Noches atrás, cuando dedicaba mi
tiempo a zapear por las cadenas de televisión, me tropecé en
Telemadrid con El otro lado de la realidad: un
programa que presenta Javier Sierra y que trata los
fenómenos paranormales desde el punto de vista científico.
Entre los invitados estaba Salvador Ortega, y fue
verlo para darme cuenta de que habían transcurrido ya casi
cuarenta años de cuando me lo presentaron en la barbería de
Pepín, en El Puerto de Santa María.
En aquel tiempo, el hoy afamado policía científico y de
ganada fama como experto criminalista, era un policía de la
brigada de lo social y alguien dispuesto ya abrirse camino
en el estudio de los más grandes psicópatas españoles.
Aunque creo, y algún día a lo mejor se lo pregunto, que la
detención de Manuel Delgado Villegas El Arropiero,
y los días que pasó con él interrogándolo, debieron influir
para que decidiera convertirse en lo que es actualmente.
1 de enero de 1971. Se fuga Eleuterio Sánchez El
Lute del penal de El Puerto de Santa María. A la
barbería de Pepín acudiamos contertulios diversos, entre
ellos los policías llamados secretas, y me entero de que el
Portuense piensa en mí para conseguir salvar la categoría.
Días después se me contrató. Lo cual demostraba que el
maestro barbero estaba al tanto de todo cuanto se cocía en
la ciudad. Nada extraño: pues los barberos de entonces daban
fe de las cosas antes de que éstas se produjeran.
Muchas tardes, de aquel año gris de 1971, me sentaba yo en
el escalón de la puerta de mi casa, en la calle Espelete 23,
rodeado de niños que deseaban jugar a la pelota delante de
mí. Y allá que se acercaba Manuel Delgado Villegas
pregonando arropías y, tras situar el trípode a mi vera,
colocaba el canasto encima.
Era El Arropiero un tipo de complexión fuerte, disfrazado de
Cantinflas, que gustaba de ver cómo los niños
combinaban con la pelota y se divertían de lo lindo. Incluso
se ponía con ellos a competir en plena calle donde la
circulación era escasa y podían los chavales permitirse el
lujo de darle rienda suelta al libre albedrío de la niñez.
Así que durante cierto tiempo el mayor asesino en serie de
España compartió juego, ante mi presencia, con niños de mi
barrio. También lo solía ver acompañando a su novia: una
mujer de escasas luces que tenía metido entre ceja y ceja
que lo suyo era coleccionar novios para fornicar a calzón
quitado. Por matar a mi vecina, el hijo de El Sevillano, que
así se apodaba el padre del Arropiero, la policía pudo
detenerle y conseguir que el gran trabajo de Salvador
Ortega, policía muy joven y con unos deseos de ser alguien
en el mundo del crimen, diera como resultado una confesión
espeluznante de quien mataba con más facilidad que pregonaba
la venta de sus arropes.
A Salvador Ortega, que no era muy dado a contar cosas de su
profesión, le oí decir que la confesión fue posible porque
El Arropiero era un fumador desbocado y que la lengua se le
soltaba a base de ir dándole cigarrillos de Camel y de Lucky
Strike. Si bien lo que más me sorprendió, en aquellos días,
fue las razones que daba de uno de sus crímenes (Cometió más
de cuarenta). Decía que había matado a una mujer en Roma,
dueña de una pensión, que se había colado por él, porque al
ser muy gorda no podía abrazarla.
Leo que los asesinos en serie, tal como el conductor alemán
que ha ido estrangulando mujeres con una facilidad pasmosa,
suelen ser personas muy amables. En el caso de El Arropiero,
disléxico y analfabeto, lo que sí pude apreciar es que le
encantaba jugar con los niños. Y entre ellos parecía el más
feliz del mundo. Pero nunca se me ocurrió preguntarle a
Salvador Ortega el motivo de lo apreciado.
Nota: SO es un conferenciante de mucha categoría.
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