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OPINIÓN - DOMINGO, 5 DE NOVIEMBRE DE 2006

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Nazarita José Carpintero (I-VII)

Por Flor Garrido


CAPÍTULO I


Hoy no nos parece demasiado remoto hablar de lo que aconteció hace ya más de dos mil años, aún cuando la alta tecnología y el mundo de las computadoras facilitan la información y el conocimiento de cronologías antiquísimas. Los códigos escritos, enterramientos, zonas de emplazamiento y vivienda, etc, nos lo hace fácil la nueva arqueología.

Concretamente, la estribación oriental del Mediterráneo, fue la primera en desplegar hacia el neolítico, la primera que conoció la ciencia, que desarrolló un grado superior de inteligencia y entró enseguida en el mundo de la HISTORIA.

Aquel lugar, Israel, me ata de una manera muy particular. Creo que amo a ese pueblo por sentimientos atávicos imposibles de obviar. Es por ello que haya visitado sus restos unas veces como turista, empapándome de cuanto han podido captar mis ojos, o percibir mis sentidos, enamorándome para siempre de reservas bíblicas; y otras veces, como peregrina que busca a Dios y está alerta a encontrar Sus huellas.

Nazaret entonces era un vergel rico en pastos. Pueblo montañoso de Galilea. Dominado por el Imperio Romano. Sus gentes adoraban al Señor mientras cuidaban sus ganados. Vivían en pequeños núcleos familiares, donde el varón se ocupaba del gobierno de su casa. Gentes que conocían Las Escrituras, las leían, las comentaban, y esperaban a Su Mesías, (porque Yahvé siempre cumple con sus pactos para con el hombre). Eran humildes y sencillos.

Me parece ver al bueno de José en su taller de carpintería, entre herrajes del campo y de los animales, a los que habrá de encajar alguna pieza rota, soldándola al fuego. Terminando algún carro que sirva para recoger el heno, o como vehículo de transporte. O algún carruaje de un rico centurión. Me parece ver cómo mesa sus barbas, pensativo…

Es fuerte y aunque joven, ya que apenas si ha cumplido treinta años, se mantiene célibe, pues es nazarita. Forma parte de un grupo de hebreos consagrados a Dios, así que debe mantenerse en una serie de reglas de abstinencia. Sonríe al ver claro la solución del problema que le traía de cabeza. Abre sus manos con expresión satisfecha, y asomado a la ventanita trasera del cuarto, por donde entran claros rayos de sol, que iluminan de color vivo a las flores de su jardín, mira al cielo y estoy segura que aprovecha para hablar con Dios en una plegaria de acción de gracias, o entona un salmo de memoria, como en sublime embeleso amoroso. ¡Ama tanto al Señor y espera tanto de Él!

CAPÍTULO II


Con José podemos decir que se cierran las páginas del Antiguo Testamento y se abren las del Nuevo. ¡De José!, ahí sentado en su banquillo, en un rato de descanso, secando el sudor de su frente y que bebe unos tragos de agua fresquita de su cantarilla. Su figura esbelta por los ayunos, y las caminatas que debe andar llevando sus trabajos acabados de un sitio a otro, y la seriedad de su rostro, me traen a la memoria el alto linaje señorial, de antiguo. ¿Quién le iba a decir a él en esos momentos que sería en breve el esposo de María, la hija de sus parientes Joaquín y Ana, que murieron hace ahora doce años, si él conoció a la niña antes de ser entregada por sus padres al Templo, en Jerusalem.

El Sumo Sacerdote del Templo ha mandado llamar a todos los varones de la estirpe de David, porque María se ha de casar, que ya ha cumplido quince años y ninguna doncella de Israel ha de quedarse desvalida, sin esposo que cuide de ella. María es huérfana y pertenece como José a la estirpe de David. Con tan pocos años, la joven es una experta en el conocimiento de la Ley Mosaica.

Ha tenido que subir a Jerusalem. Tardó de una semana en llegar, pero se encuentra feliz en el templo. Ha estado orando largamente. Están todos los jóvenes ya reunidos y preparados para ver quién ha de ser el esposo de María. José, hombre tímido, enrojece antes de coger una de las ramas que le ofrecen. Todas están secas, excepto una que está florida, pienso, con lirios blancos. O nardos de finura. “¡No puede ser!”, intuyo que exclamaría sonriente, ante la sorpresa, al ver que su rama es precisamente la que está en flor. ¡Él es desde ahora el prometido de la joven doncella”

Seguramente se ha acercado hasta el Pontífice y le ha saludado con respeto, como es la costumbre entre los de Israel. Todos sonríen llenos de admiración y felicidad. Y cuando el Sumo Sacerdote se dispone a hablar para todos los presentes, varones descendientes del rey David, se hace el silencio. Él explica: “Este hombre ha sido elegido por Dios, como esposo de una virgen pura, María. El Señor ya tenía elegido a José desde el principio de los tiempos”. Y con ello profetiza por la Gracia del Espíritu Divino, inundado su rostro en lágrimas, quizás porque al ser conocedor de La Torá, de la Ley, sabiendo lo que anunciaron los profetas, puede intuir algo más que La Sabiduría le regala y que inunda ahora su mente.

El apuesto José, de bigote y barbas, color tostado, mirada profunda y amable, algo triste, aunque de sonrisa jovial, ha sido llamado por Dios para una Misión muy especial.

Como es pobre, viste pulcro, pero sencillo. Él es el que tuvo la fortuna de coger la rama en flor, con apenas una ligera espuma de pétalos blancos, que acarician su rostro rozándolo tenuemente.

“¡El Señor ha hablado! El hombre justo cuidará de la Virgen. José, el betlemita, el carpintero de Nazaret. José de Jacob de la tribu de David”, concluye el Sacerdote.

CAPÍTULO III


Cualquiera que haya estado en Nazaret y visto los planos de la ciudad antigua, puede comprender perfectamente la amalgama de casitas que allí se concentraban, protegiéndose unas con otras de los calores solares, y sombreándose, produciendo un frescor natural, a falta de otro tipo de aparato moderno que supliese el mitigar lo tórrido del ambiente veraniego. Allí el otoño y la primavera suelen fundirse con el verano. Es por ello, que también podamos discernir que el jardín y el huerto fuesen elementos fundamentales en aquellas viviendas orientalizantes.

Una población joven, con chiquillería callejeando y curioseando entre las ventanillas de los carruajes que llegaban con visitantes foráneos.

Hoy deseo ver a los novios camino de Nazaret, despuntando el día.

Se pusieron en camino antes del alba, para evitar los sofocos. El monte parece una feria de colores brillantes; como es habitual, el sendero está repleto de carros y borriquillas, con gentes que van y vienen de una aldea a otra, para comprar, vender, visitar a sus parientes, para una boda familiar, para las festividades religiosas… María y José están mudos. Ambos llevan en su corazón el secreto que se confesaron en el Templo, después de saberse prometidos. Primero habían enrojecido ambos e inclinado ambas cabezas. Luego José, sonriente saludaría a la joven y le recordaría anécdotas de su niñez, de la alegría de sus padres al tenerla pequeñita, de la vivacidad con que ella se desenvolvía entre los vecinos que la reclamaban… José se veía un viejo a su lado, y hasta recordaba como muy remota la muerte de sus padres y el dolor que sentiría con toda seguridad el vecindario. Mientras, la carita de la novia, pasaría de la tristeza a la alegría conociendo tantos recuerdos como almacenaba en su corazón el prudente, bueno y silencioso José… Sabe que la riqueza de su esposa no es de bienes materiales. Pero su belleza, junto con un puro corazón, la convierten en la más preciosa flor jamás soñada.

- “Soy nazareno, María”, se atreverá el modesto José a decir. Y la doncella podemos ahora verla sonreír tranquila, afirmándole seguidamente que es ella toda de Dios. María se había consagrado al Señor con todo el sacrificio que comporta los que a Él tanto aman y se entregan por inmenso amor. Renunciaba a la alegría de ser madre, para que pronto se cumpliesen las profecías sobre la llegada del Mesías, Salvador de Israel.

CAPÍTULO IV


Es costumbre entre los pueblos orientales preparar preciosos ajuares de novias, con los mejores linos y telas preciosas de seda, bordadas esmeradamente en oro y plata finos, formando dibujos de filigrana, medallones, sellos que indican el linaje de la familia, etc.

Allí, en Israel, no se estaba exento de todo esto. Las joyas que pertenecieron a la antigua familia, los peinecillos para sujetar las trenzas, los cinturones de oro y los delicados brazaletes y anillos, las gargantillas de pedrería, todo lo que constituía la heredad de María, es acarreado por su prima Isabel y Zacarías, que viven entre las colinas verdosas de Aim Karim. Guardaba Isabel la vestimenta y la joyería desde que murió su prima Ana de Nazaret, para que María dispusiese de su ajuar, llegado el momento oportuno.

La ceremonia y el cortejo saldrán del Gran Templo, donde se educó la muchachita.

Un apuesto joven se acerca a la novia y le entrega un ramillete de hermosas flores. Es José, como siempre tan solícito, tan atento en los detalles.

-“Tú serás mi jardín soñado, bella María. Y te prometo mantener hasta la muerte mi castidad absoluta”. Aunque obrero que no es ni sabio, ni rico, pertenece a la casta de los reyes de Israel y a la clase sacerdotal. Hombre de bien que cumple su palabra.

Ya salen del templo y es de imaginar el grupo de curiosos que flanquea las puertas para ver a los novios. Unos con otros se bendicen. Se aconsejan y se despiden. Pero María anda llorosa, por lo que apenas puede pronunciar palabra alguna…

La lluvia polvoreada y la fresca brisa de abril besan el rostro de la joven esposa. De nuevo se acercan a su pueblo, subiendo la colina.

Quiero ver a los novios a la caída de la tarde llegando a Nazaret. Se me antoja situarlos en carruaje enjaezado con bellas florecillas silvestres.

María y José tienen que haberse jurado amor perpetuo, como los ángeles, pues se miran, se sonríen, y el carruaje se ilumina de una preciosa luz angelical.

En José es el amor perfecto de servicio y santidad. Tan sencillo es, que ni una palabra demás, ni un enojo. Él desea estar en segundo plano, constante y fiel esposo, siempre solícito a María, con un “¿qué quieres?; ¿qué deseas?; ¿qué te agrada?”, fluyendo de sus labios sinceros y humildes.

Están llegando ya a la casa de la Virgen. Asoman sus alegres caritas por entre los ventanucos del carro. Aún persisten los últimos rayos de sol, que entran formando ramas y posan en sus asientos.

Él es nazarita y ella esclava del Señor, que se desposarán con el secreto de la castidad, guardando y cumpliendo los preceptos y tradiciones de su pueblo, de que ninguna doncella se quede al desamparo del varón.

Ahí está la casa de María. No es casa de ricos, pero la limpieza y el jardín con el pozo, y tantos árboles frutales dando sombra, la hacen distinguida. Él se baja del carruaje, acompaña a la joven al interior de la vivienda y se despide amoroso de ella. María, que es tan buena y cariñosa, le corresponde de igual modo.

(Allí vivirá sola de momento, pero sentirse con El Señor es no estar nunca a solas).

Antes, de irse ambos se arrodillan para dar gracias al Altísimo por tanta dicha.

-“Hasta pronto, José. Que el Ángel de Dios te guarde bajo sus alas”.

-“Adios, María. Vendré cada día para cuidar de que todo en la casa esté dispuesto para ti. Que no te falte nada, ni sientas la soledad”.

Y el rostro de los novios trasluce la serena pureza que los une.

CAPÍTULO V


Esta vez siguen los primos a los esposos. Isabel deberá quedarse un tiempo con María, ayudándola a ordenar los cofres, a colocar los regalos, a acompañarla y servirle de amiga y consejera por unos días. Los familiares y parientes de José estarán en la puerta esperando la llegada. Es casi seguro, porque la casa de Alfeo, hermano de José, linda a pocos metros de la casa de María.

Todavía queda un último requisito para dar por finalizado todo el rito religioso de unos esponsorios. Hay que celebrar las bodas y entonces el novio no podrá demorar por más tiempo vivir bajo el mismo techo que María. –“¿Cuándo celebraréis las bodas?”, pienso que preguntará Alfeo, contemplando a la ligera mariposilla, que se desliza de un sitio a otro dejando cofres que traía en el viaje.” No hay prisa por el momento”, contestará la joven.

Aún no pueden vivir en la misma morada, porque no se han celebrado las bodas; por ello la joven cierra ahora la puerta y se adentra lentamente en su aposento interior. Seguramente habrá tomado una vasija con agua y unos lienzos, se habrá quitado los sudores y con ello el cansancio de su cuerpo. Sus ropas deben ser apropiadas y cómodas para la casa. Es necesario encender una luciérnaga que amaine tanta oscuridad como se ha formado.

Postrada en el suelo, ora intensamente. Ora con los brazos alzados mirando al cielo. Ora con sus blancas manitas abiertas, entregando toda su voluntad, todo su ser, al Señor Dios, que es todo amor y toda misericordia. Así orará hasta el amanecer.

CAPÍTULO VI

Ni José ni María tienen prisa por nada. Aún debe pasar la fiesta de los Tabernáculos, entonces será cuando María cumpla dieciséis años. Mientras, ella desea tejer e hilar algo más de ajuar, que por ser huérfana nadie le tejió. Y él querrá hacer algún mobiliario en su taller de carpintería. ¡Qué prisa tienen!. Y se miran con una dulce, delicada sonrisa inteligente.

Ya han pasado muchos días. Ya está María de nuevo sola. Por las tardes viene José muy aseado, después de la fatigosa jornada. Allí no se hacen las visitas con las manos vacías, sino que es costumbre llevar siempre algo en las manos, como señal de atención. Así que José puede muy bien llevarle a su amada algún racimo de uvas, un trozo de buen queso, o un hermoso huevo, que escasea en la aldea…

Ella pasa el tiempo trabajando y orando mucho. Sus ojos se llenan de alegres lágrimas brillantes, mientras ora.

Se ha abandonado tanto la joven en las manos del Señor, que olvida el mundo que le rodea, y su corazón se inflama en encendido fuego de amor al Padre Eterno.

¿Qué le dirá la niña a su Señor? ¿Qué sueños albergará su inmaculado corazón?.

Si Dios gobierna al mundo, la oración gobierna a Dios, así que cualquier plegaria de María, es una orden para el Señor.

“!Yehové, Yehové!. Manda pronto a la tierra a Tu Mesías. Yo quiero ver ya la Luz del Redentor. Yo, la sierva, la esclava del Señor, pido a mi Dios que oiga mi plegaria. Envía Tu Espíritu, Señor, para que ilumine la faz de la tierra. ¡Señor mío y Dios mío!, oye mi canto de amor”.

Y según San Lucas, capítulo I, versículo 19, el arcángel San Gabriel le anunció a Zacarías el nacimiento de su hijo Juan, y la llegada del Mesías. Así también, en el mismo capítulo, versículos 26 al 55, el Arcángel Gabriel anuncia a María la pronta venida de Jesús, Hijo del Altísimo.

Entra un silencioso viento angélico en el cuarto de la joven, que ora al Señor. Y siempre los ángeles vienen acompañados de enorme rastro de luz. María siente que su corazón palpita más aceleradamente y se para a observar cómo las cortinas se balancean en armonioso compás.

Esa luz y ese viento son indudablemente obra de Dios. La joven se estremece y quizás ahora considere que José podría estar ahí para ayudarla. Dirá para sí: -“Mi amado José, nunca dejaré de amarte y siempre necesitaré tu protección”.

Pero el viento se acerca más a la joven, de tal modo que sus sayones se agitan. María palidece ante la presencia de una figura angelical.

CAPÍTULO VII


“Y habiendo entrado el ángel a donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, ¡oh, llena de gracia!, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres…, has de concebir en tu seno a quien pondrás por nombre Jesús. Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo… Y Su Reino no tendrá fin…” Lucas, capítulo I, versículo 28,31,32,33.

Pienso que la sorpresa de María, su palidez, su pudor, en aquel momento de su vida, le harían ya distinta a todas las demás mujeres de la tierra. Y no cabe duda, y así se demuestra, cómo la insistencia, la constancia en la oración, consiguen reblandecer el Corazón de Dios hasta llegar a alterar los eternos Planes Celestiales.

Un gran misterio al que no puede acceder mente humana, que se consolida con el Sí de María. Y en ese instante al ángel me parece verlo brillar más aún de la alegría ante la aceptación. María, con todo su cuerpo en profunda adoración, recibe al Espíritu de Dios, que desciende sobre ella, sumisa y humilde.

Para Dios nada es imposible y Él viene a cumplir Su promesa…

El carpintero nazarita José llega cada tarde a la casa de María, se sienta en un banquillo junto a ella, le cuenta cómo le ha ido el día, se ríen de algunas anécdotas. Hoy trae algún dinero de más, porque hizo unos arreglos importantes a un rico romano.

Comen pan, queso, leche tibia y una manzana, propio de las gentes sencillas de la aldea. José ha traído unas aceitunas que le regaló María de Alfeo, (mujer de su hermano).

-“Come tú, mi flor, son para ti”, es probable que diga José a su amada María. Y ambos se sonríen plenos de amor.

Isabel, su prima que vive en el Hebrón, lleva seis meses encinta, está algo enferma. Zacarías el esposo, mandó recado a la joven. Él es sacerdote del Señor. Tanto había pedido Isabel un hijo, durante tantos años rogó a Dios que se lo concediese, que ahora, anciana y estéril como una higuera seca, va a ser madre por primera vez.

José se asombra al conocer la noticia. Le agrada saberlo y apenas si puede explicárselo. –“¡No es posible, querida mía!”, ha de contestarle.

-“Dios lo puede todo. El Señor siempre está dispuesto a complacernos, José”.

María le explica que debe ir a Aim Karim pronto, pues ella es la única parienta más cercana de Isabel. “¿Tú me lo permites…?, le pregunta.

-“Tú, querida esposa mía, has de decidir lo que mejor convenga. Yo contaré los días. Cuidaré de la casa. Te llenaré el jardín de flores olorosas. Serás siempre el sueño de mi vida, María mía”.

Ambos esposos se bendicen en la despedida nocturna. “Qué los ángeles te acompañen”. –“Y a ti también…”
 

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