Ya decía el prehistórico filósofo
latino, Lucio Anneo Séneca, que la vida se dividía en tres
tiempos: en presente, pasado y futuro. Sobre dichos
períodos, apuntaba que el presente era un espacio brevísimo;
el futuro, un ambiente dudoso; y el pasado, una dimensión
cierta. Ahora, que vivimos en una época muy distinta y
distante de aquella, pienso que lo mejor de la existencia
continua siendo el pasado, el presente y el futuro. Son como
ciclos de un libro que vamos escribiendo en presente, donde
el prólogo es el pasado y el epílogo nos vislumbra el futuro
que se nos viene. Reflexionando como Nietzsche, de que
solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a
juzgar el pasado, concentraré las palabras en el porvenir
como un buen hijo de las raíces y, mejor abuelo, porque es
el lugar en el que me voy a instalar con mis nietos.
Reconozco que me gusta soñar el mañana, revitalizarme en esa
espera. Creerme que tengo una nueva oportunidad a pesar de
la dudosa predicción. Estoy convencido de que la vida
siempre da ocasiones, el pronto radica en saber
recolectarlas. Una sabiduría que está escrita en nuestra
propia historia. Precisamente, las Jornadas Europeas de
Patrimonio 2006, versan sobre este sentido, el de dar un
futuro a nuestro pasado. Me parece una acertadísima idea,
ahondar en el patrimonio cultural heredado; puesto que,
considero es un recurso imprescindible al servicio del
desarrollo humano, de la valoración de las diversidades
culturales y que fomenta el diálogo intercultural, basado en
un modelo de desarrollo económico que respeta los principios
de uso sostenible de las haciendas. Bajo estas premisas, se
quiere acercar a la ciudadanía el significado de su
patrimonio cultural que, como la propia sociedad, es plural
y variado. Estimo que no es mal consejo estudiar el pasado,
para no estar vacilante ante el futuro.
En estos tiempos tan difíciles que soportamos, y lo son
sobremanera para esas gentes que prefieren morir en la mar
antes que residir en sus países de origen, para esas otras
que soportan violencias y amenazas, que su vida es una
guerra continua, sin valor alguno, la vacilación ante lo
próximo se acrecienta todavía más, cuando todo lo vemos
oscuro. Lo primero que nos suscita es ansiedad; angustia
propia de la ceguera, porque pensamos que tenemos capacidad
suficiente para plantarle cara a nuestro propio futuro,
desesperándonos al ver que somos insuficientes. A lo mejor
tendríamos que medir menos fuerzas unos contra otros y tener
más corazón unos en otros. El dudoso porvenir no lo tienen
solamente las personas que viven en la pobreza, también lo
sufren, directa o indirectamente, aquellos que viven en la
abundancia. Nos conviene, pues, salir de la encrucijada de
un presente injusto, promover desarrollos equitativos para
toda la humanidad, sin exclusiones. Nadie puede seguir
jugando a ser dios en un mundo interconectado. Todos nos
movemos junto a todos. Detrás de cada persona se esconde el
futuro de la humanidad. En el fondo, todas las personas, de
todas las culturas, razas y religiones, tienen un mismo
anhelo como patrimonio común, el deseo de vivir mejor, para
vivir más. La plenitud se alcanza cuando el futuro se
universaliza. Por esto, es necesario construir un porvenir
unido, sin obviar el futuro de nuestro pasado. No se debe
ahuyentar y menos disipar el patrimonio de las diversas
civilizaciones generado a través de los tiempos, puesto que
ha contribuido tanto a la defensa de los valores de la
libertad como a la estética de la fraternización.
Tras este dudoso futuro, donde la intranquilidad forma parte
de nuestro diario común, una eficaz vacuna de esperanza
sería conseguir estar en paz con nosotros mismos, para luego
estarlo con los demás, lo que nos haría a todos responsables
del bien universal. Sería un buen orden de vida para la
posterioridad. Y un buen catecismo para el presente, para
descubrir que es necesario reformar conceptos que nos
pervierten y desorientan. Solamente una palabra es, en el
fondo, verso que nos aviva: amor. Hoy es sencillísima de
decir, pero dificilísima de llevarla en los labios sin
romperla ni mancharla, pues ya me dirán cómo se puede elevar
el amor a los altares de principio universal, cuando la
mentalidad del hombre actual es individualista, comercial,
egoísta y repelente por el veneno del odio y la venganza que
se cultiva y hasta se aplaude.
El presente es para desconsolarse. La lucha es lo que vale.
Hay que pelear en vez de amar. El amor es de gomosos. Armar
la trifulca tiene fibra de éxito. Hasta la borrachera de
violencia encuentra seguidores y aduladores. Este bochornoso
ambiente pisotea el mayor de los derechos humanos, el
respeto a toda vida humana. Esta es la verdadera luz que
necesita el mundo para que el futuro sea un valor seguro.
Entiendo que ya es hora de que tomemos otras tazas de
sabiduría y otros versos para conmovernos, para hacer
caminar a la humanidad hacia un universo universalizado. La
paz es el ser humano cultivado en el amor. Nada tiene que
ver con lo que se enseña. De lo contrario, no subiría el
acoso escolar, las adicciones de la juventud, el ardor
guerrero y con saña que vomitan adolescentes, la furia y la
intimidación de mozalbetes hacia personas más débiles. Sería
más humano pensar en un programa educativo que tuviese como
objetivo el cese del hombre de ser lobo para otro hombre.
Habríamos ganado el mejor de los futuros. Es necesario
llegar a esta lógica matemática: La vida humana se presenta
y representa, como una ecuación entre el pasado vivido y el
futuro que nos queda por vivir. Lo que nos resta es una
incógnita que se resuelve con el verbo amar conjugado en
todos los tiempos y para todas las edades.
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