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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 29 DE NOVIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Salvador Ortega
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Noches atrás, cuando dedicaba mi tiempo a zapear por las cadenas de televisión, me tropecé en Telemadrid con El otro lado de la realidad: un programa que presenta Javier Sierra y que trata los fenómenos paranormales desde el punto de vista científico. Entre los invitados estaba Salvador Ortega, y fue verlo para darme cuenta de que habían transcurrido ya casi cuarenta años de cuando me lo presentaron en la barbería de Pepín, en El Puerto de Santa María.

En aquel tiempo, el hoy afamado policía científico y de ganada fama como experto criminalista, era un policía de la brigada de lo social y alguien dispuesto ya abrirse camino en el estudio de los más grandes psicópatas españoles. Aunque creo, y algún día a lo mejor se lo pregunto, que la detención de Manuel Delgado Villegas El Arropiero, y los días que pasó con él interrogándolo, debieron influir para que decidiera convertirse en lo que es actualmente.

1 de enero de 1971. Se fuga Eleuterio Sánchez El Lute del penal de El Puerto de Santa María. A la barbería de Pepín acudiamos contertulios diversos, entre ellos los policías llamados secretas, y me entero de que el Portuense piensa en mí para conseguir salvar la categoría. Días después se me contrató. Lo cual demostraba que el maestro barbero estaba al tanto de todo cuanto se cocía en la ciudad. Nada extraño: pues los barberos de entonces daban fe de las cosas antes de que éstas se produjeran.

Muchas tardes, de aquel año gris de 1971, me sentaba yo en el escalón de la puerta de mi casa, en la calle Espelete 23, rodeado de niños que deseaban jugar a la pelota delante de mí. Y allá que se acercaba Manuel Delgado Villegas pregonando arropías y, tras situar el trípode a mi vera, colocaba el canasto encima.

Era El Arropiero un tipo de complexión fuerte, disfrazado de Cantinflas, que gustaba de ver cómo los niños combinaban con la pelota y se divertían de lo lindo. Incluso se ponía con ellos a competir en plena calle donde la circulación era escasa y podían los chavales permitirse el lujo de darle rienda suelta al libre albedrío de la niñez.

Así que durante cierto tiempo el mayor asesino en serie de España compartió juego, ante mi presencia, con niños de mi barrio. También lo solía ver acompañando a su novia: una mujer de escasas luces que tenía metido entre ceja y ceja que lo suyo era coleccionar novios para fornicar a calzón quitado. Por matar a mi vecina, el hijo de El Sevillano, que así se apodaba el padre del Arropiero, la policía pudo detenerle y conseguir que el gran trabajo de Salvador Ortega, policía muy joven y con unos deseos de ser alguien en el mundo del crimen, diera como resultado una confesión espeluznante de quien mataba con más facilidad que pregonaba la venta de sus arropes.

A Salvador Ortega, que no era muy dado a contar cosas de su profesión, le oí decir que la confesión fue posible porque El Arropiero era un fumador desbocado y que la lengua se le soltaba a base de ir dándole cigarrillos de Camel y de Lucky Strike. Si bien lo que más me sorprendió, en aquellos días, fue las razones que daba de uno de sus crímenes (Cometió más de cuarenta). Decía que había matado a una mujer en Roma, dueña de una pensión, que se había colado por él, porque al ser muy gorda no podía abrazarla.

Leo que los asesinos en serie, tal como el conductor alemán que ha ido estrangulando mujeres con una facilidad pasmosa, suelen ser personas muy amables. En el caso de El Arropiero, disléxico y analfabeto, lo que sí pude apreciar es que le encantaba jugar con los niños. Y entre ellos parecía el más feliz del mundo. Pero nunca se me ocurrió preguntarle a Salvador Ortega el motivo de lo apreciado.

Nota: SO es un conferenciante de mucha categoría.
 

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