De haber vivido Juan Vivas en
Grecia, durante los comienzos democráticos, a buen seguro
que habría sido condenado al ostracismo. Un exilio que se
imponía a cualquier personalidad que cobrara demasiada
importancia. Era, sin duda, la preocupación esencial para
defender al régimen contra la influencia particular de un
individuo o de una camarilla.
Cuando Alcibíades, adornado de todas las seducciones
que podían conmover a un ateniense, intente arrastrar tras
sí a la juventud y a los ambiciosos y dárselas de hombre
providencial, Atenas cederá lo bastante como para
perdonarle, pero nunca para abdicar. Y Pericles, antes que
él, hubo de luchar a la vez para afirmar su prestigio y para
desarmar las desconfianzas que precisamente éste suscitaba.
Lo pueden leer en Historia de las Ideas Políticas.
El sábado por la mañana, cuando aún parecían oírse los ecos
de las aclamaciones a Juan Vivas en el Parador La Muralla,
la noche anterior, pude presenciar que es verdad que la
chavalería acude al presidente con tanta naturalidad como
jamás nunca antes he visto que suceda con ningún político.
Iba el presidente hacia el interior del Ayuntamiento, y un
grupo de adolescentes lo abordó en la escalinata del
edificio, a fin de contarle que se habían quedado sin
entradas para un espectáculo que se celebraba esa tarde. Y
Juan Vivas les explicó que no estaba en su mano facilitarles
las entradas. Pero lo hacía de manera tan convincente, tan
dominador de la situación, que los chavales acabaron por
estar como unas castañuelas. Una escena presenciada por mí y
de la que saqué conclusiones.
Esa manera de seducir a los demás, a la primera de cambio,
es la que los griegos trataban por todos los medios de
erradicar de la vida pública. Hay que añadir que en la
Grecia de entonces, las magistraturas eran, en su mayoría,
sacadas a suerte. Y esto no sólo porque la suerte era
considerada como la manifestación de la voluntad divina,
sino, sobre todo, porque el procedimiento parecía a los
demócratas el mejor medio de mantener la estricta igualdad
inicial de posibilidades.
“En efecto, tiene en jaque al prestigio del origen, de la
riqueza o de la gloria militar y permite refrenar las miras
autoritarias de un individuo, de una fracción o incluso de
una mayoría e impedir, en principio, las intrigas dentro de
la Asamblea. Por último, los demócratas afirman que la
democracia reside en el pueblo y que no se delega jamás”.
Lejos queda ya lo de votar el demo en la plaza pública, en
el ágora donde todo se discutía. Pero de aquel socorrido
escenario del mundo helenístico, hemos pasado a confiar
ciegamente en los partidos. Hasta el punto de haberlos
revestidos de una fuerza que ha desembocado en la
partitocracia. De un poder donde una minoría, especie de
camarilla aristocrática, decide nombrar a los candidatos que
se convertirán en nuestro gobernantes durante cuatro
interminables años. Fecha en la que podremos otorgar nuestra
confianza a las mismas siglas o a otras.
De los partidos, desgraciadamente, los ciudadanos desconfían
cada vez más. Y mucha gente opina que lo mejor sería votar a
las personas. Algo que haría recuperar la ilusión perdida en
gran parte del electorado. Máxime cuando las ideologías de
los partidos son calcadas, y, por tanto, han de abundar sus
componentes en las diferencias poniendo en juego debates
impropios e indignos por parte de los correspondientes
voceros.
En esta ciudad, aunque amparada bajo las siglas del PP, los
ciudadanos están votando ya a la persona. He aquí, pues,
cómo Ceuta se ha adelantado a las demás ciudades. Todo
gracias a Juan Vivas. Y a pesar de que sus corifeos se
muestran ridículos y zafios.
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