Viendo el partido Real
Madrid-Castilla-Tarragona, hace dos semanas, me acordé de
Pepe Bravo. Puesto que él, cuando su carrera
declinaba, jugó en el Gimnástic cuando este equipo militaba
en la Primera División, allá cuando los años 40 estaban
tocando a su fin.
En el Tarragona volvió a ser compañero de Domingo
Balmanya, quien sentía por Pepe mucho afecto y gran
admiración. Y así me lo confesó un día aquel extraordinario
catalán y uno de los técnicos más solventes que ha tenido el
fútbol español.
Me decía don Domingo: “Mira noi, Pepe era pequeño de cuerpo
pero un gigante cuando tocaba ponerse el traje de faena e ir
a por los defensas que te asustaban ya con la mirada y te
decían impropios y te daban patadas y pellizcos que te
dejaban molido. Pero él, con su temperamento, velocidad y
arrojo, los burlaba, una y otra vez, y hasta los
amedrentaba. En cuanto a su fuerte carácter, había que
entenderlo porque, antes o después, se convertía en ese gran
compañero dispuesto siempre a dar la cara por sus amigos.
Iba de frente y se le veía venir”. Y Balmanya terminaba
preguntándome:
-¿Cómo está ahora?
Esta conversación la mantenía yo con Balmanya antes de que
Pepe se tuviera que meter en la cama para no levantarse más.
Mi amistad con Pepe Bravo fue tardía. Se hizo posible en el
año 83. Antes sabía de él lo que me contaba Ricardo
Muñoz: que siendo hincha del Barcelona aprovechaba
cualquier acontecimiento futbolístico para viajar con Bravo
a Barcelona. Y yendo con él, a Ricardo Muñoz se le abrían
todas las puertas del barcelonismo y vivía intensamente las
amistades que en aquella Barcelona había dejado el
extraordinario jugador ceutí, durante su etapa como
azulgrana (A propósito, me imagino Ricardo que te tendrán al
tanto de la gesta realizada por tu equipo).
Pero volvamos al año 83 que es cuando un buen día me dicen
en el club que a Pepe Bravo le apetecía ir con la Agrupación
Deportiva Ceuta a Badajoz. Y allá que di mi visto bueno para
que el ex futbolista viajara con la expedición y compartiera
el mismo hotel.
Lo tuve de compañero de asiento en el autocar y ahí
comprendí que aquel hombre había leído lo que no está en los
escritos y que gozaba de una cultura que se la reservaba
para las ocasiones en las cuales alguien se confundiera de
camino. Luego, paseando por la ciudad extremeña, tuvimos la
ocasión de seguir conociéndonos y así principió a forjarse
una relación tardía pero intensa.
A partir de entonces, raro era que yo no disfrutara de las
conversaciones con Pepe. Eso sí: después de que él hubiera
cumplido con sus ejercicios diarios y los baños en el mar.
Cuando su enfermedad fue avanzando, y gracias a su familia,
me tomé la libertad de visitarlo en varias ocasiones. Y él
me mostraba su agradecimiento.
Con Pepe Bravo, de quien nunca hablé en esta columna, me
pasó algo que ahora sí puedo contar: a él le habían hablado
muy mal de mí y a mí muy mal de él. Y, aunque ambos
desconocíamos ese doble juego, nuestros primeros contactos
estuvieron presididos por la cautela. Y, sin embargo, sólo
necesitamos el menor tiempo posible para darnos cuenta de
que entre nosotros había surgido la empatía. Y ya todo fue
coser y cantar.
Nos ayudó a entendernos el que Bravo sabía hablar y decir
cosas interesantes. Con él se podían tocar todos los temas.
Ya que no sabía de todo, lógicamente, pero procuraba
empaparse de todo y acababa por conocerlo todo. Y era tan
buen contertulio que uno se ponía a pegar la hebra con él
sin mirar el reloj ni acordarse de que el tiempo es oro.
Merecía Pepe estas palabras, ahora que el Tarragona parece
que está a punto de ascender a la División de Honor.
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