Yo, Pedro (Simón) supe enseguida que existía una atracción
especial entre mi divino Maestro y yo, un hombre rudo y
simple, con genio, aunque todos en el pueblo de Cafarnaum me
quisieran, según decían, por tener buen corazón. Y por ser
un judío que cumplía siempre con lo prescrito, según la Ley
de Moisés.
No os voy a relatar todo lo que viví con Él, pues no habría
páginas suficientes para ello, pero sí recordar a mi Señor,
mi Salvador. mi Maestro, mi Rabí, mi Amigo del alma, mi
querido Hermano en Dios.
Me voy a referir, porque me apasiona y llena de lágrimas el
recordarlo, lo que aconteció en el Tabor, ya que Él me
nombró a mi, junto con Juan y su hermano santiago, en
privado, para que fuésemos testigos de un hecho asombro, que
quizás los otros aún no estaban preparados para asumirlo,
aunque nosotros sí teníamos que comprender por lo que si
avecinaba ya en el tercer año de Su Vida Pública: La Muerte
dolorosísima y la Triunfante Resurrección de Nuestro Señor
Jesucristo... Antes de ello, pasó lo que sigue.
Vereís. Habíamos estado unos días en Cesarea de Filipo como
brotaba la primavera y el clima era cálido, bajamos a sus
playas preciosas a remojar nuestros cansados pies y nos
dirigíamos a primeras horas de la mañana hacia el lago de
Genesare, el cual, muchos de vosotros conocéis y dais
testimonio de su hermosura y misterio.
Era una mañana preciosa, llena de luz y vida, pues se
empezaban a ver ahora los primeros síntomas de primavera,
con plantitas que mostraban sus tiernos retoños. Y como
íbamos todos los apóstoles junto a Él, además de una gran
cantidad de discípulos que seguían a su Maestro, no podíamos
ser más felices. Estoy seguro que lo comprenderéis.
Os podréis imaginar la alegría por el bullicio de los
caminos transitados, como era la costumbre, después del
recogimiento a causa de la lluvia, nieve y frío del rudo
invierno, por caravanas de israelitas y forasteros que
llegaban a Jerusalem de todos los lugares de la Diáspora, a
fin de escuchar las enseñanzas de los grandes rabíes y
mezclarse por entre los religiosos del templo, disfrutando
de un aire, un ambiente increíblemente intenso. A pesar de
la prisa con la que caminábamos, yo no quería perderme y
mirar a las ramas en flor de los árboles frondosos y las
alfombras de césped tupidos entre coloridas flores
silvestres, aunque un sol de primavera en lo alto me
molestase a la vista.
Aquí y allí se encontraban dispersas las casas de los
campesinos y las herrerías, para ayudar a las carretas que
circulaban entre aquel circo de colinas que nos rodeaba.
Recordé entonces los jardines de Juana de Cusa, aquella
excelente mujer que no dejaría un instante a la Virgen,
durante la Pasión y Muerte del Señor.
“Los jardines de Juana deben estar ya floridos”, dije. “Y
también el huerto de Nazaret, con María, yendo entre
rosales, jazmines, lirios, almendros, perales y granados”.
Estos, en realidad eran frutos de unas tierras tan amadas
por Dios desde el Principio.
Santiago de Alfeo, sobrino de José esposo de María, recordó
con nostalgia que a Ella, la Virgen, le gustaba siempre
poner una rama de árbol en flor, pues le recordaba aquel día
en que fue elegida como esposa, en el Templo (de Jerusalem).
Todos sentimos unas ganas enormes de verla en Nazaret. Había
que apretar la marcha para no demorarnos demasiado.
El Maestro ordenó ir todos primero a Betsaida, y después a
Cafarnaum, y allí se harían grupos. Alguna vez en vuestra
vida debéis venir por aquí y meditar nuestras vivencias con
el Buen Jesús.
Al llegar a mi pueblo, unos tendrían que tomar la barca
hasta Tiberíades y ya a continuación, por fin, a Nazaret.
Juan, que era un místico grande, un poeta maravilloso,
recordó unos versículos del Cantar de los Cantares:
“E iremos a decir a la Paloma: Levántate, apresúrate, ¡oh,
amada mía! Ven porque el invierno ha pasado, la lluvia ha
cesado, hay flores por los campos... Levántate, amiga mía y
ven, paloma, que estás escondida, muéstrame tu rostro y
hazme escuchar tu voz”.
Y es que para todos nosotros, María era nuestro tesoro.
Porque María, una delicada hebrea, suave y recatada, era la
hermosura de la tierra y hoy lo es del Cielo.
Yo dije: “La amamos, porque Ella es María. Es todo”
A lo que Jesús me felicitó y dijo: “Veréis lo que significa
amar a María, Madre de Dios, cuando sufra la Muerte de Su
Hijo y cuando conmigo, Salve a la humanidad que se ponga en
Sus manos”.
Llegamos a un riachuelo, hacía el calor propio del mediodía
y Jesús pidió que nos detuviésemos a tomar el pan y
descansar. Algunos bebieron en los márgenes del río,
mientras los demás se sentaban a descansar sobre la hierba
reciente. Juan, un muchacho tan delicado dijo que daba pena
aplastar las indefensas florecillas, pues parecían pedazos
de cielo. Y su hermano Santiago lo consolaba diciéndole que
nacerían con mayor belleza al día siguiente.
No os podéis imaginar la Paz que sentíamos con Jesús.
Comíamos sólo pan, pero las enseñanzas de Nuestro Jesús,
junto a las aguas limpias y puras del río, nos parecían un
gran banquete.
Él nos hablaba acerca de Su Madre. Nos hacía comprender la
entrega y el sacrificio, que serviría para hacer que los
hombres se entreguen a Dios. Judas Iscariote no podía
comprender que Ella sufriese más tarde. Y El Maestro con la
serenidad y mansedumbre que le caracterizaba siempre, nos
preparaba ya para el dolor que se nos avecinaba. No podíamos
aguantar la tristeza y el llanto, pues aunque no éramos muy
listos, ni estábamos muy bien preparados, intuíamos sus
enseñanzas.
Fue cuando yo le dije tajante, afligido, al Maestro que no
lo permitiría y me gritó inflexible: “Lárgate de aquí. En
estos momentos eres un satanás que me invitas a desobedecer
a mi Padre. Yo no he venido para honras. He venido para ser
el Cordero de Dios.
...Largo, eres par mi motivo de escándalo... No comprendes
lo que es la grandeza de Dios. Hablas como humano”.
Yo me quedé tan triste que no pude reprimir las tristes
lágrimas brotando de mi corazón por haber ofendido tanto a
mi Maestro, mi Señor, mi Mesías.
Andrés corrió a Jesús y con voz temblorosa le dijo:
“Maestro. Mi hermano está afligido y llora sin cesar”.
Y Jesús con sonrisa luminosa y ojos brillando como la miel
al sol pronunció: “El amor debe ser luz, no oscuridad”.
Después mi hermano Andrés, que tanto amo por su bondad y
timidez, le dijo a mi Señor que yo era bueno, que no fuese
duro conmigo y me consolase. Que si había pecado lo fue por
amor a su Rabí.
Jesús, mi Dios, le contestó: “Debe ser el primero. Yo le he
dado ese honor. Quien mucho recibe, mucho debe dar”.
Recordó entre otras a María Magdalena, cómo había obtenido
también el perdón.
En realidad, como Dios y como un padre, quería que le
pidiésemos, le rogásemos clemencia.
Yo estaba avergonzado y lloraba mucho. Él me dijo: “Acércate
tonto, que como un padre, te secaré las lágrimas”.
Me emocioné tanto que tan sólo pude decirle: “¡Oh Señor! ¿Me
perdonas?”
Y Él me confortaba mucho con dulzura y palabras suaves. Me
decía: “Te amo Simón Pedro. Y no puedo permitir, porque has
de ser el primero, que sentimientos desviados te confundan”.
Y ya, me cogió por los hombros mientras nos daba
animosamente todo tipo de advertencias y conocimientos
acerca de lo que le habría de acontecer en breve, para que
estuviéramos confortados. No olvidaré sus palabras: “Mi vida
os la doy con mi muerte”.
Dormimos entre aquellos prados que se perdían con la vista y
entre tallos que mostraban nuevos retoños. Y despertamos al
sentir las primeras gotas de rocío jugueteando en nuestros
rostros.
Luego, en pie, cantábamos y charlábamos alegres entre el
heno y el trigo recién nacido.
Estábamos llegando ya a Betsaida, cuando a lo lejos se veía
un jovencito, cargado con ramas en la espalda que por el
camino hacia el pueblo iba cantando feliz.
Enseguida me di cuenta que era Marziam, que lo quería yo
como a un hijo y mi mujer Porfiria lo cuidaba en la casa.
Recordad que a mí, pobre pecador casado, me escogió Él, como
a Bartolomé casado y a Felipe casado y con dos hijas. Mi
corazón palpitaba deprisa por tanta felicidad. Nos juntamos
y lo abracé como un padre. Tan alto y espigado estaba que
casi no lo había reconocido. Él corrió hacia Jesús y cayó a
sus pies pidiéndole bendiciones a su Maestro. Pero Jesús lo
alzó y lo abrazó y lo besó. Todos ardían de felicidad al ver
a mi Marziam. Era mi mujer quien lo había alimentado tan
bien; sentí enormes deseos de encontrarme con mi esposa
buena. ¡Qué hombre, si bien dedicado al sacerdocio, al
Evangelio, no desea estar junto a su familia, después de
largo tiempo fuera de casa!
Pero Jesús, sin desaprovechar un momento, profetizó sobre
mí, justo en el instante en el que yo no iba a sufrir tanto
al saberlo: “En verdad te digo, Simón Pedro que también
Marziam fecundará la tierra con su martirio. Y tú, como
Cabeza de la Iglesia, esperarás a que Yo te diga: “Ve a
morir por ella”. Y nos dijo además que todos, menos uno
seríamos revestidos de púrpura. Guardamos atemorizados y
pensativos silencio, porque ya empezábamos a entrar en
Betsaida. Vimos llegar a un ciego con sus familiares y yo le
dije a mi Señor que ese hombre había estado esperándole,
junto a otros muchos discípulos, largo tiempo. Y decían:
“Jesús, hijo de David, ten piedad de nosotros. Pon tu mano
sobre los ojos de mi hijo y verá. Ten piedad de mi, Señor.
Creo en ti”.
Jesús lo tomó, lo puso a la sombra y con los índices llenos
de saliva le frotó los ojos, oró y le preguntó ¿qué ves?. Y
fue describiendo cuanto veía turbio. Le volvió a poner Sus
manos Santas y comenzó a describir perfectamente lo que
nosotros también veíamos.
Todos alababan y bendecían al Señor.
“Sed Santos con Dios por gratitud. No digáis que lo he
curado entre los poblados a fin que la gente no me impida ir
a otros para llevar la luz y alegría de mi Padre”.
Llegábamos a mi casa y mi esposa Porfiria salía con su
amabilidad de siempre. Estábamos ya en Cafarnaum. En sus
riberas jugaban los niños como pececillos que salen de su
hábitat para danzar alegres. Habían visto a Jesús y como
golondrinas alrededor de sus nidos, iban a saludar y
enredarse exultantes al Rabí.
Como quiera que no nos dejaban caminar, protestábamos, pues
parecían yedras con ventosas adheridas. Jesús, sin embargo,
como era su costumbre, decías: “Dejadlos, dejadlos!. Y
caminaba con lentitud para no pisar los piececillos menudos.
Un rico amigo del pueblo, nos puso al corriente de cuento
decía Herodes y la inmoralidad de su corte.
“Para mí es el Mesías, Rey de Israel, de la estirpe de
David. Hijo del hombre predicho por los profetas, el Verbo
de dios, le he contestado a Herodes”.
Y Herodes comenta: “Yo soy el rey. ¡El Mesías murió ahogado
en medio de un mar de sangre, a penas nacido. Degollado como
un corderito. En tiempos de Herodes el Grande”.
“Los de la corte intentan traerle consuelo y le dicen que Tú
eres Juan, el Bautista, o Elías, o un anterior profeta. Él
ruge de miedo. Grita. Todo está enloquecido”.
Y Jesús bendecía y agradecía al amigo por estas
informaciones.
Antes de llegar a mi casa, el Maestro curaba a los enfermos
que esperaban Su llegada. Las mujeres prepararon la comida a
base de pescado asado y luego, como el días era espléndido,
tomamos las barcas para ir a Mágdala, y de allí, debíamos
dirigirnos hacia Jerusalem.
Eran aquello días limpios y claros. Los bosques estaban
henchidos de fragancia fresquísima, olores a menta, violetas
y rosales. Caminábamos de Nazaret a Caná, y allí se unieron
otras mujeres al conjunto apostólico que traían ramos para
María. Todas le traían plantas aromáticas. Y mi Porfiria en
un vaso de alcanfor, una planta balsámica que había cuidado
todo el invierno como mucho esmero. Volábamos a Nazaret por
saludar a la sonrosada luminosidad que emanaba de la faz de
María.
La siempre atarcada, cuando nos vio llegar dejó las ropas
que lavaba, secó sus manitas perfectas y se acercó feliz
para besar a Su Hijo.
Los primos Santiago y Judas de Alfeo se acercaron para
abrazar a María. Simón el otro hermano, también se nos unió
como había prometido al Maestro. Tan bonita como era la casa
de María, ahora se había convertido en un rosal. Éramos más
de cuarenta, así que nos esparcimos por el huerto y por la
casa de los Alfeo, para comer todo lo que María nos había
preparado. No podéis imaginar qué fiesta tan maravillosa se
formó allí como la alegría de nuestros corazones, al vernos
juntos después de tanto tiempo de ausencias y tantas fatigas
de apostolado.
Jesús hablaba muchas maravillas de Su Madre, y con tan gran
orgullo, que María se sonrojaba por la timidez y cortedad
que le había caracterizado siempre. Era para Él la “eterna
belleza del alma”. En las explicaciones del Maestro se
mezclaban a los antiguos profetas, pues eran nuestros
cimientos, en los que todos nos habíamos criado y leído en
las Sinagogas. Concretamente en la mía de Cafarnaum, frente
a mi casa, como podréis hoy visitar los restos de ella.
Y concluyó Jesús: “Como veis, lo que os digo guarda
referencia con lo que dijo el profeta Jeremías: -Una mujer
encerrará dentro de Sí a un hombre.
Así como lo que profetizó Isaías: -La Virgen concebirá y
dará a luz a Su Hijo”.
Por tanto, amigos míos, no os escandalicéis ni horroricéis
de cuanto vais a ver que sucede, pues todo está ya escrito”.
Y nuestro Señor, después de bendecirnos y confortarnos, nos
mandó descansar porque al día siguiente debíamos estar en
Cafarnaum para llevar a cabo otras misiones.
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