Hubo un tiempo en el cual yo me
sentaba a leer la prensa en la Cafetería Real. Y hasta allí
acudían algunos políticos a darme la tabarra. Me contaban
sus historias, en algunos casos cuentos de nunca acabar, y
me hacían armarme de paciencia y educación, para no
mandarlos donde los chirlos mirlos. Un día, cuando Juan
Vivas esperaba ser investido presidente, creo recordar que
era sábado y de buena mañana, se presentaron en la cafetería
varias personas, a cuyo frente iba Javier Arenas. Los
acompañantes, cito de memoria, me parece que respondían al
nombre de Francisco Olivencia, Francisco Antonio González, y
un tal Reina, que era, entonces, secretario de Estado de no
sé qué.
El local estaba vacío, y por tanto había mesas suficientes y
mejor situadas que la que yo solía ocupar. Pero, por algo
que nunca he entendido, el grupo eligió acomodarse en una
que estaba a mi vera. Y allá que se pusieron a pegar la
hebra sin ningún tipo de miramiento. Por consiguiente, pude
enterarme de unos comentarios tan imprudentes cual chuscos,
que rayaban en la grosería. Tal es así, que siempre he
mantenido la siguiente duda: ¿se sentaron allí para que yo
supiera qué pensaban ellos de Juan Vivas o acaso fue un
descuido inconcebible de Javier Arenas y sus acompañantes?
Sea como fuere, aquella conversación y las opiniones que
allí se dieron sobre la personalidad de quien iba a ser
investido presidente, me dejaron un mal sabor de boca. Y fue
a partir de entonces, créanme, cuando me sentí más de cerca
de Vivas que nunca jamás había estado. Entre otras razones
porque las relaciones entre Vivas y yo eran inexistentes
desde hacía ya mucho tiempo.
Debo confesar, además, que a mí me caía la mar de bien
Javier Arenas. Me gustaba su forma de comportarse y,
justicia obliga, lo había hecho muy bien en el Ministerio
del Trabajo. Incluso me hacía gracia su forma de imitar a
Charles Boyer. Esa forma de arquear la ceja izquierda,
acompañada de un visaje inconfundible en el astro francés.
Aunque, tras oírle aquella mañana sabatina, en la Cafetería
Real, me entraron ganas de acercarme a él y preguntarle por
la persona que lo había engañado en relación con el proceder
de Vivas y, sobre todo, reprocharle que lo manifestara sin
ningún recato delante de un extraño.
Varias veces he intentado preguntarle a Javier Arenas por
aquel desliz, y desde luego por algo más principal: qué
milagro se ha obrado para que él haya pasado de ver a Vivas
como alguien de escasa o nula relevancia a tenerlo por uno
de los políticos más destacados de su partido.
La última vez que traté de inquirirle al respecto, fue en
Sevilla, durante una conferencia en la cual participaron
Imbroda y Vivas. Pero el presidente del PP en Andalucía,
Javier Arenas, me dio un regate genial y allá que salió
embalado hacia la puerta de salida.
No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que alguien
le dijo, en su día, que si se dejaba entrevistar por mí una
de las preguntas sería, sin remisión, la siguiente: ¿Por que
pusieron ustedes de vuelta y media a Vivas en la Cafeteria
Real, el día en el cual usted tenía que hacer de maestro de
ceremonias de la investidura? Y, claro, no quiere verme ni
en pintura.
De cualquier manera, me imagino que Javier Arenas, más listo
que un ratón colorado, habrá ya deslizado bajo cuerda a
nuestro presidente el nombre de quién lo indujo a cometer
tamaño error. Y que nuestro presidente, dada su bonhomía, se
lo habrá perdonado.
Aun así, lo mejor que podría hacer el presidente de los
populares andaluces, si de verdad tiene en tan alta estima a
Juan Vivas y su afecto por él es tan elevado, es dejar de
organizar hermanamientos envenenados como el que se ha
celebrado en Málaga.
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