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OPINIÓN - DOMINGO, 14 DE MAYO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La entrevista
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A medida que voy dominando el sentimiento de pesar que me ha producido la inesperada muerte de Elena Sánchez, trato de revivir cómo nos conocimos y de qué manera nos fue posible mantener unas relaciones que jamás se enturbiaron. Sino todo lo contrario: nos permitieron ir confiando cada vez más en nuestra palabra. Lo cual era tarea complicada entre una señora que ocupaba un cargo político importante, y alguien que escribe en periódicos.

Cuando Elena llegó a la ciudad, yo estaba dado de baja y alejado de toda actividad periodística; de manera que, durante dos años, nunca tuvimos la menor ocasión de vernos. Cierto que ella, cuando nos presentaron, dijo que le habían hablado de mí. Pero como era mujer de una prudencia ejemplar, no se le ocurrió ir más allá de lo referido. Ni a mí, por supuesto, preguntarle al respecto.

A partir de entonces, Elena y yo mantuvimos una amistad que se basaba en contarnos historias que pudieran hacernos reír. Lo cual sucedía cada vez que nos hallábamos por la calle. O en cualquier local público. Pues he dicho muchas veces, y no tengo el menor inconveniente en repetirlo, que a mí no me agrada visitar por sistema los despachos oficiales. Y, sobre todo, los que entre sus paredes guardan documentos secretos o informes que no deben ver la luz.

Esa relación tardía con Elena me permitió hablarle siempre con claridad meridiana y, en bastantes ocasiones, con un desparpajo rayano en el atrevimiento. Y debo confesar que ella disfrutaba de lo lindo cuando yo me ponía en ese tono donde no se sabe si estoy pontificando o echándole mucho teatro a la cosa.

Y la verdad es que no debía pasárselo mal. Porque jamás rehuía mi presencia, y en cuanto tenía el menor motivo gustaba de llamarme para conversar conmigo. Por cierto, era yo el que la interrumpía, en plena cháchara, para recordarle que no quería entorpecer su labor ni robarle su tiempo. Que el tiempo era para ella, sin ningún género de duda, el don más preciado para poder atender todo lo que le encomendaba el presidente de la Ciudad.

Cómo me va a extrañar, pues, que éste ande tan afligido y manifestando que ha perdido a una gran amiga y a una profesional de las que quedan pocas. En suma: una señora extraordinaria. Es más: nunca he visto a Juan Vivas expresarse con tanta sinceridad. Es como si la muerte de Elena le hubiera activado ese poso interior de sentimientos que los políticos suelen domeñar mientras están en activos.

Ese manantial de ternura y sentimientos dolorosos que deben brotar a raudales en momentos así. Porque llorar en público, o dejar traslucir la pena, ha de entenderse como la expresión más natural y humana de los hombres.

Recordado ello, porque lo creo de justicia, me veo en la obligación de contar lo siguiente: hace ya muchos meses entrevisté a Elena Sánchez. Grabamos una conversación en su despacho. Y, recién llegado a mi casa, dispuesto a pasarla de la grabadora al ordenador, sonó el teléfono. Era Elena, quien con la voz disgustada y pidiéndome todas las disculpas del mundo, no sabía cómo decirme que el abogado del Estado le había recomendado que veía mejor que no se publicara lo que habíamos hablado. Al menos, de momento.

Mi respuesta acabó con sus apuros: haré lo que tú quieras. Y te prometo que guardaré la cinta y que la entrevista no será publicada hasta que no deje de ser motivo de discordia ni sirva para echar más leña al fuego. Guardé la cinta. Sin oírla. Pues tenía aún frescas sus declaraciones.

Hoy sábado, antes de escribir. He puesto a funcionar la grabadora. Y pienso que las palabras de Elena Sánchez merecen ser publicadas. Ya veremos.
 

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