vivir. Los ensayos nucleares en Corea del
Norte también me dejan el alma como esas flores pálidas que
se mueren ahogadas por el mundo, sin aire que las avive o
agua que las levante. En un mundo sometido a crueles
contiendas, que parece no querer seguir otras pautas
distintas a las impuestas por los intereses económicos, las
exigencias supremas de orden moral debieran ser proclama y
regla de los organismos internacionales. El sueño de un
desarme total, sería la mayor liberación humana. Pero antes
ha de darse una justicia universalista, aceptada y
reconocida por todas las naciones, a la que se le respete en
todas sus decisiones.
Qué no daría yo para que la gente hablase más unos con
otros. Conversar siempre acerca, sobre todo si se hace a
corazón abierto, es un buen cauce para el sosiego. Por ello,
el recurso a las armas para dirimir las controversias es
siempre una derrota de preceptos y un revés a la sabiduría.
Hablando se entiende la gente. Ahora, más que nunca, nos
hace falta entendernos para profundizar en el entendimiento
mutuo y en el compromiso común de edificar una sociedad, que
se está globalizando a pasos agigantados, donde imperen cada
vez más los valores de libertad y justicia. En el mundo
actual, es importante que los líderes políticos, académicos,
económicos y religiosos, afronten el reto del ejemplo, que
no es otro que el de mejorar el diálogo entre las naciones y
las culturas.
Qué no daría yo por cruzar los caminos como esa arboleda
perdida que se entrelaza con el universo y ser como el
árbol, el tronco de todas las ramas y el corazón de todas
las hojas. Debemos conocernos en profundidad y, en virtud de
ese mutuo descubrimiento de reconocerse cada cual con el
conjunto, establecer relaciones que vayan más allá de lo
tolerante. Es preciso generar vínculos donde el respeto sea
una verdad vivida y la consideración fe de vida. Tampoco es
saludable esa tolerancia pasota, que todo lo acepta y
acalla, que se despreocupa por sembrar fundamentos,
principios y razones. No se pueden cerrar los ojos ante los
errores y engaños que nos meten en vena. Por desgracia, la
filosofía del egoísmo se ha tragado el poco amor que nos
quedaba y uno tiene el deber de demandar a los ladrones de
versos, que la medida de la pasión es un poema eterno sin
fecha de caducidad. Necesitamos querernos para sobrevivir.
Primer mandamiento. Y después, querer para vivir. Segundo
mandamiento. Todo se reduce a querer. Porque querer no es
poder, sino amar.
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