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OPINIÓN - DOMINGO, 12 DE NOVIEMBRE DE 2006

 
COLABORACIÓN

Nazarita José Carpintero (XVI-XXII)

Por Flor Garrido


CAPÍTULO XVI


Quien haya visitado el lugar, sabe hoy bien que el sitio donde se reunían los pastores con sus rebaños está próximo a Belén y ha sido recientemente excavado por los franciscanos que custodian el lugar.

Piedras de roca dura y balidos de ovejas hacen, por tanto, dura la vida del pastor. Dormitaban todos, jóvenes y canos, pero la luna brilla demasiado. Más allá de los árboles una luz se acerca. ¡Qué bella claridad! ¡Es un ángel! Y sienten miedo.

- “No tengáis miedo. Hoy, para alegría de Israel, en la Ciudad de David, nació El Salvador. Bendito el que viene en nombre del Señor. Paz a los hombres de buena voluntad”.

Y un ejército de ángeles baja alborotado al son de una bella música:

- “ ¡Gloria, gloria, aleluya. Gloria, gloria, aleluya; en nombre del Señor ¡”

Los pajaritos se unen a los cánticos del Cielo y las ovejas sin saber lo que ocurre, balan al compás. Todos los animalitos saludan a Su Creador. Todo comienza a cubrirse de éxtasis divino. Parece que se entiendan sin palabras.

- “Vayamos a adorar a Dios que se alojó en Belén. Sabremos ir al lugar. Llevémosle a los padres leche, quesos, corderos y pieles curtidas, pues nosotros somos pobres, pero ellos, más pobres aún”.

Llevan antorchas bajo la luz de la luna. Llegan al establo entre apriscos escarpados. ¡Allí una mujer joven y bella y un hombre ya de canas, contemplan al recién nacido con embeleso!

- “No llores Cariño Mío. Jesús mío, de tu mamá”.

Y los pastores emocionados entran conmovidos y felices. Todos tienen algo en sus manos para darle al Niño. María se alegra con regocijo feliz.

- “Alégrate mujer, que encontraremos un lugar mejor para nosotros”.

- “Bendita seas, Mujer Santa, que engendraste a Nuestro Señor”.

Y todos los pastores van besando los piececitos de Su Mesías en profunda adoración, mientras María y José adoran también al Niño.

CAPÍTULO XVII


Los pastores corrieron a encontrar una casa donde acoger a la Sagrada Familia. Allí iban a estar algún tiempo. Y allí llega Zacarías, esposo de Isabel, a ver al Niño.

Es ahora José el que debe atender al visitante. María amamantará a Su Hijito. ¡Qué alegría sienten ambos! ¡Y qué casa tan fría en un Diciembre helado!

- “Aquí, estaba profetizado, nacería el Mesías”, dice ufano el Sacerdote.

María llega con Su Niño dormido en brazos.

- “Toma Zacarías, tómalo”.

Y el anciano se emociona, reverenciando al Mesías. Trae buenos regalos: ropita hecha de manos de su esposa Isabel, y comida en abundancia: tortas, miel, harina, queso, mantequilla, manzanas. María se entristece recordando su casa en Nazaret. ¿Qué hacer? ¿Cómo trabajará José sin su taller?

- “Yo, María, soy fuerte y cuidaré de vosotros”, argumenta José.

Belén seguirá siendo su refugio, aunque Jesús sea llamado El Nazareno. Pero Belén de Efrata es de momento Su casa.

El modesto José, humilde como un siervo, es todo fe, todo amor y generosidad. Con él el Cielo cumplirá su promesa, y me llena de júbilo pensar cómo él se ocupa ahora de todo, con un amor embelesado que se quema en las ascuas. Él, el simple José, el bueno de José carpintero, protegió a Jesús entre fatigas y riesgos poco frecuentes. ¡Cuánto, cuánto amor el de José! ¡José, mi buen José!

Hay que ir ya a la Presentación del Templo con María y El Niño. José ha preparado la sillita en el borriquillo. Todavía el frío es agudo, por ello José anda preocupado que María se abrigue. El camino es arduo. Y los esposos apenas se intercambian unas palabras, pero sí se sonríen mucho dándose mutuo ánimo. José mira al Niño apretado en el seno de María, y sonríe de satisfacción. Las calles estrechas, de pequeñas puertecitas y diminutos ventanucos altos. Son testigos presentes al verlos caminar hacia el atrio. José compra un par de tortolitas para entregarlas al Sacerdote. Hay que imaginar las maravillas del templo; sus patios, sus hermosas esculturas de ángeles… Y El Niño se despierta y sonríe en brazos del Sacerdote.

Un anciano se abre paso entre la gente curiosa; encorvado, fiel hombre de ley. Pide El Niño a María. Llora, sonríe. Al fin, profetiza el dolor de la Madre. María busca a su esposo con la mirada. Y esa mirada de angustia se refugia en su amado José. ¡Qué esposo tan fiel que no abandona a María en ningún instante. Y Ana de Fanuel, que había sido maestra de María en el Templo, viuda de más de ochenta años, va comunicar a los vecinos del pueblo que El Señor ya ha enviado a Su Mesías.

CAPÍTULO XVIII


Canta María en su casa de Belén; y yo supongo que así diría al Niñito:

- “Duerme Mi Niño hermoso, sueña con prados de ovejas. Tus ojitos de zafiro son estrellas, y tu mamita te contempla con gran gozo…”

Ahora es María, la joven Madre de la Casa que le han prestado en Belén, quien arrulla a su Hijito, lo aprieta contra su pecho, lo llena de besos. Y le canta. Ahora María deja sus labores del telar para amamantar a Su Jesusito y cambiarle los pañales.¡ Niño que crece hermoso en el cálido amor de sus padres¡ . Y mientras cae la tarde, María observa sonriente, desde el ventanuco cómo el cielo se torna oscuro, mientras las ovejitas de los buenos pastores balan en el hermoso prado que va a acunar su sueño.

¿Tendrá ya Jesús sus dientecitos? ¿Pronunciará ya algunas palabras enseñadas por la Mamá?

Ella le canta una bella canción:

- “Nubecillas, todas de oro

parecen del Señor sus-angeles.

En el prado todo flor

Otra grey mirando está.

Si todas las greyes tuviese yo

Que sobre la tierra existen

el corderito más amado

siempre serás tú…

Duerme, duerme, duerme, duerme.

No llores más…

Miles de brillantes estrellas

en el cielo a mirar se asoman.

Tus delicadas pupilas

no las hagan llorar.

Tus ojos de zafiro son estrellas del Corazón.

Tus lágrimas, mi dolor

¡Oh no llores más…!

Duerme, duerme, duerme, duerme.

No llores más…”

Y José, el carpintero, el pobre carpintero bueno que en la habitación contigua trabaja sus encargos para el sustento de la familia, ríe y llora feliz. Llora y ríe, aunque intuya las tristezas futuras.

CAPITULO XIX


¿Quién no puede imaginar a La Virgen acunando a Su Hijo? ¡Tan pura, inmaculada y amorosa Madre!

Podemos ver hasta con ojos cerrados, la preciosa cunita del Niño, que José fabricó con tanto mimo. El balancín va durmiendo al Niño, que lentamente cierra sus ojos y sueña con los ángeles del cielo, pues todos le pertenecen. Seguramente María ha puesto un lienzo cubriendo la cuna para que no molesten las moscas a Su pequeño Tesoro. Se levanta lentamente para no hacer ruido y despertar al Niño. Y marcha a la cocina, a preparar la cena de su esposo amado. ¡Sin nada material apenas, y qué felices son!

Belén es un pueblo que aún se conserva casi como entonces: montuoso y pequeño. Es pobre, pero las gentes pueden sobrevivir de la economía doméstica. No tienen más que lo preciso, pero se sienten orgullosos a la espera de Su Mesías. Pueblo, que será la Cuna del Salvador.

Hace unos días una estrella fulgura de noche en el cielo. El Niño la mira y se ríe jugando a lamerse sus manitas. ¿Serán los dientes jóvenes que salen presurosos, o los angelitos que le saludan desde el cielo? ¡Sólo Dios lo sabe!

Una caravana se ve a lo lejos. “¿Quiénes son?”, se preguntará la joven Madre.

- “Pero, ¿no es posible que se dirijan hasta mi pobre casa? Gente tan rica, tan bien ornamentada”.

Los rostros de los jinetes parecen cansados. Traen siervos encargados de la joyería, cuero y metales. Llevan soberbios caballos enjaezados con orlas doradas y colas de plata. Se bajan todos, miran a la humilde casa y se postran alabando al Señor. Son tres peregrinos que habrá que cobijar, traen turbantes y vestidos labrados con piedras preciosas. María y José se extrañan de la visita, pero El Niño, ¿qué pensará un Niñito tan pequeño e inocente? ¿Sabrá ya de los designios de Su Padre Celestial?

Por fin, suben a la casa de la Sagrada Familia. María ya toda de blanco mostrando sus rubios cabellos, se emociona y enrojece. ¡Es tan joven! ¡Es tan niña!

La dulzura de sus ojos cautiva a los recién llegados.

- “¡La paz sea con vosotros!”

Y como en cualquier casa judía de ahora y de antiguo, abren su boca para un cordial saludo:

- “¡La Paz sea con vosotros!”, al tiempo que los tres se postran ante El Niño en los brazos de Su Madre. ¡La escena no puede ser más entrañable y emotiva!

CAPÍTULO XX


Los tres Sabios contemplan al Niño, lo toman en sus brazos a instancias de la invitación de María.

Los tres sabios vieron una noche de Diciembre cómo se formaba una nueva estrella en el cielo. Enorme, brillante. Sabían ellos ya el Secreto de Dios bien guardado, que todos los hombres no podrían comprender, porque muchos sumían su alma en el fango. Esos otros hombres no miraban a Dios y no veían, por tanto, sus señales.

Ellos, sabios, de cansados cuerpos y estudio riguroso, se sumergieron investigando el zodiaco, como debía ser su cometido al pertenecer a una casta superior que el resto de los suyos en aquella antiquísima edad.

Las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas, les habían revelado el nombre y secreto de la estrella. Su nombre: Mesías. Su secreto: “Es el Mesías venido al Mundo”. Y vinieron a adorarlo.

Ninguno de los tres se conocía. Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y rios y llegaron a Palestina, porque la estrella se movía en esta dirección.

Los tres, desde puntos diversos de la tierra, se habían dirigido a ese lugar y se encontraron en una parte del Mar Muerto. La Voluntad de Dios los había reunido allí. Continuaron juntos el camino y se entendieron, a pesar de hablar lenguas distintas, gracias a un Milagro del Eterno.

Fueron a Jerusalem porque el Mesías tenía que ser Rey. Rey de los judíos. Entonces la estrella que les guiaba se ocultó y sus corazones se deshicieron de dolor, peguntándose si habrían ofendido en algo a Dios.

Fueron al Palacio de Herodes y preguntaron por el lugar en donde había nacido el Rey de los judíos, pues venían a adorarlo. El rey convocó a príncipes, sacerdotes y escribas y les preguntó dónde nacería el Mesías.

- “En Belén de Judá”, respondieron. Y se dispusieron a emprender de nuevo el camino.

La estrella volvió a aparecer ante sus ojos, cuando salían de la Ciudad Santa, camino a Belén. Y fue aumentando su resplandor y brillo hasta que el cielo parecía un incendio. Se detuvo sobre aquella casita juntando sus rayos con el de todas las demás estrellas que la rodeaban.

¡Allí estaba al fin el Recién Nacido! Lo adoraban y ofrecían sus dones, aunque pobres, con el corazón alegre de tanto amor, bendiciendo a Dios por haberle dejado acunar a Su Hijo hecho hombre.

Luego regresarían a Herodes, que deseaba venir a adorarlo también.

- “El oro, como Rey; incienso como Dios y mirra como hombre”.

- “Y beberá la amargura pues así está escrito en nuestras cartas y nuestras almas; que no se equivocan”.

- “El Mesías de Dios deberá salvar a la tierra de sus males”.

- “Y tú, Madre, guardarás la mirra para que su Cuerpo Santo no conozca la putrefacción, conservando su integridad hasta que resucite”.

- “Que salve a sus siervos dándoles su reino, así nosotros seremos santificados. Y besamos sus pies, para que descienda sobre nosotros la bendición celestial”.

El más anciano toma al Niño en sus brazos, lo besa y acaricia. Oculta una sonrisa triste, y luego lo pasa en brazos a los otros dos. El Niño sonríe y juguetea con sus manitas. Por fin hay lágrimas de emoción en la despedida.

Como siempre, ahí está el servicial de José que ayuda a los tres Magos con las cabalgaduras, mientras el gentío se agolpa en la calle, cuando ya atardece.

Saludan majestuosamente los tres hombres. José se inclina y el Niño, junto a su mamita que guía su mano, bendice a los Magos y les dice adiós.

CAPÍTULO XXI


Aquellos hombres sólo disponían de sus cálculos astronómicos y sus reflexiones. Una vida íntegra, perfecta. No tenían ningún libro Sagrado e Inspirado que les hablase la Verdad. Pero su fe en la Ciencia, su fe en la bondad divina les hizo creer en el Mesías.

Oyeron en su conciencia las voces celestiales y creyeron de inmediato. ¡Alabado, honorado y respetado sea el nombre de Dios!

No buscaron su lucro personal. No miraron fatigas, ni gastos. No pidieron alguna recompensa humana. Ni les preocupó el largo caminar. Ni el calor, ni viento, ni las fiebres. ¿Podrían ellos calcular que veinte siglos más tarde se hablaría de su proeza?

Desde las cordilleras mongólicas, desde el Asia meridional o por donde nace el Nilo, se puede amar a Dios en Su inmensidad. Cuando se busca a Dios, nada hay que pare su encuentro. Y hablaron juntos una sola lengua, la lengua de Dios.

Hombres humildes, porque eran Grandes. Almas puras, de meditación delicada y atenta. Que oyen la voz que les grita desde dentro. ¡Cuánta alegría en el Corazón de Dios al leer el alma de estos hombres piadosos y fieles!

¿Podrá hoy Nuestro Señor encontrar una Natividad tan sencilla? ¿Encontrará Él en sus criaturas el respeto ante el Misterio de la Navidad? ¿Habrá tanto deseo de conocer el regalo del Nacimiento Divino, en las auroras y en los crepúsculos?... ¡Gloria a Dios!

¡Que los cielos y la tierra bendigan al Señor, El Santo de los Santos! ¡Paz a los hombres que ya han preparado su corazón para servir a Dios!

Obedientes sabios, que siguen a una estrella. A ellos les cupo el conocimiento del Recién Nacido, pureza infinita con olor a incienso, en medio de la hediondez de la lujuria humana.

No hay envidia entre ellos. El de mayor edad es el más respetado.

¿Y José? ¿Qué hace José, el carpintero de Nazaret? Él sabe estar en su lugar, como custodio, como tutor de la Pureza y Santidad. No usurpa papeles, ni derechos. Él es justo y siempre humilde, que regocijado y en segundo lugar, oye los homenajes dedicados al Niño y María.

En José no hay ambición. Es un simple trabajador, que atiende a sus dos amores, para que no les falte. Su misión es de custodio, protector, guardián. Él es el pobrecito carpintero, porque la fuerza de los poderosos se llevó su herencia, como descendiente del Rey David. El linaje de José está en sus acciones rectas.

¡Era humilde, porque era muy grande! Ahí está José, junto a María, la que enseña, la que ruega, la que llora, la que espera. María es la prudente, la sencilla, la amorosísima Madre de Dios, junto a su amado esposo José.

CAPÍTULO XXII


No es difícil imaginar la pequeña habitación y el camastro donde duerme José. Como está cansado de la dura jornada trabajando en la carpintería, su sueño es profundo. Seguramente entrarán los rayos de sol por el ventanuco. O quizás un solo rayo. Lo cierto, es que el hombre se desvela. Alguna pesadilla le ha hecho preocuparse y levantado, se apresura a vestirse. Luego sale a otra habitación donde duermen María y el Niño.

- “¡María!”, dice bajito José. Y Ella, que oraba ya casi al alba, cerca del Niño rubio que duerme, levanta su cabecita y le pregunta:

- “¿Qué ocurre, José?”

- “Tuve un sueño. Un ángel me ha dicho: “Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto”. Hay que irse rápido y con lo preciso, pues el Niño peligra”.

Pocas palabras más se entrecruzan los esposos Y María va metiendo en su saco prendas de lana, para los muchos fríos del largo camino que habrán de recorrer. Los juguetes hechos de madera para el Pequeño Jesús, quedarán en aquella bendita casa. Los vestiditos del Niño y el cofre con oro que los Magos dejaron, van a parar al saco. La Madre toma a su bebé, lo besa y lloriqueando y secándose las lágrimas, lo amamanta antes de partir. El Niño se despierta, sonríe. Entonces su madre lo llena de besos.

Ya está a punto de partir la Sagrada Familia.

- “No llores, María, todo saldrá bien. Yo me encargaré deque así sea.

- “No lloraré, José, pues llevamos lo mejor. Llevamos a Jesús, nuestro Dios”.

Ya, asidos a los asnos que transportan el equipaje, se ven salir de Belén, que aún no ha despertado al bullicio callejero. En silencio, se alejan lentamente, con la esperanza de protección divina.

El camino será largo, pesado y peligroso, pero junto a Dios se les hará fácil y ligero, sin asechanzas difíciles para ellos. ¿Cuánto tiempo tardarían en llegar? ¿Cómo podran instalarse en un país extranjero, sin casa, sin trabajo, sin idioma?

Los ángeles custodiaron al Grupo Evangélico en las ventiscas, y en las necesidades y al fin, llegaron a Egipto. En El Cairo todavía persisten las ruinas de aquella casita humilde que los guardó.

Es probable que la Virgen tuviese ocupadas sus horas en el telar y en las faenas caseras. El tiempo de Lectura Sagrada y oración sería, como buenos judíos, inamovible. Ya ha pasado algún tiempo, y le acompaña Jesús en los Salmos. Apenas si el Niño balbucea cuando su Madre comienza la paciente enseñanza.

En una vivienda pequeña, sencilla, a las afueras de la ciudad, el Niño Jesús juega al tibio sol del atardecer.

El sol cae mansamente en una tarde que descubre la temprana primavera. María debe ir por agua a la fuente. Ha de preparar la cena y ordeñar las cabritas que aprovisionan de leche y queso a la familia.

A lo lejos llega José con sus aperos. Viene cansado y sudoroso, pero su sonrisa no ha perdido un ápice de humildad y sencillez. Es tan bueno que no se atreve a una sola queja, aún cansado. El Niño salta de contento y al ver Su alegría, los esposos se miran con un amor infinito, brotando en ellos la pureza de sus corazones, que fue entregada a Dios desde el comienzo de su unión. Los tres en la mesa, oran salmos antiguos, que nos indican las bendiciones de costumbre. Hay verduras cocidas, pan, queso, aceitunas, dátiles y manzanas para cenar. Cena de pobre. Pero lo que más podríamos percibir con claridad, es la paz que envuelve al ambiente. Y el exquisito orden y limpieza de la Madre Pulcrísima.

Han huido de su país. Se han adaptado a todo. Ya no tienen la bonita casa con el pozo y el jardín grande de su Nazaret querido. Pero, ni un lamento sale de sus labios. Ni muecas de dolor. Esto es la Voluntad del Padre y así la aceptan. Dios proveerá más adelante. Mientras, los esposos permanecen en oración, en sacrificio y austeridad. Ya vendrán tiempos mejores.

Por el momento, no pasan ni hambre de Dios, ni hambre de alimentos, pues la Providencia divina los conduce.
 

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