Estimada Elena Sánchez: se
me viene a la memoria, nada más escribir tu nombre, lo que
dijera el poeta en su día: “¡Qué solos se quedan los
muertos!”. Por ello, se recomienda a los deudos y amigos de
los finados, que los recuerden a cada paso, para que así
permanezcan entre nosotros. De manera que no se vayan
desdibujando sus figuras y terminen por convertirse en una
vaga referencia a los pocos meses de haber cumplido con el
tránsito por el cual todos hemos de pasar.
Mira, Elena, dado que antes de ocurrir lo tuyo, allá en una
habitación de hotel madrileño, nosotros solíamos conversar
mucho, siento la necesidad de contarte cosas de Ceuta. Sí;
de una tierra de la que tú te prendaste y decidiste vivirla
con la intensidad que ofrece la política activa. Y lo hacías
en primera línea: aceptando cargos importantes y rodeada de
mastines carentes de ladridos pero peligrosos en extremo.
Andabas siempre, pues, expuesta a las dentelladas de esos
canes que no te perdían de vista y que buscaban la
oportunidad de hincarte los dientes en ese tu cuerpo frágil
y que terminó por romperse.
Mira, Elena, la última vez que le dijiste a tu secretaria
que querías hablar conmigo, acudí a tu despacho, deprisa y
corriendo, porque dos días antes te había visto decaída y me
hablabas con un deje de tristeza inconfundible, en alguien
que se siente acosada. Y acerté. Fue cuando te sinceraste
conmigo y me pusiste al tanto de ciertas persecuciones que
no entendías. Sin embargo, cuando yo te di mi opinión al
respecto, me respondiste tan rauda como convencida de lo que
decías:
-Nunca haría yo nada que perjudicase a Juan Vivas.
Es más, me constaba ya que cualquier contrariedad con el
presidente, debido a disparidad de criterios, te causaba
trastornos y te hacía pasar un mal rato. Porque tú sabías
que había individuos dispuestos siempre a contar de ti
historias para no dormir. Eran quienes no aceptaban, de
ninguna manera, que una recién llegada al partido hubiera
escalado puestos hasta conseguir ser una pieza destacada,
quizá la que más, del Gobierno del PP.
Mira, Elena, Juan Vivas, a quien tú diste cobijo cuando su
etapa en la Delegación del Gobierno, inauguró el lunes
pasado, unos jardines que llevan tu nombre. Jardines que
están enfrente del lugar donde tú vivías; concretamente en
el Sardinero. Y ante tu busto, que por cierto ha quedado la
mar de bien, y tras descubrir una placa, el presidente
recordó lo dispuesta que estabas siempre para trabajar;
también refirió que eras una mujer íntegra; y, como ya es
costumbre, habló de tu honradez. Y al leerlo, ya conoces de
qué manera me gusta analizarlo todo, he pensado que si no
hubieras sido persona honorable, a prueba de bomba, ya te
habrían despellejado en plaza pública, incluso en tu
situación.
Mira, Elena, te lo digo porque ya estoy cansado de oír que a
cuento de qué se ha dispuesto que unos jardines lleven tu
nombre; te lo digo porque a cada paso sacan a relucir que
hay personas nacidas en Ceuta, con mayor derecho a ser
distinguidas como lo has sido tú; y porque tus enemigos,
amiga, si bien no han podido denigrarte después de muerta,
se han dedicado a desmerecer tus méritos en todos los
sentidos.
Mira, Elena, ya no te canso más con esta misiva, que se está
haciendo larga. Juan Vivas te ha premiado la lealtad. Que no
es más que un comportamiento donde nunca tuvieron cabida las
cosas que se suelen dar en patio de Monipodio. Ese patio de
casa que frecuentan quienes te detestaban. Y en el cual
predomina la falta de honradez, los secretos inconfesables y
el engaño por sistema. Ah, se me olvidaba: cada día, y desde
hace ya su tiempo, no dejo de visitarte en tus jardines.
Puesto que me hace bien. Y quiero que lo sepas
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