Cuando el Gobierno comenzó a
hablar del proceso de paz en el País Vasco, recién instalado
en La Moncloa José Luis Rodríguez Zapatero, uno creyó
que el milagro podía producirse. Y que ETA, banda de
asesinos, estaba dispuesta a dejar las armas; aunque,
lógicamente, convencido de que las conversaciones serían
duras y el desenlace final, si acaso feliz, no sería cosa de
coser y cantar. Con tales pensamientos, debo decir que me
causaba enorme irritación las críticas negativas al proceso
de paz que hacían los políticos del Partido Popular. Me
sentaban muy mal y propiciaban que Acebes y
Zaplana, siempre a punto de no conceder un ápice de
posibilidades al Gobierno, en este asunto, pasaran a
engrosar la lista de personas con las cuales apenas si me
puedo identificar en nada.
Me costaba lo indecible comprender, por más que tenga
asumido que el egoísmo de los políticos no conoce límites,
que ambos dirigentes populares estuvieran todo el día
atentando contra las ilusiones de quienes pensamos que ha
llegado la hora de que se acabe esa sinrazón por parte de
unos desalmados que gustan de matar a quienes no piensan
como ellos.
A veces, cuando alguien me ha amenazado por opinar, he
sentido lo terrible que es verse perseguido. Y para qué
contarles los padecimientos que ocasiona haber sido objeto
de un atentado en toda regla. Con la suerte, claro está, de
poderlo contar. Aunque las secuelas físicas y psíquicas, de
semejante atropello, permanecen y permanecerán presentes
hasta el fin de mis días.
Por todo ello, suelo meditar sobre el valor que derrochan
todas las personas que viven dedicadas a la política en una
tierra donde si no eres nacionalista -es decir, si eres del
PP o del PSOE-, te la juegas desde que amanece hasta que
anochece. Un día y otro día; un mes y otro mes; un año y
otro año. Terrible situación que termina minando la salud de
los amenazados. Sin olvidar a sus familiares: sabedores en
todo momento que pueden recibir la peor de las noticias en
cualquier instante. Un sinvivir que ni siquiera la costumbre
es capaz de evitar tan enorme sufrimiento. El sufrimiento
del miedo.
Pues bien, poco a poco, el proceso de paz pierde gas y me
parece que está pasando por un trance más que delicado:
vuelta al terrorismo callejero; dos policías locales en un
tris de ser quemados a lo bonzo; amenazas de chantaje al
presidente y un deseo de imponer a los jueces el derecho a
que sentencien a gusto de Otegi y los suyos. Y,
claro, a mí se me aflojan las tuercas de las ilusiones y
caigo en la cuenta de que Acebes y Zaplana se pueden salir
con la suya.
No obstante, a pesar de lo reseñado, que no es moco de pavo,
lo peor es cuando las cámaras de televisión se meten en los
juzgados para enseñarnos cómo se comportan los etarras a la
hora de ser juzgados. Es entonces, créanme, cuando se me
caen los palos del sombrajo. El comportamiento chulesco y
deshumanizado de tales individuos es superior a mis fuerzas
y me pongo a desearles lo que no está en los escritos.
Ramalazo de ira que me deja obnubilado durante ese tiempo
que me ofrece el telediario para que me sea posible observar
cómo hacen befa y mofa de las víctimas desde esa jaula de
cristal en la cual deberían momificarse. El martes, o sea
anteayer, veo a Eduardo Madina contando su
tragedia por mor del atentado de que fue objeto por medio de
un coche bomba, en el año de 1992, y me sobrecoge su
declaración: “En mi casa se hizo de noche y una sombra de
pena y tristeza envolvió a mi familia”. Mientras Madina
relata que es hijo único y producto del trabajo y esfuerzos
de sus padres y habla de la depresión y muerte de su madre,
las risas de Iker Olabarrieta y Asier
Arzallus, etarras, me parecen las muecas de unos
asesinos incorregibles. Así, el proceso de paz se irá al
carajo.
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