YO creo que ya lo he superado. Por eso estoy tranquila. Lo
reconozco mientras fumo un cigarrillo de los que no pienso
ya dejar a mis años, y tomo una taza de café para aguantar
la noche despierta cuidando a Maruja, una anciana que
requiere mis cuidados como enfermera, y que ahora duerme.
Y esta reciente etapa de mi vida quiero vivirla tranquila,
sin sobresaltos, después de algunas tristezas, bastantes
sinsabores y mucha falta de amor verdadero, porque a causa
de mi terquedad siempre se producía en mí la misma
constante: me juntaba con personas que no me amaban y me fui
alejando de los que bien me querían y lloraban mis
ausencias.
Toda la vida buscando algo nuevo, distinto, y al fin lo he
encontrado.
¡Ahora estoy en Granada!
De muy pequeña, allá en Ceuta, mi terruño natal, sabía
cantar unos cuplés graciosos y algo picantes que mi tata me
enseñaba, y los estrenaba en los teatrillos que mi hermana
organizaba en nuestra casa de la calle Sargento Coriat.
Decían que era una niña muy resuelta y vivaz.
Mis padres estaban locos conmigo, yo era consciente de ello,
y quizás fuese éste el motivo por el que me mimaban sin
medida, aunque pronto ellos sentirían el dolor de verme muy
enferma. En Ceuta por aquel entonces no había un servicio
médico adecuado para tratar con tumores desconocidos.
Los médicos no daban un duro por mí , hasta que por fin mi
madre a pesar de los pocos recursos que entonces se
manejaban, decidió que nos marchábamos a Madrid, al Gran
Hospital donde estaban los mejores cirujanos sobre todo tipo
de tumores infantiles.
Mi pierna derecha me dolía mucho, cada día cojeaba más, los
medicamentos que traían de América para curarme no hacían su
efecto y eran muy costosos, y además, en el hospital ceutí,
pretendían inmovilizarme colgando mi pierna del techo.
Aquel viaje, en lugar de que resultara una experiencia
negativa, fue del todo estupendo. Yo aprendí nuevas
canciones de las gentes que iban a Madrid, para curar allí
males terroríficos por entonces.
Las monjas me enseñaron a recitar preciosos y largos poemas
que yo me sabía al dedillo, pero lo más importante se
produjo cuando observaron que milagrosamente el tumor que
parecía llevar mal cariz, desapareció. Aunque personalmente
no creo en los milagros, reconozco que aquello lo fue.
El doctor Madruga con todo su equipo no podía creérselo, no
obstante, así era. No tenía aún ni idea de la inmensa
alegría que ello supuso para mis padres.
Decidieron, antes de regresar a Ceuta, llevarme a visitar el
zoo, el Parque del Retiro y Galerías Preciados. Allí
compramos regalos para mis hermanos que, esperaban nuestra
pronta llegada en tanto que iban todos los días a la playa
de Fuente Caballo, bajando por la Rocha, justo enfrente de
la calle del Espino. Una temeridad, pues era el caminillo
que solían tomar las cabras para comerse los cogollitos de
las plantas recién nacidas.
Y regresamos a casa en el mes de septiembre, momento
propicio para comenzar mis estudios de primaria. Yo aprendí
a leer enseguida, era una esponja asimilando cuanto me
enseñaban.
(Y cuando tiempo después pasé al instituto, era una
jovencita inteligente, de las que en los concursos de clase
sobre accidentes geográficos o los más famosos e importantes
reyes hispanos, siempre me llevaba el Atlas del sorteo, o un
diccionario soberbio.)
Mi tata, hermana de mi madre, que no había tenido hijos,
casi me crió mientras mi madre se iba a la escuela. Ella era
maestra. De ella guardo entrañables recuerdos y un gran
cariño.
Tuve una época de gran rebeldía en mi juventud, era una
inconformista que todo lo ponía en tela de juicio. Incluso
participé en lecturas de autores en el exilio, entonces
prohibidas. Nos reuníamos los amigos “disidentes” de la
dictadura de Franco, por llamarlo de alguna manera, y
proyectábamos sueños futuros, que en muchos casos se nos
fueron al garete.
Hoy no recomiendo a ningún joven que sea terco con sus
padres y les haga sufrir sin motivo, pues a la larga, se
paga con creces, retrasando el progreso personal, e incluso,
arruinando totalmente las grandes ilusiones que se tengan
puestas en un próximo futuro.
Yo dormía en la casa de mi tata. La quería muchísimo, pero
como todo se acaba, esta felicidad me duró poco, pues mi
tata fue atropellada por un coche y murió cangrenada.
Fue una soledad tan grande la que me entró que no podía
soportar nada a mi alrededor, debía comenzar una forma nueva
de vivir.
Dejando a mis padres derrotados, decidí marcharme de la
ciudad. Ponía en práctica lo que había estado madurando ,sin
atreverme a hacer, durante algún tiempo.
Me ausentaba de mi tierra querida para siempre.
Me oprimía, me asfixiaba el bello recuerdo de niñez y
adolescencia, tan mimada junto a mi tata. Las dos estuvimos
siempre tan unidas, que no concebía ahora el transcurrir de
los días sin aquella entrañable y poderosísima compañía.
Entonces, me miré al espejo vestida como estaba de riguroso
luto. Tanta negrura dañaba mi alma y nublaba mis sentidos.
Eran unas ropas que desgarraban mi joven corazón.
Reconozco hoy que entonces comencé a sufrir en silencio.
Sentí amargura al comprender que era una joven sin
experiencia de nada, alimentada con tediosos paseos
pueblerinos donde todos nos conocíamos y muchos, al no tener
otra cosa más interesante que hacer, inventaban falsas
historias basadas en suposiciones sin pies ni cabeza, que me
fastidiaban bastante, pues a mí me gustaba ir a mi aire, con
absoluta independencia, libre de ideas, sin prejuicios ni
cortapisas ante el qué dirán o las murmuraciones.
Así que pedí algún dinero a mi madre para los gastos de
primera necesidad. Quería empezar aquel viaje que tenía
proyectado en mente. Ella lloraba al verme hacer la pequeña
maleta que había descansado largo tiempo en el altillo del
armario, aguardando paciente aquel momento. Metí lo
imprescindible y me marché a Barcelona, que era en aquella
época la ciudad española más europeizada de todo el país. Y
sin nada más que muchas ilusiones en mente, me marchaba.
Quería volar, recorrer caminos inciertos, aunque sin
interferencias que impidiesen encontrarme y reconocerme tal
y como era, con mi propia personalidad y estilo de vida.
Mis padres intentaron retenerme sin éxito. Querían
convencerme para que me quedara, pero yo estaba firme como
un roble.
Me levanté sin ruidos la mañana de la marcha y solita me
encaminé al puerto . Esperé la llegada del ferry que me iba
a llevar a un mundo completamente desconocido, si bien,
bastante idealizado por mí.
No podía imaginar lo que el destino me tenía reservado. En
cualquier caso, tenía muy claro que no iba a regresar con
las manos vacías a Ceuta, como una fracasada en ideales de
grandeza y siendo a continuación el hazmerreír y la
comidilla del pueblo.
A decir verdad, los principios fueron bastante duros, hoy no
me explico cómo pude superar tantas dificultades. Sin
embargo, pude sobrevivir gracias a las chapucillas que me
iban saliendo. Unas veces me llamaban para cuidar a enfermos
o ancianos. Otras, como cuidadora de niños. En fin, nadie se
ahoga en un vaso de agua y de todo se sale, si una se lo
propone.
Sin desgastarme demasiado pude comenzar nuevos estudios en
las hora libres, no muy abundantes, por cierto. Y conseguí
el título de enfermera. Que nadie piense que aquello que
estudiamos muchas veces sin ver un objetivo claro, después
no sirve para un futuro proyecto de vida. Y mi caso es hoy
un ejemplo clásico e ilustrativo de ello.
No podría ahora explicar con precisión si aquellas primeras
y precipitadas nupcias mías, fueron el resultado de la
inconsciencia juvenil. Me casé con un joven médico que me
deslumbró en un primer instante, por su aspecto descuidado y
bohemio. No pensaba entonces en las consecuencias de lo que
supone compartir cada día con un hombre desconocido, una
casa, una cama, los recuerdos de tu familia ausente que
valoras más cuando no la tienes cerca para disfrutarla, todo
tu yo, y los problemas cotidianos que van surgiendo sobre la
marcha.
La tristeza volvió a invadirme ante la frustración de un
matrimonio que se acababa por falta de entendimiento y
verdadero amor.
¡Nada es eterno!, me dije en los momentos cruciales para
adquirir otra vez mi autoestima y consuelo.
Me duele recordar cómo deambulé y cómo lloré la lejanía de
los míos. Yo tenía un escaso puñado de años que no pasaban
de veinticinco.
En mis desventuras estaba sola, así que traté de aguantar
todo el sufrimiento como buenamente pude, y la terquedad que
siempre me ha caracterizado, me ayudó a soportarlo cuanto me
vino. Incluso llegué a escribir a casa diciendo que todo iba
bien, que sería tan sólo cosa de saber vivir aquella mala
racha, pero que soportaría las adversidades con estoicismo y
seguiría adelante sin volver atrás la cabeza.
La verdad es que en mi interior tenía la sensación de estar
completamente perdida y de haberlo perdido todo. Aparte, que
las reservas de dinero se hallaban bajo mínimos , había
liquidado las joyas para afrontar gastos. Y tuve que
deshacerme de los buenos muebles. La única solución que me
quedaba era trabajar de sol a sol. Y eso justo fue lo que
hice.
Sonrío ahora recordando aquella hermosa tarde de primavera,
cuando precisamente también tomaba café en la terraza de un
bar de las Ramblas barcelonesas.
De pronto apareció un hombre alto, rubio, de tez blanquísima
y una inmensa mirada azul. Su contextura fuerte me subyugó
sin límites, desde el primer instante. Sin embargo, en sus
facciones ya se detectaban los surcos de amargura o alguna
añeja desesperación aún sin sanar.
Él también se fijó en mí, algo vería en mi semblante que nos
semejaba un poco. Su inconfundible acento sajón al decirme
“hola, ¿qué tal?” , avivó mi atención, al tiempo que
nuestras miradas se cruzaron. Enseguida comenzábamos una
conversación distendida y pronto nos dimos cuenta que
necesitábamos el uno del otro.
Y de este modo volví a la vida.
Creo que me pongo ahora un poquito romántica, pero he de
decir que pasamos aquel invierno frío susurrándonos palabras
de amor empapadas de ternura mutua que nos hacían mucha
falta. Hasta que un buen día decidimos tomar el mismo
sendero, habitar la misma casa y compartir nuestras vidas
juntos.
Harold era de origen holandés. Su padre había sido un Rab
que le había tocado engrosar filas en los campos de
concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Salvó
de milagro el no haber sido gaseado o cremado, y cuando todo
acabó, cuando todos en su pueblo lo creían muerto, él cogió
un saco de pan duro que encontró en el campo y cargando con
el maná al hombro, andando día y noche, consiguió llegar a
casa para regocijo de todos.
Harold fue un niño deseado y bien criado, con lujos. Durante
los años sesenta se vino a España siendo ya un apuesto
joven, quería probar el significado de ser hippy a costa de
las rentas familiares, que le permitían viajar y conocer el
mundo sin ningún tipo de problemas.
Guardaba en su corazón solitario un íntimo secreto. Había
dejado en Holanda sus fieles amigos los nomos esparcidos
entre los húmedos campos inundados de setas gigantes, por
los espaciosos bosques donde él había correteado y reído en
cualquier época del año. Los nomos solían danzar formando
ruedas, al tiempo que entonaban las más bellas canciones
jamás oídas. Unas dulces baladas que relataban las
maravillosas historias que habían ocurrido siempre a los
suyos, metidos en el interior de la tierra para no ser
molestados por los humanos.
Nadie tenía poder para verlos, ni la facilidad para poder
visitarlos en su propio hábitat. Nadie, excepto jóvenes como
Harold, dotados de una imaginación prodigiosa y una mente
extraordinaria capaz de soñar otros lugares donde los
hombres no habitan. Ellos podían ver a los nomos, pequeños
duendecillos regordetes con cabeza y orejas grandes, y
gruesas pantorrillas.
Ellos eran los perfectos guardianes de tesoros subterráneos,
hábiles para subir y bajar montes sin ningún esfuerzo, que
acumulaban en sí mismos los poderes de la auténtica
felicidad. Y gozaban de un mundo onírico riquísimo
Harold me llevó a su casa. Estaba escondida en medio de un
paraje boscoso, entre los valles de la Barcelona campestre,
después de atravesar una carretera de rica floresta y con
muchas curvas , una casita de cuentos donde él había sido
antes muy feliz con su primera esposa. Ellos habían estado
buscando el paraje ideal para construir su vivienda, y lo
consiguieron al fin. Mas la felicidad es efímera como ya
dije, y dura bien poco. Didí se iba secando poco a poco, con
una enfermedad por entonces incurable. A todos daba ella
consejos y conformidad hasta última hora. Y todos la querían
por sus muchas bondades.
Él la cuidó hasta la extenuación, hasta que dejó de
respirar. Cogió una avioneta, surcó los aires durante horas,
luego bebió mucho para olvidar. Después creyó verla
acompañada por los nomos que la hacían su huésped
invitándola al interior de sus mansiones subterráneas por
entre aquellos montes catalanes.
Harold se aficionó a la bebida, llevó a sus dos pequeñas con
los abuelos holandeses, y permaneció con la mirada triste
hasta que nos encontramos en aquel café barcelonés, y desde
entonces comenzó a vivir y soñar de nuevo.
La casa, encumbrada en la hontananza, gozaba de sol y
frescura, plena de espacios verdes y variopintos tonos de
colores diseñados por las florecillas silvestres del lugar,
justo lo que yo había guardado en sueños sin atreverme a
evocarlos por temor a que se convirtiesen en estatuas de sal
y fuesen tan sólo un espejismo de irrealidades difíciles de
encontrar en la vida diaria.
El jardín conservaba medio secas plantas aromáticas,
narcisos, magnolias y jazmines, en oto tiempo bien cuidadas
por la sutil mano de Didí, y que ahora se había ido a vivir
a casa de los nomos.
Decidí volver a dar mi aliento a todo aquel entorno
encantado. Y pronto vi retoñar a las agradecidas plantitas
que habían permanecido en estado salvaje algún tiempo. He de
reconocer que sentí una mano benefactora ayudándome en el
huerto y en el jardín. Sentí la sensación, por qué no
decirlo, de que Didí bendecía cualquier rincón del hogar y
estabilizaba de armonía y paz aquella casa.
Muy pronto también, aprendí a cultivar productos hortícolas
y a conservarlos envasados en el otoño, a fin de disponer de
una reserva durante el invierno, cuando caían las nieves que
cubrían las laderas que lindaban con el pueblo vecino y
hacían incomunicable nuestra casa varios días.
Planté nuevos árboles frutales que proporcionaban carnosos
frutos y fresca sombra en los fatigosos veranos de calor.
Harold me enseñó a reciclar los deshechos , devolviéndolos,
transformados en abonos, a la tierra madre. Supe pronto
fabricar riquísima carne de membrillo, mermelada de moreras
y pastel de castañas. Y los gatos que andaban por alrededor
de las casa buscando ratones que expoliaban el trabajo de la
huerta, se hicieron nuestros amigos.
Harold me habló del papel desempeñado por los nomos. Cómo le
ayudaron a soportar el vacío de Didi. Cómo habían cuidado de
las pequeñas en los largos inviernos, quitando nieves,
allanando caminillos y apartando piedras para evitarles a
ellas los peligros. Y en verano apartaban los matojos y
hojarasca de camino, o asustaban a las alimañas para que no
molestasen a las pequeñas. E incluso, llevaron a las niñas
al colegio de la aldea.
Casi lloraba de alegría al conocer las bellas historias
jamás oídas sobre los nomos.
Es un secreto que guardo íntimo, pero un día fuimos los dos
a visitar las casitas de los duendecillos en medio de la
inmensidad del bosque vecino. Enseguida divisamos a lo lejos
unas figurillas minúsculas que levantaban sus manitas
alegres y gritaban con intensa algarabía, ataviados con
vestidos típicos de ricos colores, altos gorros de
cucurucho, jugueteando con ardillas recién nacidas. Todos
nos daban la bienvenida y se reían emocionados brincando
para poder besar mis manos y las de Harold.
Ellos jugaban entre pinos verdes cuajados de piñas jóvenes y
de higueras a punto de dejar caer los higos tiernos.
La casa parecía una fiesta perdida entre la verde espesura.
Y los nomitos nos veían bostezar por las mañanas
ofreciéndonos jugosos frutos de los árboles. El espíritu de
Didí flotaba entre nosotros, quizás una brisa o tal vez un
olor a fragancia..
Pero nada es eterno.
Harold no podía superar su afición a la bebida e incluso fue
yendo a más. Empezaron pronto las discusiones y los
maltratos.
Yo veía que mi vida se extinguía poco a poco, porque sentía
una avalancha incontenible sobre mí y me sentía incapaz de
solucionar nada, ya que me había quedado sin fuerzas.Todo lo
anterior volvía a repetirse. La mala racha volvía a surgir.
Y tomé la resolución que tenía en mente. Marchar a Granada.
Retomar mis estudios. Volver a empezar.
Ha sido una dura lucha. Nada es fácil. Yo he perdonado a
Harold su falta de fuerzas, y estamos en paz.
Granada es mi sueño. Andalucía, son en, realidad, mis
raíces.
H e curado mis heridas. Tengo mi casa que pago con mi
trabajo. Y ¡vivo!
Vivo, y tengo esperanzas de futuro.
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