En cualquier curso de redacción
existe ese profesor que se dirige a sus alumnos
recordándoles que antes de ponerse a escribir es preciso
saber mirar con simpatía lo que se siente, sin odio, sin
piedad, sin cólera. Simplemente, con simpatía. Y citará a
Flaubert, que es muy socorrido en casos así, para
recordarnos lo que él pensaba al respecto: “Hay que miralo
todo con la misma mirada con que Dios mira las cosas de acá
abajo”.
Al dictado de la simpatía no hay tragedias; no se ensaña uno
con la víctima, no se condena a nadie, no se sacan
conclusiones partidistas. En suma: ver las cosas con
simpatía significa reproducirlas en su justa medida. O sea,
la mejor manera de saber lo que no se debe decir.
Lo cual es muy bueno, mayormente, para conservar el puesto
de trabajo. De lo contrario, escribir es exponerse a que el
día menos pensado se levante un manda de la política con la
cabeza llena de vientos imperiales y ordene que al
escribidor lo dejen a pan y agua durante un tiempo
considerable. El tiempo suficiente para que aprenda a reírle
las gracias y a bailarle el agua todos los días.
De cualquier manera, yo dudo que desde las alturas se vea
todo de color de rosa y con la visión generosa y agradable
que se les aconseja a quienes transitan a ras de suelo.
Permítanme, pues, ponerle un ejemplo que le leí a Gerald
Brenan: El volar induce a una actitud de escepticismo
religioso. Uno se da cuenta del error de suponer que Dios
puede estar “ahí arriba”, y puede estar “mirando hacia
abajo” hacia nosotros. Porque la actitud del observador ahí
arriba es necesariamente de indiferencia. Uno ve a un hombre
pedaleando en una bicicleta, uno ve una pequeña granja con
su arroyo y su puente, y no hay nada humano en ello. Uno no
siente el menor deseo de ayudar al hombre en su camino o de
lanzar una bendición sobre la pequeña casa. Para sentirse
bien o mal dispuesto hacia ellos uno necesita verlos
horizontalmente, a nivel humano”. Y finaliza así: “El hombre
sólo puede ser un hombre en relación con aquellos que
caminan sobre la tierra a su lado”.
Parafraseando a Brenan, yo veo a los políticos, salvo casos
excepcionales, como dioses que viven en las alturas y cuyas
miradas hacia nosotros, los seres terrenales, son de mucha
indiferencia y faltas de todo punto de simpatía y
generosidad.Y desde luego, si les fuera posible, fulminarían
con rayos a todos cuantos se muestran reacios a seguir las
pautas que ellos marcan desde su privilegiada atalaya.
Muchos acaban por deshumanizarse, por alejarse de la
realidad; ya que frecuentan un mundo superior que se han
fabricado para llegar a cierta edad celebrando que se han
cumplido los sueños de su niñez: vivir convencidos de que
son muy listos y que se llevan al huerto a todos los
mindundis que paseamos el asfalto.
Eso sí, para conseguir el poder y retenerlo, a fin de poder
mirar hacia abajo con desdén y manifiesta superioridad, son
capaces de todo. Y, además, se han aprendido de memoria lo
único que les interesa de cuanto dijo Maquiavelo al
respecto: “El fin justifica los medios”.
Cuando uno mira hacia arriba y ve por televisión las
imágenes de cómo camina Carod Rovira por los pasillos del
edificio donde se cobija la Generalidad, siente unos deseos
enormes de ser apasionado sin miramientos y ponerse a
escribir impropios de un tío que está todo el día renegando
de haber nacido en Zaragoza y no en Cataluña. Un tío que da
muestras continuas de odiar a la Benemérita, pero que ha
vivido, por haber sido su padre un miembro de ella, en un
cuartel durante su niñez. No crean que el tal Carod es de lo
peor que tenemos aposentado entre nubes, no. Pero sí nos
vale como ejemplo para saber con quiénes nos gastamos los
cuartos.
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