La plaza de África es sitio muy
recoleto. A mí me lo ha parecido siempre. Desde la primera
vez que puse los pies en esta ciudad. Hubo un tiempo, cuando
yo vivía en el hotel La Muralla, que antes de irme a la cama
me gustaba sentarme en uno de sus bancos para empaparme del
silencio de la noche avanzada y que sólo era roto por las
conversaciones de la flora.
En la plaza de África me ha cogido a mí muchas mañanas antes
de que la madrugada asomara su rostro al alba. Y es que uno,
en aquel tiempo, noctívago por deseo y obligación, gustaba
de pensar en sitio hecho a la medida para tal menester. De
ahí que me haya alegrado de su elección para que en ella
sean instaladas las casetas de los libreros en esta Feria
del Libro que ya ha empezado.
En uno de esos bancos, hojeando yo una noche el segundo tomo
de los Carnets de Albert Camus, regalo de uno
de mis clientes del Pub Tokio, me llamó la atención
el siguiente apunte: “En el drama antiguo, el que paga
siempre las consecuencias es el que tiene razón:
Prometeo, Edipo, Orestes, etc. Pero esto no tiene
importancia. De todas maneras, con razón o sin ella, todos
acaban en el infierno. No hay recompensa ni castigo...”.
Menos mal que hace unos años, Juan Pablo II nos dijo,
o así lo entendimos muchos, que no existe el averno. Y entre
eso y el saber que a los hipócritas se les habrá acabado la
razón de serlo, por sistema, respiré tranquilo. Porque ir de
fariseo, diariamente, debe de ser un cilicio peor que
picarse las carnes con látigo adecuado al efecto.
¿Dice usted que cómo se conocen a los fariseos? Muy fácil:
suelen andar de lado y casi siempre portan un maletín en
cuyo interior llevan papeles blanqueados. Y así, cuando se
les piden las cuentas de los dineros públicos manejados por
muchos de ellos, pegan un respingo e invocan a Dios para que
castigue a los osados, murmuradores, miserables, etc, que se
han atrevido a pedirles una auditoría. Algo tan normal en
los tiempos que corren. Máxime cuando muchos de ellos llevan
veintitantos años sin dar a conocer que hacen con los
dineros de la cosa que dirigen.
Perdonen esta digresión, de manera que vuelvo otra vez a lo
de la Feria del Libro. Lo primero que haré, en cuanto ponga
los pies en el recinto, es comprarme el último libro de
Mario Vargas Llosa: Travesuras de la niña mala.
Una novela, según nos anticipa la publicidad, que está hecha
para seducir. Que es lo menos que se le puede pedir a toda
clase de escritura. Y es que la seducción es el arte de
saber agradar. Flaubert lo llamaba “hacer soñar”.
Pero el saber agradar supone, según los manuales, un estilo
correcto. Un estilo correcto es, o debería ser, como un
traje a medida. Y no olvidemos que hay un segundo momento
que se llama interesar por medio de la eficacia.
Eficacia es lo que Juan Vivas tiene que pedirle a los
suyos. Y, sobre todo, decirle a Yolanda Bel
que no yerre tanto a la hora de ponerse delante de los
micrófonos. Ya le recomendé a ella que visitara ese
pueblecito de Irlanda donde se encuentra la piedra Blarney.
Con el fin de que hiciera todo lo posible por besarla y
regresar con una labia superior a la que Carreira se
ganó haciendo de predicador, durante sus años mozo. Cierto
que Emilio tenía aptitudes para, haciendo las prácticas
consiguientes, convertirse en un orador capaz de hacernos
ver que lo blanco es negro.
En fin, dado que estoy llegando al final de esta columna y
la Feria del Libro me ha hecho ganarme el jornal de hoy, me
siento obligado a salir pitando hacia la plaza de África y
pasarme un tiempo delicioso viendo títulos y comprando algo
más que la novela de don Mario...
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