CAPÍTULO XXIII
Jesús ha crecido y habla perfectamente con sus padres. La
humilde casita, con los pocos años que han transcurrido, ya
tiene el huertecillo que la paciente María y el buenazo de
José han ido cultivando con su entrega. Es posible que Jesús
también plante algunas semillas o pequeñas ramitas. José, en
el umbral de la puerta, mira sonriente los progresos del
Pequeño. Jesús lo ve y corre a echarse en sus brazos. Ante
semejante Tesoro, el hombre no puede reprimir lágrimas al
mirarlo.
- “Ven, Jesús, te enseñaré en el taller”. Y la sierra, el
martillo, la garlopa o los destornilladores, son ya los
amigos del Niño. Mientras el Niño sigue las instrucciones de
su Padre, María, en sus tareas domésticas, sonríe. Y los
tres sonríen de nuevo, pues Jesús ya sabe cómo colocar
maderas para formar un banquillo.
Quizás, no hubiera sido necesario este proceso, pero la
autoridad del Padre se cumplía en aquella casa y los ángeles
la habían tomado como su mansión. Como el mismo Paraíso. De
ahí que sólo podamos intuir una gran Paz, una Paz infinita
filtrándose hacia todos los rincones y rezumando Paz por
entre los muros de adobe de la fachada.
Por fin, José ha recibido el nuevo aviso del ángel, después
de pacientes años de espera. ¡Pueden volver, otra vez , a su
querida ciudad!
Jesús podrá caminar bien entre montes y caminos hasta llegar
al Galil.
Cuando llegaron, toda la familia de José les espera con
alegría grande.
- “Venid, que el jardín está plagado de castaños y
membrillos, y las granadas tienen sus granos a punto de
enrojecer”.
Los primos, hijos de Alfeo, hermano de José, besan a Jesús:
son Santiago, José, Judas y Alfeo.
El Cielo parece un hermoso brillante emitiendo sus rayos
hermosos, bendiciendo a todo el grupo. Son unos niños en una
calle de pueblo, y juegan cerca del huerto donde María los
vigila. Llevan un tabernáculo en una carretilla.
- “Mamá”, dice Jesús; “saluda tú al Arca que pasa”.
Y María sonriente, participa del juego.
Los niños saben bien la historia de Israel. Se dan las
bendiciones judías y se saludan. José espera en la puerta a
que aparezcan su hermano Alfeo y su esposa María. Vienen de
Caná de la casa de sus parientes. Y traen regales para
todos. Fruta y juguetes para los niños. Y grano de la
reciente cosecha para la familia.
¡Sorpresa! Una linda ovejita blanca como la leche, promesa
de José al Niño, también viene en un cestito. Será “Nieve”
para Jesús, que salta y brinca de alegría al tomar su regalo
en brazos.
- “Sentaos, que os preparo algo de comida con que mitigar el
cansancio de la dura jornada”, dirá María.
Y una bella familia ante los ojos de Dios, conversa
contemplando la felicidad de los pequeños.
- “¿Irá ya Jesús a la escuela?”; deben preguntarle los
cuñados.
- “No. Yo seré su maestra”.
Y esta resolución sorprende a María y a Alfeo. José mira a
su esposa, satisfecho de la resolución.
Será un caso insólito en toda Nazaret. La gente comentará y
se sorprenderá ante la decisión de María.
- “¿Podrían Santiago y Alfeo estudiar junto a su primo?”
- “Sí. Conozco el arte de enseñar. Serán felices aprendiendo
conmigo los Textos Sagrados”, dice María, como Madre y
Maestra. Y todos se despiden ya al llegar la noche
anunciando estrellas juguetonas en el Cielo. No era la
costumbre que una mujer enseñase en su casa. Pero nadie
pidió explicaciones a María. Seguramente evitarían preguntas
comprometidas, que debían ser guardadas como secreto,
entonces.
¡Qué alegría tan grande poder ser instruida por María!
¡Cuánta sabiduría le ha dado el Altísimo a una jovencita tan
dulce, en un recóndito pueblo perdido entre montañas, allá
en el Galil, en Nazaret!
CAPPÍTULO XXIV
Quizás podamos preguntarnos si María sabe tejer con lino
para hacer los trajecitos de su Jesús. Pero es muy fácil la
respuesta, pues todas las jóvenes de entonces se habían
adiestrado en el arte de tejer. Así que ahí está la joven
Madre, cuando el cielo luce un sol radiante, aunque hayan
llegado ya los crudos días de invierno, con su rueca de
hilar, para luego tejer la ropita.
María fue muy bien enseñada en el Templo, y aunque de sus
manos salgan primores, su humildad es tal, que no parece ser
de importancia el que Ella conozca tan bien este arte.
Y Jesús ha crecido tanto a su mayoría de edad que resulta de
un verdadero esfuerzo tejer ropas a un jovencito que se hace
más alto cada día. Los vestidos serán para el día que deba
presentarse al examen que le harán los sinagogos. Son
vestidos preciosos para un jovencito esbelto.
José se admira, desde su pequeño taller en un cuarto de la
casa, viendo la presteza de su esposa cuando confecciona los
trajes del Niño.” ¡ Qué mujer tan admirable ¡.Es la mujer
fuerte de las Sagradas Escrituras.
Pronto habrán de partir. José, el bueno de José, siente
alegría al ver la felicidad que reina en su casa. Los primos
corretean y María de Alfeo alaba a su cuñada antes de la
marcha, pues la instrucción ha sido perfecta .
- “Bendícelo José. Y bendíceme a mí también antes de salir”.
José, emocionado siempre ante el respeto y amor de su
esposa, que besa su mano indicando sumisión a su amado,
levanta sus brazos y cerrando los ojos, seguro que le dirá:
- “Que El Señor os dé siempre Su Paz y os guíe. Que Él se
apiade siempre de esta familia que tanto le ama”.
Y salen con sus borriquillos para unirse al paso de otros
peregrinos que van cantando salmos alabando a Su Dios, al
Dios de Israel, mientras las cabritas se acercan a olerlos.
Las aguas discurren cristalinas y espumosas entre valles
frondosos, y el cielo parece alegrarse viendo a sus hijos
entre el recto sendero marcado desde las Alturas.
Deben llegar a Jerusalem para las fiestas. Nadie puede
imaginar la felicidad que siente en el corazón humano,
cuando uno va por los caminos del Señor, (entre arroyos
claros, días festivos y paz en el alma, con el sol
calentando cuerpos y praderas), al encuentro del Señor, para
alabarlo y adorarlo. Nadie puede imaginar lo que siente el
corazón de un judío en esas fechas. Pues un judío de bien,
pone todo su ser y toda su mente en amar a Dios sobre todas
las cosas.
Y ya casi están a las puertas de la Ciudad Santa de
Jerusalem. Por todas partes, por las murallas, por los
patios y por los pórticos, hay gentes venidas de los
pueblecitos hebreos para las celebraciones.
José ha regresado de donde los hombres, que van directamente
a adorar al Altísimo. Se dirige a María y le toma al Niño
para llevarlo al examen. ¿Cómo no pensar en el orgullo de
padre al presentar al sinagogo un Niño tan despierto, que
además ha sido preparado por María, a quien él tanto ama?
Son diez doctores que esperaban sentados la llegada de
Jesús. José es tan recto y tan educado, que sabe estar según
las circunstancias. Se inclina y saluda respetuosamente. E
igual hace su Hijo Jesús
- “Ruego que lo examinéis benignamente. Lo conoce todo:
tanto preceptos, como tradiciones. Recita los salmos
entonándolos bien. Sabe orar como buen judío y hace las
bendiciones diarias”.
- “¿Cómo te llamas, jovencito?”
- “Soy Jesús, hijo de José, carpintero de Nazaret”.
- “¿Sabes leer?”
- “Leo las palabras escritas y las que se esconden en las
mismas palabras, rabí. Comprendo el significado de la
alegoría o símbolo que se oculta, en ellas. Y escuchad:
Feliz tú, que eres padre de un tal Hijo”.
Todos se sorprenden y miran a José que, al fondo de la sala
sonríe y se inclina ocultando pudorosamente su rostro.
El joven deberá leer los tres rollos. El primero es del
decálogo. Comienza Jesús la lectura. Entonces, uno de los
rabinos le quita el rollo, invitándole a seguir sin leer.
Así es. Jesús continúa seguro; se inclina profundamente
cuando ha de nombrar a Dios.¡ Qué maravilla estar presente
en tan conmovedora escena ¡.
-“¿ Por qué lo haces? ¿ Quién te enseñó ¿”le preguntaron
extrañados los sacerdotes.
Si ante un rey, que es polvo, se inclinan sus súbditos ¿
cómo no ante el Nombre Santo del Altisimo, Señor de Israel,
presente cuando se le nombra ¿
Nadie puede imaginar que por boca de un nazareno salgan
palabras tan inteligentes.
- “¿ Qué ha de ser tu Hijo, José ¿”, le preguntan.
- “ Él será lo que quiera, siendo honesto. Que yo no se lo
impediré”. Responde José.
Es tanta la sabiduría del Niño que todos se asombran. Le
hacen pasar a la verdadera y gran sinagoga. La costumbre es
cortar los cabellos y ajustarle una larga faja a la cintura,
con varias vueltas. Luego, las tiras sobre la frente, brazo
y manto.
José ha recogido los rizos de su Hijo. Todos juntos entonan
salmos. Por fin, el padre recita una larga oración
pidiéndole al Señor bendiciones para el Hijo.
Salen contentos del lugar. Los varones de la familia se
reúnen con ellos, ofrecen el cordero a Dios, siguiendo los
ritos. Y después, van hacia las mujeres.
- “Todo ha terminado, María”, comenta José feliz.
La Madre besa a Jesús. Lo estrecha entre sus brazos.
Acaricia sus cabellos. ¡ Qué ternura emana de esta familia
Santa¡
CAPÍTULO XXV
Al final de una larga marcha, después de varias jornadas,
hay que acampar y descansar un poco en las tiendas.
Han sido unos días estupendos. El sol brilló en las alturas.
Las familias tuvieron ocasión de estar reunidas y comer
juntas el cordero pascual. Todos se han reído mucho de las
cosas de los niños, y cuando José ha comentado orgulloso el
examen de su Jesús, los parientes y amigos se dirigen al
Niño con aprobación y alegría. La Virgen, en su silencio
humilde, se siente muy feliz.
Y vuelven de nuevo a Nazaret con las carretas enjaezadas y
tiradas por borriquillos de trote juguetón.
Tendrán que pasar otros inviernos, hasta que al fin decidan
volver a Jerusalem para las fiestas.
José toma todas las precauciones, dejando la casa bien
cerrada y cuidando llevar provisiones y algunos ahorros para
el camino. Honrar a Dios en las Pascuas es siempre motivo de
auténtica felicidad.
Ya Jesús es un robusto joven, quizás con el pelo algo más
oscurecido , de sonrisa seria y dulce.
La Ciudad Santa ha sido un conglomerado de gentes que
entraban y salían del templo, subiendo callejuelas entre
árboles y flores. Muchas plantas muestran hojas nuevas,
señal inequívoca de temprana primavera. Calles estrechas
repletas de gentío, murallas altas de estilo clásico,
montecillos sin ninguna construcción. Y caminos empedrados
al estilo romano.
Y de vuelta nuevamente, están llegando a casa.
¿Quién se pierde? Los hombres están todos juntos entonando
bellos salmos de acción de gracias. Las mujeres siguen
detrás cuidando de sus hijos y conversando gozosas. ¡Qué
bellas fiestas nos El Señor!
Pero Jesús no parece ir entre el grupo de jóvenes, quizás
vaya caminando junto a José. O tal vez María cuide del
joven, pues el papá no ve al Hijo por más miradas que echa a
su alrededor.
- “¿Dónde está Jesús?”, pregunta el buen carpintero.
- “No sé. Creí que iba junto a ti, José”, contesta María.
Nada. La búsqueda ha sido inútil. Nadie lo vio. El joven
parece extraviado.
Podemos imaginar la cara de dolor y angustia que muestran
sus padres. ¡No puede ser! ¡No puede perderse! Pero sí.
Jesús está perdido. Es por ello que deciden ir de nuevo a
Jerusalem y preguntarán en la casa de sus parientes y
buscarán por las calles…
El joven se ha quedado en el Templo. Quizás debería haberlo
comentado con sus padres. En cierto modo no era raro
acercarse a la rica clase sacerdotal, con trajes pomposos.
Es la casta de los doctores de la Ley, que solían rodearse
de jóvenes discípulos después de las fiestas. Hoy en día
estas disputas teológicas forman la salsa de las noches del
Sabbat en las casas y sinagogas del moderno Israel. Es el
momento placentero que esperan los judíos después de una
larga semana de espera.
Dos teólogos: Gamaliel (que al final de su vida se quedó
ciego y lloró y fue a pedir perdón a María, por no haber
creído en Jesús desde el principio de Su Misión Apostólica,
como El Mesías Prometido), y el anciano casi ciego Hilel,
hablan con unos jóvenes. Otro grupo de jóvenes habla con
Sciammai, teólogo intransigente en cuanto a la
interpretación de Las Escrituras.
Gamaliel habla de la venida del Mesías:
- “Según el profeta Daniel, debe haber nacido ya, pues hace
unos diez años se cumplieron sus profecías”.
Sciammai dice que no:
- “Si es el Príncipe de la Paz, como le llaman los profetas,
la Paz aún no existe. El enemigo oprime a este pueblo. Y
hasta los del fuerte Antonia, lleno de legionarios romanos,
vigilan este templo”.
Los oyentes admiran la sabiduría de ambos. Pero un joven
adolescente se abre paso hasta el grupo de rabinos, y con
aplomo, seguridad e inteligencia dice:
- “Gamaliel tiene razón”.
Lo miran y le preguntan quién es.
- “Soy hijo de Israel, que vino a cumplir con lo que la Ley
prescribe. Soy Jesús de Nazaret”.
Cuando Él nació, Palestina estaba tranquila y el mundo
también. Por eso, César ordenó el censo. El Mesías será
ungido y se cumplirá lo que dice el profeta:
- “El pueblo no le quiso”.
Y los Sabios de Oriente siguieron la estrella hasta Belén de
Judá. Desde tiempos de Jacob se sabía dónde iba a nacer el
Mesías. Y dijo Balam:
- “Una estrella nacerá de Jacob”.
Los Sabios de Oriente, iluminados, puros, vinieron a adorar
a la Luz que había bajado al mundo.
Y dice Sciammai:
- “Presumes de conocer Las Escrituras, pero Herodes mandó
matar a los niños hasta dos años”.
“Se ha oído un grito en lo alto… Raquel llora a sus hijos “.
- “La Nueva Raquel dio a luz al Benjamín del Padre
Celestial, el Hijo que está a su derecha, que reunirá al
pueblo de Dios bajo su cetro y lo librará de una esclavitud
tremenda”, dice Jesús.
- “Pero si lo mataron…” continúa Sciammai.
- “Si Elías fue arrebatado en carro de fuego, ¿cómo Dios no
habrá salvado al Mesías? Si abrió las aguas del Mar Rojo a
Moisés, ¿cómo no habrá mandado a Sus ángeles para liberar a
Su Hijo? El Mesías vive entre vosotros. Y se manifestará
cuando llegue su hora”.
Todos se asombran ante la majestuosidad del adolescente, y
Hilel, el anciano casi ciego, le pregunta:
- “¿Quién te ha enseñado estas cosas, muchacho?”
- “El Espíritu de Dios y no maestro humano. La Palabra del
Señor que habla por mis labios”.
Los doctores invitan al joven a sentarse cerca de ellos. Le
presentan los rollos sagrados. Desean que Jesús explique. Él
habla de la libertad de su pueblo ante la Gloria del Señor,
pero Sciammai le increpa, sintiendo que son más esclavos que
nunca con la Roma Imperial. Y el muchacho Jesús sin perder
su serenidad, ni su majestuosa postura, dice:
- “El Señor te invita a creer. Si no, ni verás la Gloria, ni
comprenderás la palabra de Dios. No puede ver quien posee la
soberbia y tiene el corazón vil”.
Sciammai se irrita y Jesús le explica:
- “¡Oh rabí” Entiende al profeta. No es esa esclavitud, ni
esa realeza que tú entiendes, la que Dios habla. El Mesías
liberará al hombre de ser esclavo del mal. El Mesías hará
libre a los espíritus. Todos los hombres lo alabarán y se
arrodillarán ante Él. Él será Príncipe de la Paz, consuelo
del alma cansada. Quien tenga hambre, se saciará con Él. El
Santuario de Dios jamás será derribado”.
Pero Sciammai no entiende, no comprende lo que significa el
Santuario de Dios, e increpa de nuevo a Jesús. Y Jesús le
repite:
- “El verdadero Santuario jamás será destruido”.
Es Hilel, tan anciano, quien comprende las palabras del
profeta y las enlaza con lo que dice Jesús. Y Gamaliel
también desea participar de lo que enseña Jesús, Su corazón
se abre al Señor.
- “Pero Israel perderá la Paz y padecerá durante siglos,
porque harán sufrir a su Rey, como dice Isaías”, comenta
Jesús.
- “La misión del Mesías ya ha empezado. Muchos lo verán y lo
oirán. Él trae la Vida y vosotros le daréis muerte. Lo
maldecirán. Pero Él dará a la humanidad la verdadera Vida”.
Concluye Jesús.
Hay grandes disputas entre los rabinos. Sin embargo, Hilel,
el anciano ciego profetiza:
- “Tú serás Maestro del pueblo de Dios”.
- “Si todos fuesen como tú, se salvaría Israel. Esperadme a
que llegue mi hora. Estas piedras volverán a oír mi voz y se
estremecerán con mis últimas palabras”, dice Jesús alzando
sus brazos al Cielo. Todos admiran su sabiduría, aunque
algunos sienten ya el odio brotar de sus corazones.
Mientras esto ocurre en el templo, María siente una espada
de dolor en su pecho. Palidece, frena sus emociones, y busca
con su mirada insistente cualquier indicio de su Hijo
querido.
Sin apenas comer, busca por toda la ciudad junto a su
esposo. Nadie da razón del joven. ¿Quién iba a suponer que
estaría en el templo conversando con los doctores?
Por fin, después de tres fatigosos días, atraviesa los
patios del templo y mientras se acerca a la sinagoga, oye la
voz del Niño, que prevalece entre otras. Todos le escuchan
absortos. Corre María junto a su amado José; abrazan al
Niño.
- “¿Por qué Jesús mío? Tu mamá se muere de dolor y tu papá
se muere de cansancio. ¿Por qué, Hijo mío?”
No hay apenas palabras. No hay reproches. Se despiden del
grupo y se marchan juntos hacia el camino que conduce a
Nazaret..Él tenía que cumplir con la Voluntad del Padre
Eterno.
CAPÍTULO XXVI
Han pasado algunos años. Jesús se ha hecho un hombre junto a
su padre José. De él aprendió el oficio de carpintero.
Quiso, como hombre, adaptarse y aprender con humildad.
José está algo cansado, aunque sigue trabajando en su taller
de carpintero. Un taller que hizo él aprovechando una gruta
natural en el terreno. Y un horno tosco que ha pintado las
paredes de negro, después de tantos años. Y Jesús con él, es
un experto en el manejo de la garlopa, la escuadra o el uso
del barniz.
No hablan mucho, pero José ha dicho a su hijo que se va a
echar un rato en la cama para descansar; y el hijo lo ha
mirado con preocupación.
Al rato entra María con cara muy triste.
- “Ven Jesús. Tu padre está enfermo”.
Jesús no dice nada. Acaricia a su Madre y la consuela. Y
entran ambos a la habitación donde yace José.
Su cara parece pálida, sus ojos entornados y su respiración
es jadeante. Agoniza.
A un gesto de Jesús, María se pone a la izquierda de su
esposo. Acaricia su rostro, besa sus manos humedeciéndolas
con sus lágrimas. Humedece los labios resecos de José con
una medicina antigua. Le susurra palabras suaves a José y
acaricia su frente.
María llora sin parar. Llora en silencio.
Entonces, José ha despertado por un momento y sonríe a María
y mira a su Hijo. María se arrodilla e intenta sonreír a
duras penas, por eso, agacha su cabeza, tratando de esconder
su rostro. Él le da su bendición. El silencio se rompe con
el ruido natural del huertecillo: hojas que crujen, palomas
que revolotean y arrullan, o gotas de agua que caen.
Jesús toma una banquetita, la pone junto a su madre y le
indica que se siente.
A continuación, muy cerca del agonizante, Jesús entona
salmos: Ahora es el Hijo quien recita el Kadish para su
padre terrenal.
- “Protégeme Dios mío, que me refugio en ti…”
- “Bendigo al Señor que me aconseja…”
- “Mi Señor me acompaña para que no caiga…”
- “Tú me llevarás a la alegría de Mi Dios…”
José abre los ojos, mira embelesado a su Hijo y le sonríe.
Como todo judío desea, está ahí el hijo varón para decir las
oraciones que lo conducirán al Señor. Jesús estrecha su mano
con mirada suave, serena, y sigue entonando salmos.
- “¡Qué hermosas son tus tiendas, Señor!...”
- “Bienaventurados los que viven contigo y Tú le guías con
tu fortaleza”.
- “Señor, escucha mi oración…”
- “Oh Señor, vuelve Tus ojos y mira el rostro de tu ungido
José, muestra lágrimas de alegría y amor e intenta bendecir
a Tu Hijo amado”.
- “Oh Señor, liberaste de la esclavitud a Jacob”.
- “Muestra Señor tu Misericordia y sálvanos”.
- “El Señor habla de Paz y mira a los corazones santos”.
- “Tu gloria habitará en la Tierra”.
- “Habrá bondad, paz, justicia y verdad”.
- “El Señor hará que la tierra produzca frutos. Su justicia
caminará por los senderos y dejará sus huellas.”
José jadea y llora de alegría. María no cesa de llorar.
Jesús seca las lágrimas de ambos y dice:
- “Gracias, padre mío, padre bueno en nombre mío y de mi
Madre. Cuidaste del Mesías y de Su Arca. Fuiste la antorcha
encendida para Él. Fuiste caritativo con el Fruto del Santo
Seno virginal. Ve en paz, querido padre. Yo cuidaré de mi
Madre. Todos cuidarán de Ella. Descansa tranquilo”.
Y el cuerpo de José se enfría. Su aliento se fatiga. Su
mirada se nubla.
- “El que toma al Señor será feliz. Feliz el que sigue su
camino”.
- “El hombre justo será siempre recordado. Y tendrá la
Gloria que espera”.
- “Quien se apoya en el Altísimo, tiene la Gloria y Dios lo
protege”. Y tú, padre mío estás con Dios. Él te libera y te
cubre con Sus alas. Los ángeles guardan tus caminos. No
tropezará tu pie contra las piedras. Caminarás sobre la
serpiente y aplastarás al dragón y al león. Tú esperaste en
el Señor y Él te protegerá. El Señor será tu Salvación y tu
consuelo. Adelántate, padre mío, y di a los Patriarcas que
la salvación está en el mundo y que el Reino de los Cielos
pronto les estará abierto. Ve padre. Mi bendición te
acompaña”.
Es el fin de un hombre bueno. Su respiración es ansiosa.
María lo acaricia seria y dolida. Jesús alza su voz para que
José pueda oír los últimos salmos.
Ya terminó. Se agacha y abraza al hombre que tanta felicidad
le dio, que tantos cuidados le dispensó.
El cuerpo de José está inerte. Sus ojos cerrados duermen
para siempre.
Madre e Hijo colocan al patriarca en su lecho. Madre e Hijo
se funden en un abrazo de dolor.
Pero José vive hoy con María en el Cielo, y Jesús lo vuelve
a acariciar y lo tiene junto a Su Sagrado Corazón en las
Moradas Celestiales.
Y siempre será el esposo muy amado de la Santísima Virgen
María.
|