La línea de refuerzo que sube
desde el centro hasta la barriada del Príncipe vivió ayer
una jornada tranquila. Sobre todo de dos a tres de la tarde,
franja en la que, hasta hace dos días, conductores y pasaje
viajaban atemorizados. Insultos, vejaciones y rotura del
mobiliario han sido el pan nuestro de cada día. Estos
sucesos casi motivan una nueva suspensión de un la línea de
apoyo ante el miedo y la impotencia en que trabajaban los
profesionales de la empresa de autobuses. De “jóvenes
asilvestrados” los calificó el delegado del Gobierno
recientemente quizá para quitar hierro al asunto. Pero el
asilvestramiento tiene un límite que casi se podía haber
convertido en desgracia si uno de esos chavales se hubiera
comido una farola mientras viajaba en el techo del vehículo.
La Ciudad ha dispuesto un dispositivo de seguridad que no
será eterno: una furgoneta de la UIR y un coche patrulla
acompañan a diario el autobús durante una hora. Es una
comitiva casi esperpéntica porque hablamos de un vehículo en
el que, prácticamente, todos los viajeros son niños; ¡ah! y
un grupo de asilvestrados que hacen imposible el trayecto.
Niños a los que escolta la UIR porque otro grupo de niños
sólo piensa en estorbar. La razón es desconocida aunque algo
tendrá que ver con la educación (o la falta de), con la
creencia de que la impunidad les protegerá y con las pocas
expectativas de futuro que albergan sus pequeñas cabezas en
las que debería entrar un libro o un buen disco. La
revolución no se hace así. Los jóvenes tienen otras
inquietudes. Todas las fuerzas invertidas en atemorizar a un
conductor de autobús podrían dedicarse a tantas cosas
productivas... que la imaginación tendría que estirarse
hasta límites insospechados.
Pero es más fácil utilizar esta vía de escape y más
inmediato, lo que provoca una situación próxima al
surrealismo: un autobús público escoltado por la Policía
Local. ¡Qué divertido!
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