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OPINIÓN - DOMINGO, 22 DE OCTUBRE DE 2006

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

La transfiguración en el monte Tabor

Por Flor Garrido


Ahora comprendo por qué el Señor Jesús nos llamó aparte a los tres e hizo que le siguiéramos en silencio, sin testigos, para que después de pasado el tiempo de la Resurrección, comprendiésemos el significado del Tabor y diésemos a continuación testimonio de lo que allí vivimos.

No os podéis imaginar el preciosismo de aquellas tierras que nosotros anduvimos sin descanso con mi Maestro querido. Pues aún eran mucho más bellas en primavera, porque la naturaleza se convertía en una hermosa doncella engalanada con tapices silvestres en todos los tonos y colores. ¡Hierbas nuevas, rocío fresco, florecillas a punto de nacer, pajarillos que comienzan a batir a las y a trinar...!

Atravesábamos arroyos de aguas cristalinas, llanuras adornadas con pequeñas colinas, y al fondo, ya divisábamos las jorobas del Monte Tabor, dejando atrás la corona nazaretana, que en las primeras horas de la mañana llenaba nuestros corazones de un gozo infinito.

De pronto, el Mesías, mi Señor se paró y nos llamó a mí, Pedro, y a Juan y Santiago de Zebedeo. Aunque ya nos había avisado con anterioridad que a donde nosotros íbamos con él, por el momento, ninguno debería conocerlo.

A los demás les indicó que esperasen nuestro regreso, yendo a los pueblecitos colindantes para predicar lo que Él nos enseñaba. Y dijo: “Quiero estar en Nazaret cuando anochezca. No os alejéis demasiado”. Y les dio a todos la paz.

Nos indicó que Le siguiéramos. Subía tan rápido por la montaña que yo, más cansado y viejo, subía jadeando.

Camino arriba se divisaba una antigua fortaleza en lo más alto del monte erguido en solitario, así que yo me preguntaba cuál sería el motivo de nuestra subida, si no había nada más.

“Descansaréis al llegar a la cima. Nadie nos verá. Voy a unirme con Mi Padre. A las citas de Dios hay que ir rápidos”.

Conforme subíamos, se iban viendo lejanos el lago de Genesaret color turquesa, las verdes tierras temblando al suave viento y las gaviotas saliendo de las oquedades roquizas, desplegadas victoriosas por los aires.

Luego, algunas aldeas con sembrados, apenas unos caseríos perdidos entre malezas, y el trigo, aunque verde, pero ya crecido, que parece un mar ondulante. Y por supuesto, los árboles frutales con penachos blancos en sus extremidades, indicando ya la precocidad de los próximos frutos.

Los tres íbamos con Nuestro Señor, como los seres más felices de la tierra, si bien yo necesitaba ahora un breve reposo bajo la fresca sombra de la maleza que nos aliviase la fatiga.

Cuando por fin llegamos arriba, El Rabí nos dijo: “Descansad, hermanos voy hacia la gran roca para orar”.

Nosotros lo mirábamos de lejos, arrodillado sobre el espeso manto de hierba. Mientras nosotros aprovechamos para quitarnos el polvo y pequeños chinos que se nos habían incrustado en los pies y teníamos algunas rozaduras y ampollas. A mí me dolían todos los huesos. Anduve descalzo por el monte tupido y me recosté sobre la hierba y removí un poco para desentumecerme. Lo mismo hizo Santiago que aprovechó para tomarse un descanso.

Juan, sin embargo, permaneció sentado pendiente de los movimientos del Maestro, pero aquel lugar era tan tranquilo, que al fin, no pudo resistirlo y reclinando su cabeza sobre el pecho, se adormeció ligeramente. Así que estábamos los tres como extasiados en medio de aquel silencioso lugar.

En un instante, fuimos sacudidos por una intensa luz muy viva que penetraba por todos los rincones del Tabor.

Al abrir los ojos, nos sorprendimos, y lo confieso, fuimos sacudidos por el miedo, porque El Señor había cambiado su aspecto, estaba transfigurado, con una gran majestad llena de luz. Su vestido púrpura parecía estar hecho de diamantes y perlas. Sus ojos eran zafiros, y su esbeltez era aún mayor. Con sus plantas de los pies sin pisar sobre la tierra, con el rostro mirando el cielo y muy sonriente.

Lo llamamos muertos de miedo, pero Él no oía nada.

“¡Maestro, Maestro!”

Puestos los tres de pie, queríamos ir hacia Él, pero seguíamos como en maravilloso éxtasis. Yo temblaba aterrado y dije: “¿Qué estará viendo?”

Dos llamas bajaron del cielo junto a Jesús. Aparecieron dos personajes llenos de luz. Uno anciano, de mirada grave y la barba partida en dos y de su frente salen cuernos de luz. Algo me decía que era Moisés. Pero el otro era joven, delgado y barbudo, con mucho vello, parecido al Bautista en estatura, delgadez y severidad. Emanaba una luz blanca de Moisés y de Jesús mientras que la luz de Elías era una llama viva solar.

Les vimos hablar como amigos con Jesús, si bien, en actitud reverente. Fue increíble lo que nos pasó a nosotros. Caímos de rodillas tapándonos la cara con las manos y con mucho miedo.

Yo tomé la palabra y le dije: “¡Maestro!” Y Él se volvió hacia mi sonriente. Y continué: “Es bello estar aquí contigo, con Moisés y con Elías. Si quieres, haremos tres tiendas para Ti, para Moisés y para Elías, y nos quedaremos aquí para servirte. Y Él sonrió de nuevo.

Su mirada era de gran amor, atravesando nuestros corazones como el rayo, así como las de sus acompañantes.

Enseguida nos sentimos aturdidos sin saber qué más añadir. Parecíamos ebrios o atontados. ¡Cómo volvería otra vez a vivir aquellos momentos! ¡Cuánto me gustaría que vosotros los vivierais conmigo!

Un velo los envolvió en su luz radiante y una voz poderosa se oyó. Nosotros no pudimos más y caímos a tierra rozándonos la cara con la hierba.

“Este es mi Hijo amado, en quien encuentro mis complacencias. ¡Escuchadlo!”

Yo exclamé al oírlo: “¡Misericordia de mí, que soy un pecador! La Gloria de Dios desciende a la tierra”.

Santiago estaba petrificado, pero Juan, a punto de desvanecerse dijo: “¡El Señor ha hablado!”

Se produjo un silencio total y no nos atrevíamos a levantar la cabeza; hasta que poco a poco observamos que la luz había vuelto a ser la de siempre y Jesús era nuestro Maestro, estaba sonriente, se dirigía a ellos en tono habitual: “¡Venga, no tengáis miedo. Alzaos!”

¡Y nada! Nosotros inamovibles seguíamos avergonzados, pensando si no sería un ángel de Dios quien nos hablaba.

Pero Jesús nos ordenó “¡Levantaos!”

“Maestro mío” ¿Cómo vamos a vivir entre hombres pecadores después de verte en tanta Gloria?”, le pregunté apesadumbrado

“No habléis de esto a nadie ni a los compañeros. El fin está cercano”, dijo El Señor. “Cuando el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la Gloria del Padre, entonces diréis todo, pues será necesario creer. Debéis, mientras tanto, vivir junto a Mi y veréis al fin Mi Gloria. Obedeced al Padre Mío y vuestro. Sed fuertes, santos y fieles., mientras tanto”.

Yo le pregunté, si debía venir Elías a preparar los Caminos del Señor, tal como lo enseñaban los sacerdotes y El Maestro nos informó que Elías ya había venido, pero los hombres no lo reconocieron.

Y en éstas, bajamos la cima muy tristes y pensativos, al comprender ahora lo que pronto se haría realidad.

En voz baja dije a mi Señor: “Este día no lo olvidaremos. Cuando Te contemplé radiante y elevado sobre el suelo, pensé si nos ibas a dejar por las maldades de Israel. Tuve miedo de que marchases al cielo. Tuve miedo al contemplas a Moisés, brillando sobre su cara el reflejo de Dios... El monte parecía arder en llamas. Tuve miedo de Elías... ¿Habría llegado mi fin? No estaba aún preparado, Señor”.

Y luego El Padre proclamó a Jesús su Hijo Amado. Gracias a que siempre podríamos refugiarnos en el Corazón de María.

Jesús nos confortó y nos dijo deseaba que estuviésemos preparados para luego preparar a todos los demás. Y conversando, tomábamos atajos para bajar antes donde estaban los discípulos esperando. Y bajamos por Endor cuando ya el sol comenzaba a declinar. Por allí se encontraban además algunos viajeros curiosos y escribas que intentaban avisarnos de algo.

Se referían a un joven al que nadie podía quitarle los demonios y lo pasaba muy mal. No podía hablar, lo ahogaban, echaban por tierra, rechinaba dientes y echaba espumarajos por la boca.

Jesús se acercó como un relámpago y su padre gritaba: “¡Señor bueno, piedad de mí y de mi hijo!”

Pero mi Maestro se enfadó mucho y gritó: “¡Oh, generación perversa!... ¡pueblo del infierno incrédulo y cruel! ¿Hasta cuándo deberé estar en contacto contigo? ¿Hasta cuándo deberé soportarte?”

Todos, incluso los insidiosos escribas, guardaron un silencio absoluto.

Jesús mandó al padre que acercara a su hijo, un adolescente de mirada perdida, ausente, con heridas y cicatrices, ronco de tanto gritar, convulso.

Todos hicieron círculo a Jesús para ver mejor la escena. Y Él con voz fuerte, preguntaba al padre por la antigüedad del mal.

El padre, de rodillas, entre lágrimas, pedía el milagro, pues su hijo padecía desde la niñez por dicho mal. Sin embargo, los escribas, incrédulos, reían envenenados. Y él, El Rabí, compasivo, tomó la mano del joven, lo fue trayendo a la vida como si despertase de un largo sueño.

“Y es que si queremos sanar tu grave enfermedad, debemos hacer muchos ayunos y oraciones”. Decía Jesús cuando preguntó Judas por qué no pudieron ellos sanar al muchacho.

Allí sentimos una enorme Paz, Jesús nos explicó que en muchas enfermedades estaba oculto el astuto demonio, por lo que debíamos estar muy en alerta, sacrificando nuestro cuerpo y nuestro espíritu.

Luego mi Maestro nos pidió que fuésemos dando limosnas de la bolsa mientras nos dirigíamos otra vez a la Casa de María para recoger a las discípulas y las alforjas.

El corazón de este pescador que soy, iba a estallar de emoción cuando recibíamos ya anochecido, la bendición de Jesús.

“¡Cómo puedo agradecer al Señor que me hubiese preparado los sufrimientos venideros en medio de la felicidad ante el testimonio de la Transfiguración!”
 

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