La alacena de la memoria está
repleta de hechos que andan ordenados en sus respectivos
anaqueles. Más bien olvidados, pero un buen día sucede algo
y de pronto uno se encuentra con que ese algo sirve para
recordar lo vivido en una época ya lejana y de la que apenas
habla. Me ocurre con la muerte de Ferenc Puskas que los
recuerdos almacenados de los 60 se me presentan con una
nitidez pasmosa ante mí. De pronto, me veo conversando de
fútbol en Domitila: un bar que estaba situado en el paseo de
las Delicias, junto al hotel Carlton. Precisamente, sitio
donde el Madrid se concentraba a veces. En la tertulia,
lleva la voz cantante Pedro Eguiluz; quien era ya director
técnico de todas las categorías inferiores del equipo blanco
y que, junto con Miguel Malbo, consigue que la cantera
madridista sea la mejor de España. Tiempos de Velázquez,
Grosso, José Luis, Corcuera, González...
A Pedro Eguiluz, que había sido jugador del Sevilla, daba
gusto oírle hablar de fútbol. En aquel Madrid, la llegada de
Pirri, procedente de Granada, produjo el siguiente
comentario de Pepe Trompi: en cuanto Miguel Muñoz le dé una
oportunidad, seguro que será titular siempre. Trompi era,
además de entrenador y ex jugador de la Ferroviaria y
Granada, un genio en muchos aspectos.
Con lo de Puskas, es decir con la noticia de su
fallecimiento, me sitúo en la Cafetería Bar Recoletos y
descubro a Luis Elices explicando las razones que tiene para
hacer que el ‘libre’ abandone su estatismo como último
defensor y apoye por sorpresa y nunca por sistema, las demás
líneas del equipo. Elices era un tipo adinerado, bondadoso y
un entrenador como la copa de un pino, por haberse
adelantado a su tiempo. A la tertulia de la cafetería
acudía, en ocasiones, Mariano Moreno y otros técnicos que no
sólo aprendían sino que también tomaban el aperitivo gratis.
En aquel Madrid de los llamados años felices, la sede social
del Atlético estaba en un primer piso de la calle Barquillo
y las escaleras de madera olían a meadas de gato y los
escalones crujían cuando el ‘Gordo Valdera’ decidía
presentarse en el club. Toda una institución, el Gordo,
dentro de un equipo que apenas tenía liquidez y Jorge Griffa
hacía de banquero entre sus compañeros menos pudientes.
Valdera era propietario de un restaurante donde se comía el
mejor cocido de la capital y de postre se recibían lecciones
del deporte rey.
La muerte de ‘Cañoncito Pum’, allá en su Hungría natal, me
recuerda que en 1960 se hablaba y se hablaba, desde Usera a
Ciudad Lineal, sólo de los cuatro goles que Puskas le había
hecho al Eintracht de Franfurkt en Glasglow. Partido
memorable y que en el Reino Unido parece que se pasa cada
año en la televisión, para recreo de la vista de mayores y
jóvenes.
De aquel Puskas se decía de todo: que tenía un saque enorme
en la mesa; que insultaba con su media lengua española a sus
compañeros cuando no entendían sus intenciones; que era más
bueno que el pan con los necesitados; y sobre todo causaba
gran satisfacción saber que era el único que se permitía el
lujo de contradecir a Di Stéfano. Aquello era el no va más:
y los aficionados pensaban que había que tener dos cojones
para discutir con el número uno del mundo y emperador del
Madrid en el césped. Y es que en una España sojuzgada y
sometida a la dictadura de la censura, que aquel hombre
pudiera dirigirse a la ‘Saeta Rubia’ de tú a tú, era
considerado un acto de dos pares... Sin embargo, y por más
recuerdos que vayan aflorando, yo me quedo con los de la
final de Copa, temporada 61-62, entre Madrid y Sevilla. Que
repitan ese partido, aunque sea con deficiencias. Para ver
la sapiencia de Puskas en todo su esplendor.
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