Me desborda una sensación de
tristeza cuando me acerco a los medios de comunicación y
tomo el pulso de la vida. Quizás sea consecuente lo del
pesimista, considerarle un optimista bien informado. Ese
mismo sentimiento de congoja también lo percibo cuando paseo
por las calles, abro los ojos y veo rostros llenos de
arrugas crecidas por el sufrimiento. En verdad, siento miedo
que el mundo enferme de raíz, o sea, por el espíritu. Ya me
dirán entonces, con qué tronco caminamos. Las enfermedades
interiores son las peores, tienen complicada curación. Negar
la vida a los que vida tienen, es una estúpida y cruel
salvajada. Las cadenas del odio aprovechan cualquier ocasión
para encarcelar corazones. Pienso que debemos romperlas sin
revancha alguna, no con el ojo por ojo que acabaríamos, como
dijo Gandhi, ciegos; sino con mucho tacto y mejor tino, es
decir, con mucho amor y más paciencia. Sólo hay que ver el
mar como persiste y penetra en las duras rocas, hasta
volverlas islotes por donde los enamorados recitan sus
pasiones.
Lo cierto es que ha disminuido el auténtico amor, el que se
dona, y, a veces, me da la sensación que hemos tomado el
recurso de la locura. El fenómeno de la violencia doméstica,
una espiral que no cesa, tiene ya cifras que nos dejan sin
aliento. Un total de ciento setenta y cinco mil ciudadanos
españoles, o residentes en España, están empadronados como
maltratadores. Son datos facilitados por el Registro Central
para la Protección de las Víctimas de la Violencia
Doméstica, que comenzó a funcionar hace dos años y medio.
Visto lo visto, creo que la tarea que han de comenzar los
devotos de la no violencia, los cofrades de la hermandad del
amor, aunque difícil sea el camino, (ninguna dificultad
puede abatir a los humanos cuando se tiene la convicción de
las ideas claras y la amorosa fe que reviste a los poetas
con su mirada de niño y su clarividente visión), sería sacar
en procesión una vida vivida para los demás, rendirle todos
los honores, y dejar que se encienda la pasión con la
penitencia de la envidia.
Las influencias del ambiente son de auténtica desolación.
Ahí está la naturaleza que continuamente nos llama al orden
y a la poesía. Se han perdido también todas las estéticas.
Vivimos en un desorden endémico. La concentración de
partículas, en el aire que respiramos, llega a unos límites
que nos sacan del tiesto de la vida. La situación se agrava
en el colmenar de las zonas urbanas, donde para moverse hay
que echar humo. El Ministerio de Medio Ambiente podrá
impulsar movilidades urbanas sostenibles, como puede ser el
día sin coches; pero si los servicios públicos, aparte de
ser caros tampoco funcionan, no tiene sentido malgastar
dinero público en una campaña predestinada a quedarse en una
pura fantasía literaria. Cuando una casa se empieza por el
tejado, todo se derrumba. Aquí pasa lo mismo, está bien que
conciencien, pero antes ofrezcan alternativas mejores que
nos hagan decir sí al transporte público. Además, la
naturaleza hay que cuidarla a diario y no ser obreros de mal
gusto. Que unas veces se justifica a los contaminadores y
otras veces nosotros mismos sembramos contaminantes.
También se van perdiendo los vínculos, aquellos que la
naturaleza ha hecho vitales, lo de hacer familia en familia.
Con el teléfono móvil pensamos que tenemos el ángel
protector en la casa para que nuestro hijo se sienta
acompañado, creemos que es la niñera perfecta, que todo lo
controla como si fuese un dios que todo lo ve. Ellos, sin
embargo, cuando luego en los colegios se les pregunta cómo
se sienten en sus hogares confiesan que están más solos que
la una. Sigo pensando, que nos falta calor de hogar y que
nos sobra vida laboral. Eso suele pasar por vivir a todo
tren, quiero decir por hipotecarnos y hacerle juego al
consumo. Además, tampoco se habilitan presupuestos de
administración alguna, para que las familias puedan respirar
tranquilas y hacer el corazón sin pensar en un trabajo extra
para llegar a final de mes, sin tener que sumar otro crédito
más en su currículum desesperante.
Tenemos una juventud, cada día mayor, que crece sin
referentes de familia. En sus vidas, no han conocido el amor
de padres unidos hacia un hijo común. Resulta que se hacen
mayores sin aprender a discernir lo bueno de lo malo. Han
vivido un enfermizo caos, terreno propicio para el refugio
en drogas y alcohol. Para colmo de males, en esta sociedad
deshumanizada, difícilmente estos jóvenes van a encontrar
consuelo y apoyo. Estamos inmersos en un abandono total y en
una pérdida de responsabilidades. El que miles de chavales
hagan lo que les venga en gana, con absoluta dejación y
relajación multipliquen las concentraciones y respondan con
más botellones a la ley que prohíbe beber en la calle, es
para preocuparse y ocuparse de que los valores sociales son
verdaderamente el gran patrimonio que debemos cosechar y que
la siembra educativa ha de ser el gran objetivo a conseguir.
Tenemos abundancia de falsos maestros en el mercado de
abastos, cultivando la incoherencia de las palabras a los
hechos, pregonando unas veces satisfacciones efímeras, otras
dudas y miedos, y entre medias echando bocanadas de
aplastante poder que mancha cualquier formación ética
recibida como referencia para orientarse.
Son muchos los fundamentos por los que me asedia el
pesimismo al ver frecuentes decepciones y derrotas, pero
siempre nos queda el anhelo de recibir esa última carta de
esperanza que nos hable de humanidad. Me parece que no hay
mayor independencia que dejar las armas y convencer con el
alma, ni mayor libertad que aquella con la que se abrazan
los pueblos. Considero también que no hay menor justicia que
dejar sueltos a tipos corruptos gobernar una civilización,
ni menor solidaridad permitiendo que la mentira reine. Dicho
lo dicho, tampoco piense el avispado lector en la auto-
rendición del que suscribe, a pesar de tantas realidades
negativas que nos circundan, mientras no me abandone la
palabra o el olvido de los optimistas me deje sin oxígeno,
tirado en la cuneta y retirado de sueños.
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