De Juan Vivas decían que
como presidente se iba a estrellar. Que estaba muy verde
para transitar la calle y que carecía de ese brío que todo
cargo político exige. Los entendidos de la cosa lo veían sin
dotes de mando para desenvolverse en una actividad donde el
navajeo funciona con la misma precisión que una cornamenta
astifina y corta y manejada por un burel derrotista.
A Juan Vivas le achacaban una sosera con la que sería
incapaz de ganarse a la gente. Y se aseguraba que hacía mal
dejando su trabajo entre bastidores para ingresar en la
política activa. Que el dar la cara no iba con él y que muy
pronto lo veríamos regresar a su cometido con el rabo entre
las piernas. Perdonen la vulgaridad.
Los había que le auguraban a Juan Vivas días y días metido
en su despacho sin conectar con los ciudadanos y enviando
por delante a un simpático de turno que le hiciera el
trabajo de la rúe. Y hasta se le tachó de estar justito de
valor para tomar las decisiones adecuadas en momentos
complicados.
Lo mejor que oí acerca de Juan Vivas, el día de su primera
investidura como presidente de la Ciudad, fue que era un
muchacho honrado y que sabía mucho de economía. Un halago
hecho por alguien de una simpleza rayana en la estulticia.
Ese día me eché a reír y mascullé lo siguiente:
-A estos tíos se los irá merendando el presidente con el
mínimo esfuerzo.
Pasado el tiempo de presidente gracias a un voto de censura
y demás zarandajas relacionadas con traiciones de partido,
Juan Vivas ganó las elecciones de manera arrolladora y se
convirtió en el político más votado de España. Y a partir de
ahí las cosas le vinieron rodadas.
Para desgracias de los ceutíes, ocurrieron sucesos que
obligaron al presidente a tener que aparecer en los medios
más importantes de una España ávida de conocer la situación
de Ceuta. Y Juan Vivas se presentó en sociedad con la
soltura y la parla de un político que parecía curtido en mil
batallas. Sin levantar la voz y sin perder la compostura en
ningún instante, fue contando su verdad sin que los
profesionales más relevantes del periodismo nacional
tuvieran argumentos con los que rebatirle.
A renglón seguido hizo su debú en el Senado, cuando lo del
Debate del Estado de las Autonomías. Y se encaramó al atril
con la facilidad de cualquier veterano en tales lides. Y más
aún: discurseó con eficacia y brillantez. Sin que en ningún
momento afloraran los nervios del principiante.
Desde ese momento, por señalar una fecha, se vino arriba y
se convirtió en un presidente que pasea la ciudad entre
apretones de manos e intercambios de impresiones con un
personal que lo ha distinguido como el mejor.
Así, habiendo llegado a este punto el presidente, sus
rivales no cesan de tacharlo de “abrazafarolas”, de vivir
pendiente de salir en todas las fotos, de aprovecharse de
las instituciones para beneficio propio, de usar los fondos
públicos con un fin electoralista, etc.
Todas ellas denuncias legítimas, máxime cuando los partidos
han comenzado ya la campaña electoral y cualquier minucia
les vale para acelerar su operación de acoso y derribo de la
figura principal de un PP que volverá a ganar las elecciones
con suma facilidad.
Y la razón es bien sencilla: los ciudadanos tienen en muy
alta estima a Juan Vivas. Porque ven en él a ese candidato
que reúne las cualidades que los ceutíes piensan que ha de
poseer la persona que se siente en el sillón del llamado,
pomposamente, Palacio Municipal. Y cuando un pueblo elige a
alguien como el más destacado de sus habitantes, no hay
manera de llevarle la contraria. A no ser que el elegido
cometa desatino tras desatino. Algo que es imposible si
atendemos a la mesura y el saber estar del personaje en
cuestión.
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