Podríamos empezar el artículo
diciendo que cuando la pobreza entra, el desamor sale.
Decirnos, por dentro, que el hombre nació a la barbarie
cuando la envidia se hospedó en su alma y el odio se
enquistó en la conciencia. Acordarnos más de los pobres, que
viven en la desnudez y en la carencia, no para que nos de
lástima y saldemos nuestra propia deuda con una limosna,
sino para ayudar a que puedan vivir dignamente sin
recibirla. Seguramente tenemos que hablar menos de ellos y
hacer más por ellos. Sin embargo, hoy quiero meter baza y
hablar por boca de los labios del corazón. En principio, me
alegra saber que en la agenda del Gobierno español aparezca
como prioritario un desarrollo humano equitativo y
sostenible. Pero, realmente, ¿esto en qué se traduce? La
cuestión, a mi juicio, radica en que nos solemos quedar en
el buen propósito del deber ético. Lo que hace falta ahora
es persistir en el compromiso y afanarse en buscar medios
eficaces para lograr que las ayudas alcancen a los más
pobres, que a lo mejor hasta los tenemos de vecinos, y se
produzca una distribución más justa de los recursos del
hábitat.
El auxilio al desarrollo nunca es suficiente. Los sistema de
producción son humanos y, por consiguiente, imperfectos.
Suelen generar desigualdades. Hace falta que los remedios
también lo sean en su integridad, o sea, ampliando derechos,
oportunidades y capacidades de la población desfavorecida. Y
que, además, llegue el amparo a los que tiene que llegar, a
los más míseros. Todo ello, requiere habilitar fondos
suficientes para hacer frente a programas diversos.
Efectivamente, la lucha contra la pobreza va más allá de las
meras migajas. El problema se debe afrontar con políticas
sensibles hacia todos los sectores. En especial hacia los
que menos tienen, acrecentándoles los apoyos. Es la única
manera de que no existan polígonos de marginalidad como hoy
existen en los extrarradios de todas las ciudades.
Es de justicia que tengamos cada día más una presencia
activa en muchas de las crisis humanitarias que existen en
el mundo. Frente a esos poderosos mercados abiertos,
globalizados, es necesario proporcionar sistemas capaces de
armonizar lo económico con el desarrollo social, sobre todo,
capacitando a las personas que viven en la pobreza para que
puedan avanzar y que nadie pierda el tren. Las personas que
viven en la indigencia, o en el endeudamiento total, se
merecen igual dignidad que los pudientes. Por desgracia, a
veces, se les niega hasta la escucha. Todo lo contrario a lo
que se pregona. El mundo se vuelve oscuro, sucio a los ojos
de la razón y el saber se torna interesado.
La brecha entre ricos y pobres, lejos de cerrarse se abre
todavía más. Una buena parte de la población mundial consume
a lo loco, sin importarle nada ni nadie. Los especuladores
se hacen reyes y los pobres vasallos como en los mejores
tiempos de la esclavitud. Por volver los ojos a los muros de
la patria mía, el crecimiento económico generado en los
últimos años tampoco ha contribuido a que tengamos garantía
plena de derechos ni a mejorar los principios rectores de la
política social y económica, en el sentido de mejor
protección a la salud, a la familia y a la infancia, a la
redistribución de la renta y del pleno empleo, al medio
ambiente y a la calidad de vida, al derecho a la vivienda y
a la utilización del suelo, etc. Más bien, al contrario, se
han alejado los extremos (la clase alta de la baja) y la
injusticia ha tomado posiciones tan reales como la vida
misma.
Los desniveles alcanzan cotas escandalosas. Parece como si
las condiciones favorables para el progreso social y
económico estuviesen más del lado de las gentes de mayor
poder adquisitivo. Analicemos este dato efectivo: el
endeudamiento de las familias españolas no ha dejado de
crecer. La relación entre familia y pobreza nos hace
distintos. Por eso, es fundamental que la institución de la
familia reciba protección y apoyos plenos. Lo que hoy no
recibe. O no llega. Hay que poner de moda la agenda de la
solidaridad continua, constante y perenne. Es bueno que
todos alcancemos el nivel de dignidades, es lo menos que se
puede pedir, con un desarrollo sostenido centrado en la
persona sobre todo lo demás.
Lo peculiar del momento actual no son la inseguridad y la
crueldad, sino el desasosiego y la pobreza. Resulta que la
criminalidad baja menos de lo esperado. Atajar los delitos
que, a diario, se producen en las ciudades hoy, es casi un
imposible. Estoy convencido de que si utilizáramos más la
coherencia en las diferentes políticas de nuestros gobiernos
estatal, autonómico, local e institucional para que todas
ellas contribuyeran a la erradicación de la pobreza,
priorizando asistencia y prestaciones vitales, se
producirían menos hechos delictivos. La exclusión, tan
descarada como actualmente existe, suele generar este tipo
de ambientes convulsos. Cuando las garantías económicas,
sociales y culturales de la familia están cubiertas, en
condiciones de igualdad, con un trabajo digno, renta
suficiente, salud y educación; toda la sociedad, en su
conjunto, se vuelve pacifica y pacificadora.
Seguramente, en la actualidad, también coexista otra pobreza
que no lo es, que no viene tanto por la falta de medios para
el sustento como por la multiplicación de los deseos. La
historia nos recuerda que los grandes corazones tienen
voluntades y que los débiles tan solo deseos. Convendría
tomar razón. También, esa misma tradición, nos apunta: que
no hay progreso en el bienestar cuando una creciente parte
de los trabajadores reconocen tener el síndrome del quemado,
no llegar a final de mes, y por las plazas se congregan
pobres, desdichados, con la soledad a cuestas, y una
juventud que para divertirse necesita bañarse en alcohol.
Quien a ellos incondicionalmente ayuda, (a todos estos
pobres del nuevo milenio), es un verdadero libertador y un
incorruptible de la justicia. Yo así lo nombro y lo elevo a
los altares del ejemplo.
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