CAPÍTULO VIII
Cierro los ojos y me parece ver la caravana de los esposos
camino a Jerusalem. Es un viaje largo y penoso, de montes
escarpados, desérticos, con tiendas de beduinos que cuidan
de sus cabras y borregos. Son hombres sufridos, tostados por
el aire caliente que sopla en esas tierras. Conocen a los
peregrinos que suben y bajan. María va en su borriquilla
algo cansada y sedienta ya. Y José, preocupado y solícito,
la invita a bajar para tomar un descanso y beber rica leche
de una cabra recién parida que tiene su amigo Geraseo.
Charlan, se ríen comentando algunas noticias que corren de
boca en boca, beben juntos el típico elemento blanco
radiante: leche purísima. María está echada en una estera.
Me parece imaginarla adormecida o pensativa. Sin perder la
dulzura de su rostro, sin embargo debe estar preocupada.
¿Cómo decirle a José lo acontecido con El Enviado del Señor?
Pero María se ha entregado a la voluntad del Altísimo. Está
totalmente abandonada en las manos de Dios, y Él es quien
deberá decidir cómo y cuándo ha de saberlo todo José. ¡Tan
buenísimo esposo suyo! ¡Cuánta suerte la de María haber
encontrado al esposo ideal, el que la acompañará en las
alegrías y en las tristezas! Su esposo fiel.
Los dos han entregado su castidad al Padre. En ella casi es
prohibitivo, pues las mujeres de la estirpe de David esperan
llevar un día en su seno al Mesías. Y por otra parte, entre
los nazaritas, los votos podían ser renovables, pudiéndose
cancelar en algún momento.
José mira a su esposa y ella se incorpora después del
reposo.
-“¡Qué bueno eres, José! Que el Señor te pague tus desvelos
hacia mí con bendiciones especiales. Yo te querré por
siempre, daré mi vida porque seas feliz. Nunca te haré daño
ni con el pensamiento”.
Él sonríe, acaricia sus cabellos e inclina su cabeza para
unirla a la de María. Tímidamente seca el sudor de la bella
mujer que tanto ama.
¿Cómo decirle que ya soy Madre?, se preguntaría la joven. Y
un infinito dolor traspasa su dulce corazón… Tiene que
esperar a que el ángel llegue a José e ilumine su
entendimiento.
Puestos de nuevo en camino, llegan a Jerusalem, donde les
esperan familiares para cobijarlos unos días. El viaje ha
sido largo y penoso. María estuvo ensimismada, aunque
sonriente siempre, entre encrucijadas y campos frescos,
donde se entretuvieron en ver pastorear a los rebaños de
corderos, trotando al son de balidos.
Luego, al final, se separan los desposados con un puñado de
sonrisas.
CAPÍTULO IX
Aim Karim es un lugar privilegiado por la naturaleza. Corren
amplios valles de verdes purísimos y aguas cristalinas
discurriendo como elegantes cascadas que parecen erguirse en
la distancia.
Visitar Aim Karim es soñar con los ángeles y santos. Es
vivir en el cielo. Yo he peregrinado por aquellos ricos
valles, que surten aguas en sus faldas.
Tierras ricas donde el Señor se complace en dotarlas de
dones y gracias. La calma divina se palpa entre sus gentes,
agricultores sencillos que se abastecen de lo necesario al
hombre, trabajando en sus huertos.
María está deseosa de llegar y abrazar a su querida prima,
de ayudarla y animarla en el tiempo que resta para el
alumbramiento. Mira hacia atrás en la distancia y comprende
que el Hebrón hace ahora de barrera que la separa de su
esposo. Ve cómo la primavera deja descolgar jugosos higos de
las frondosas higueras. Ve también otras mezclas de frutos
que son todavía pequeñas bolitas verdosas, adornadas con
tapices semejando espaciosos mantos de esmeralda.
Algunos niños de poblados cercanos se entretienen cogiendo
moras selváticas. Han visto a María en la distancia. Se
vuelven hacia ella y levantan sus manitas en simpático
saludo. La joven deja abrir su manto azulino y corresponde
al saludo con su habitual sonrisa.
La casa de Zacarías e Isabel es señorial y hermosa, con
amplios salones y el clásico jardín central, propio del
estilo hebráico.
María llama a la puerta. La mujer que sale a abrir es ya
mayor, como la dueña. –“¡María, mi bella niña! Pasa, que
llamo enseguida a Isabel. Te espera desde hace días”, le
dirá.
Se abrazan todos y se besan. Luego se sientan a que se
refresque la joven. El niño que Isabel lleva en su seno
salta de gozo. E Isabel, iluminada con la Sabiduría Divina,
exclama emocionada:
-“¡Dios te salve, María… Bendito sea el fruto de tu
vientre!” No es difícil profetizar cuando el hombre está muy
ape8gado al Señor. Y los judíos de entonces no cesaban de
orar pidiendo una corta espera, por lo que era muy frecuente
en Israel encontrar entre sus gentes el don de profecía.
Toman suculentos frutos secos y jugos de fresca fruta. María
anima mucho a su prima, pues le trae juventud y esperanza.
Ambas darán largos paseos a la caída de la tarde, observando
ya el gran huerto trasero repleto de flores y arboleda.
Preparan el ajuar necesario para la llegada del bebé, a
punto de nacer. Y María dirá en secreto a su prima la
preocupación que siente, porque su amado José aún no está
enterado de la Divina Espera. –“¡Todo lo arreglará El Señor,
Nuestro Dios!. No te apures, mi amor. Él te indicará el
modo…”
CAPÍTULO X
María mira a los montes que se impregnan de azul con su
mirada aguamarina. Allí está la espesa vegetación, la buena
tierra alimentando frutos, igual que una madre amamanta a
sus crías.
Piensa, porque lo sabe, que de las plegarias “vivas” nacen
las gracias como lluvia fresca, si éstas se nutren de amor y
sacrificio. Y Ella está dispuesta a todo. Orará intensamente
hasta el próximo encuentro con su esposo, cuando ya el
abultamiento maternal sea tan visible que necesite la ayuda
del Cielo para su entendimiento.
Ambas primas se entretienen en hablar del futuro nombre que
habrán de poner al Hijo de María. Ella sabe que los profetas
le llaman El Salvador; e Isaías dice: “Él es el hombre de
los dolores. Con sus llagas fuimos curados. Fue cubierto de
heridas y golpes por nuestros crímenes. El Señor quiso
agotar sobre Él todos los padecimientos. Después de su
sentencia, fue puesto en alto”.
-“¿Qué harán con mi Hijo?”, pregunta María sin consuelo. Y
su prima, estremecida, la tranquiliza, ofreciéndole
florecillas silvestres, o atrayendo corderitos que balan
junto a sus madres, e incluso, cabritos bebés manchados de
blanco y negro en su terso pelo.
-“Se lo contarás todo a José. José lo amará mucho”. Dice
Isabel.
-“Y Zacarías también sabrá que tu hijo no viene de modo
natural. Él lo entenderá”.
CAPÍTULO XI
Ha llegado Zacarías al encuentro de las dos mujeres. Está
mudo, porque fue incrédulo al ángel, cuando le anunció el
alumbramiento de su esposa Isabel. Y María dice: -“Tal como
dijeron los Profetas, nacerá el Rey de la estirpe de David”.
Y Zacarías escribe: -“Nacerá en Belén. Todos iremos allí a
venerarlo”.
Han pasado tres meses. Juan ya nació y Zacarías volvió a
hablar de nuevo, precisamente, cuando decidió el nombre que
llevaría su hijo: “ Juan “. Todos dispuestos para la
presentación del pequeño en el Templo, después de la fiesta
de su circuncisión, se dirigen a la Ciudad Santa.
Ya acabó todo y los esposos han de marcharse con Juanito
antes de que anochezca. Anochece en Jerusalem y María espera
a su amado José, que no llega.
Se aproxima la hora de la despedida y aún no ha llegado
José. –“¿Dónde estará mi amado José?”, piensa la Virgen.
María se tapa su redondez con el manto, aunque el intenso
calor moleste su blanca piel y la haga sudar. Y por fin,
cuando ya parecía que José no iba a llegar a la casa de su
pariente Zebedeo, donde se habían hospedado cuatro meses
antes, su amado esposo aparece en el umbral.
-“¡Bendito seas, José, que El Señor te envió a Mí!”, dice la
joven. Ya, todos tranquilos, despiden a Isabel y Zacarías
que deben marchar al Hebrón con su bebé.
-“Perdóname María. Llegó tu mensaje a Nazaret y vine al
punto, caminé sin cesar…”
-“Perdóname tú por alejarme de Nazaret tanto tiempo”. Y se
sonríen ambos rezumando un amor eterno. Amor puro, regalo de
Dios, que todo lo tiene previsto.
Deben partir a media noche, pues el calor arrecia fuerte
durante el día. Así lo advierte José a su esposa. Y le
agrega: -“¡Verás María cuántas flores en el huerto! Y los
árboles frutales cargados con manzanas e higos. Las uvas son
ámbar granado. Y el estanque de la gruta te saciará de agua.
Allí serás muy feliz, amada mía”.
-“¡Qué bueno eres, José! ¡Dios te colmará de bienes por ser
tan fiel, tan atento!”, exclama la joven con fina sonrisa.
Se apresuran ya colocando los cofres en sus borriquitos. Una
silla en un borrico es para María. Sube. José ha observado
la redondez de su esposa. Calla. Salen por una de las
puertas de Jerusalem antes de que sean cerradas.
El silencio de los esposos se enlaza con un cielo sereno
cuajado de estrellas y el silencio de los huertos y montes.
Quizás, el bello trinar de un pajarito, que se abre cantarín
al alba.
CAPÍTULO XII
José, el bueno, el servicial, el que no vive para sí mismo
ya, sino para Ella, María, lleva una punzada de dolor en su
corazón. Le duele la percepción que ha notado en su esposa y
se agita en un mar de dudas.
José, hombre santo, que no había recibido aún el aviso
celestial, no sabe qué hacer. ¿Repudiar a su esposa en
silencio? Y las miradas de dolor se entrecruzan entre ambos,
sin que Ella se atreva a explicar, ni él hacer reproche
alguno. La costumbre en estos casos era apedrear a la mujer
en público.
Pero María ora sin cesar, pidiendo a Dios que José sepa
pronto la verdad, que no se alargue la agonía entre ambos.
Es una prueba muy dura que exige Dios a los que ama.
Han llegado a Nazaret y se despiden ante la puerta de María.
¡Qué triste está José! ¡Qué pena tiene la Virgen!
Luego, en el transcurso de los días, de tanta tristeza,
María pierde el color dorado de los aires soleados del
Hebrón. Llora y reza. Espera, ¿qué dirá de Ella su esposo? Y
unos golpes en la puerta le hacen salir de su éxtasis. Gran
sorpresa es la que se lleva la joven cuando al abrir, se
encuentra a su esposo amado José.
- “¡José…! ¿Quieres decirme algo? Entra”. Y José, cierra la
puerta con mirada suplicante. “ ¿Podrás perdonarme, María
mía? “ El bueno de José intenta arrodillarse llorando,
mientras María, infunde ánimo a su espíritu.
- “¿Te afliges? ¡No llores!”
- “¿Cómo podré recibir a Dios, yo pobre de mi? No podría
tocar a Mi Señor, Mi Dios”
- “Sí, José, que Jesús se acerca a la pobreza, pero nuestra
casa será un palacio con Él. Oiremos la voz de Nuestro Dios
y Señor. Él será nuestro gozo”.
Ambos lloran de gozo, porque la pesadilla ha concluido. Se
ha superado con creces la obediencia del Justo. La
intachable María concibió al que vendría a cancelar la culpa
de soberbia destructora del hombre. Ella, sólo la esclava
del Señor, y los esclavos no discuten las órdenes, las
ejecutan. ( Y yo me pregunto: ¿Cómo el hombre actual podría
volver a la obediencia, humildad y confianza plena en Dios?)
CAPÍTULO XIII
José, que piensa en todo, que tanto se preocupa por María,
piensa ya en los preparativos para el Censo de Roma. Un
edicto en la puerta de la Sinagoga avisa el empadronamiento
en Belén. Él, mirando a la Virgen, se atormenta pensando en
los largos caminos que deberán recorrer hasta llegar. Está
asustado. ¿Cómo lo soportará María?
- “Pienso en Las Sagradas Escrituras: Y tú, Belén de Efrata,
eres el más pequeño entre los poblados de Judá, pero de ti
saldrá el Dominador. El Dominador que fue prometido a la
estirpe de David…”
Ya sonríen otra vez.
“No tendremos miedo. Confiemos tranquilamente en Dios.
Mandará a sus ángeles y ellos nos ayudarán y protegerán.
Nuestro Hijo viene rodeado con el misterio del Padre y
nosotros mantendremos el secreto”. María habla confortando a
su esposo.
Me parece ver a los esposos por las espesas campiñas y
extensos pastizales que llevan a las montañas de Belén. Los
hielos y fríos invernales dibujan a los valles de una
blancura brillante y fina.
¡Cuánto se preocupa José por arropar a su esposa con el
manto que él llevaba puesto ! Que María vaya cómoda, y que
no sufra. Sus miradas; como siempre, son de sonrisa
transparente y aterciopelada. Por aquí y allá se ven
pastores cuidando sus ganados y conduciéndolos a rediles
entre pequeñas colinas cercanas. Algo de leche recién
ordeñada será buen alimento para María.
-“No, José. No hace falta pedir leche a los pastores. Ellos
la dan generosos”.
“¡Mi José bondadoso y lleno de amor! Que nunca te abandonen
las bendiciones del Señor”. Y José, humilde, agacha su
cabeza con emoción.
Próximos a la aldea, el hombre prudente y justo busca
albergue. Pero no hay ningún alojo para ellos, ya que han
llegado demasiado tarde. Allá, al fondo, existe una cueva
entre ruinas, apenas sin luz. Se acercan. Un buey les saluda
con un mugido.
Se han ubicado en el crudo suelo sucio de paja y
excrementos. El heno de un pesebre allí instalado sirve
también al cansado borriquillo, y para lecho de los esposos.
Toman pan y queso y beben agua de una cantarilla pequeña. El
fuego de José, hecho con ramas de unos árboles,
chisporrotea. En aquellos pobres apriscos, la leña prendida
semeja a los corazones encendidos de los esposos, que
esperan ya la llegada del Mesías.
- “¿Te hace falta algo?”
- “Nada, José. Descansa”.
Ella mesa los cabellos algo grises de su esposo, el buen
José. Quizás se intercambien frases plenas de amor. José, al
fin, es muy probable que se incline recostado en el suelo,
para orar.
CAPÍTULO XIV
Yo, que conozco el sitio exacto donde se alojaron los
esposos en una noche fría de invierno blanco por la nieve,
me quedo absorta pensando ya en El Niño que ha de nacer.
Ardo en deseos de verlo, para besar sus piececitos rosados
cual perlas brillantes, refulgentes, del mar. Quiero tomarlo
presta en mis brazos, apretarlo tiernamente contra mi pecho,
extasiarme mirando su sueño… Que no se marche nunca de mi
corazón…
El albergue rocoso compartido con los animales, es pobre. La
pequeña hoguera que vigila el cansado de José, es tan pobre
que parece dormitar. ¿Qué pensará José reclinado sobre su
pecho en actitud doliente? Ya se durmió al fin, el cansancio
de las duras jornadas, lo venció sumiéndolo en profundidades
celestiales.
María, sonriente cual mariposa aleteando en flores, dibuja
el amor en sus labios, que aflora, cual plegaria de
contemplación divina.
Ora. Ora plácida. Ora sin cesar. Ora abriendo sus brazos al
padre ofreciéndole todo en sus blancas manos, que miran a la
bóveda celestial. No se cansa de orar. Sigue orando
incansable. ¡Largas son sus plegarias al Señor!
Y José se duele por haber dormitado, pues la Ley del fuego
se extingue y oscurece el lugar. Se levanta, echa unas
ramitas que prenden ascuas. Pero el frío cala sus huesos,
congelando su triste corazón. Nuevas ramas avivan lo
encendido y traen más calor. En pie, se acerca muy en
silencio a Su María. Le pregunta. Le insiste, y al fin Ella
responde:
- “Estoy orando, José, no me hace falta nada. No me cansa
orar. Duerme tranquilo”.
El hombre sencillo, calla y ora apartado de Su esposa. Tapa
su cara en ferviente plegaria, de rodillas, para no
dormirse.
El techo agrietado deja pasar rayos de cielo. Son hilos de
plata que buscan a María, fiel orante de Su Señor.
¿Quién llama a la joven desde lo alto? ¿Qué ven sus ojos
radiantes de emoción? ¿Qué sentimientos le traen en la
dichosa hora de Su Maternidad?
Sus manos y su rostro se vuelven azulinas de tanta luz,
contagiados por el color de su vestido…
CAPÍTULO XV
Mis ojos se cierran con el sueño de José, que así lo quiso
el cielo. Pero aún de este modo, contemplo para mí la luna
que brilla en la Nueva Jerusalem estrellada. Un manantial de
luz baja del Cielo, agrandando el ambiente humilde que rodea
al hombre y a la mujer. Y las piedras húmedas y antiguas se
hacen de plata bruñida.
Las ascuas reverdecen a la lumbre que José encendió para la
pronta cálida Acogida.
El rostro de María se toca de sonrisa sobrehumana. ¡Cuánta
luz! ¡Cuántos destellos! ¡Divina luz, eterna fuente de luz
que no se apaga!
Y nace El Emmanuel, El Esperado por los siglos. El que
llenará de Amor a un mundo marcado por la ingratitud y el
odio. Él todo Amor. El que de Amor a raudales, morirá de
amor entre la negación del hombre ingrato.
Y María, como absorbida por la irresistible Luz, emerge como
La Madre del Hombre-Dios, del Dios Vivo.
Oraba José. Se estremece de amor ante el Hijito que María
sostiene en Sus brazos y que ambos deberán cuidar con sigilo
y esmero. Se acerca ante El Pequeñín regordete y rosado, que
mueve sus manitas y gesticula, como capullito en flor que se
abre al aire. Llora trémulo como corderillo reciente. María
adora a Su Hijito sonriente y lloroso. Besa su cabecita y se
inclina sobre su pecho…
José toma al Niño y se llena de lágrimas. Y ora de nuevo.
Debe envolver a María con Su Manto oscuro.
Los esposos reverencian al Recién Nacido con inmenso gozo.
- “Ven José, ofrezcamos al Padre este Divino Niño”.
María levanta a Su Hijo entre los brazos y ora de nuevo:
- “Aquí están tus Siervos, Señor. Que siempre hagamos tu
Voluntad. Que en cada momento lo que hagamos sea para tu
gloria. Toma José, ofrece tú también al Niño-Dios.
El pobre José, tan humilde, casi no se atreve. Pero Ella
continúa:
- “Nadie más digno que tú. Eres el escogido por El Altísimo,
desde los siglos. Toma, mientras busco los pañales”.
- “Oh Señor, Mi Dios! Aquí tienes a Tu Hijo”. Llora. Llora
intensamente. Procura cubrir El Cuerpecito del Pequeñín para
defenderlo de las heladas de la noche. Un buey y una mula
les dan calor y los protegen del aire que trae nieve.
¡Qué bondad en el rostro de José mientras acuna al Niño
apretándolo contra sí mismo!
María sacó del cofre los lienzos y las fajas. La hoguera les
dio calor. Envuelve a Su Bebé. ¡Ya está! Y con heno limpio
del buey y unas tablas del Pesebre, hicieron Su cama. Y el
primer lecho del Salvador está preparado.
Ambos inclinados sobre el pesebre velan el Sueño de Su
Hijito que después de calmar Su llanto, duerme dulce.
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