A medida que voy dominando el
sentimiento de pesar que me ha producido la inesperada
muerte de Elena Sánchez, trato de revivir cómo
nos conocimos y de qué manera nos fue posible mantener unas
relaciones que jamás se enturbiaron. Sino todo lo contrario:
nos permitieron ir confiando cada vez más en nuestra
palabra. Lo cual era tarea complicada entre una señora que
ocupaba un cargo político importante, y alguien que escribe
en periódicos.
Cuando Elena llegó a la ciudad, yo estaba dado de baja y
alejado de toda actividad periodística; de manera que,
durante dos años, nunca tuvimos la menor ocasión de vernos.
Cierto que ella, cuando nos presentaron, dijo que le habían
hablado de mí. Pero como era mujer de una prudencia
ejemplar, no se le ocurrió ir más allá de lo referido. Ni a
mí, por supuesto, preguntarle al respecto.
A partir de entonces, Elena y yo mantuvimos una amistad que
se basaba en contarnos historias que pudieran hacernos reír.
Lo cual sucedía cada vez que nos hallábamos por la calle. O
en cualquier local público. Pues he dicho muchas veces, y no
tengo el menor inconveniente en repetirlo, que a mí no me
agrada visitar por sistema los despachos oficiales. Y, sobre
todo, los que entre sus paredes guardan documentos secretos
o informes que no deben ver la luz.
Esa relación tardía con Elena me permitió hablarle siempre
con claridad meridiana y, en bastantes ocasiones, con un
desparpajo rayano en el atrevimiento. Y debo confesar que
ella disfrutaba de lo lindo cuando yo me ponía en ese tono
donde no se sabe si estoy pontificando o echándole mucho
teatro a la cosa.
Y la verdad es que no debía pasárselo mal. Porque jamás
rehuía mi presencia, y en cuanto tenía el menor motivo
gustaba de llamarme para conversar conmigo. Por cierto, era
yo el que la interrumpía, en plena cháchara, para recordarle
que no quería entorpecer su labor ni robarle su tiempo. Que
el tiempo era para ella, sin ningún género de duda, el don
más preciado para poder atender todo lo que le encomendaba
el presidente de la Ciudad.
Cómo me va a extrañar, pues, que éste ande tan afligido y
manifestando que ha perdido a una gran amiga y a una
profesional de las que quedan pocas. En suma: una señora
extraordinaria. Es más: nunca he visto a Juan
Vivas expresarse con tanta sinceridad. Es como si la
muerte de Elena le hubiera activado ese poso interior de
sentimientos que los políticos suelen domeñar mientras están
en activos.
Ese manantial de ternura y sentimientos dolorosos que deben
brotar a raudales en momentos así. Porque llorar en público,
o dejar traslucir la pena, ha de entenderse como la
expresión más natural y humana de los hombres.
Recordado ello, porque lo creo de justicia, me veo en la
obligación de contar lo siguiente: hace ya muchos meses
entrevisté a Elena Sánchez. Grabamos una conversación en su
despacho. Y, recién llegado a mi casa, dispuesto a pasarla
de la grabadora al ordenador, sonó el teléfono. Era Elena,
quien con la voz disgustada y pidiéndome todas las disculpas
del mundo, no sabía cómo decirme que el abogado del Estado
le había recomendado que veía mejor que no se publicara lo
que habíamos hablado. Al menos, de momento.
Mi respuesta acabó con sus apuros: haré lo que tú quieras. Y
te prometo que guardaré la cinta y que la entrevista no será
publicada hasta que no deje de ser motivo de discordia ni
sirva para echar más leña al fuego. Guardé la cinta. Sin
oírla. Pues tenía aún frescas sus declaraciones.
Hoy sábado, antes de escribir. He puesto a funcionar la
grabadora. Y pienso que las palabras de Elena Sánchez
merecen ser publicadas. Ya veremos.
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