Los niños de mi generación
carecíamos de casi todo. Y estudiar bachiller o comercio
estaba al alcance de muy pocos. Y, desde luego, el ser
universitario era algo reservado solamente a los hijos de
los ricos y de algunas familias de clases medias cuyos
sacrificios iban destinados a que el niño hiciera una
carrera.
También había señoras ricas que amadrinaban al hijo de un
empleado y les pagaban estudios superiores. Aunque en este
caso, los protegidos acababan mayormente ordenándose
sacerdotes. Cumpliendo así los deseos de las ricachonas,
soñadoras de poder algún día ser confesadas por sus
ahijados.
Los universitarios en los pueblos eran escasos. Pero la
llegada de ellos a sus casas, en época de vacaciones,
suponía todo un acontecimiento. Se les veía pasear con los
padres e ir saludando a cada paso a cuantos preguntaban por
sus estudios. Con el orgullo lógico. Estudiar medicina o
ingeniería era el no va más. Nada que que ver con las
carreritas inferiores.
Yo recuerdo, sin embargo, la extraordinaria labor que
realizaban las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia.
Dirigidas por jesuitas. En la de El Puerto de Santa María, a
cuyo frente estaba el padre Bermudo de la Rosa,
estuve yo varios años. Y allí se hacían tests entre niños de
la misma edad para descubrir el cociente intelectual de cada
uno.
De esa manera, conociendo las capacidades de los alumnos,
los profesores decidían quienes podían ser elegidos para
adentrarse en estudios académicos y quienes pasarían por
todos los talleres, durante un año, más o menos, a fin de
que se decidieran, vistas sus aptitudes, por el oficio más
apropiado para ellos.
Salían ebanistas, torneros, mecánicos, fresadores,
impresores, fontaneros... Y los menos, claro está, eran
seleccionados para hacer una carrera costeada por la SAFA
San Luis. Los elegidos sabían que se les presentaba una
oportunidad única. Puesto que no sólo accederían a estudios
impensables para ellos, sino que tendrían asegurados el
primer puesto de trabajo en las Escuelas de la Sagrada
Familia. Con lo cual salían doblemente beneficiados.
Con los cambios que se fueron produciendo en España,
afortunadamente, las familias españolas lo primero que
pensaban para sus hijos era que tenían que pasar por la
Universidad. Y un derecho tan legítimo terminó por
convertirse en una necesidad porque sí. Por más que no todas
las criaturas estuvieran cualificadas para estudiar y sacar
adelante una carrera para la que carecían de condiciones.
Las funestas consecuencias de semejantes errores se han ido
viendo con el paso de los años. Y hoy nos encontramos con
muchos titulados universitarios que no encuentran empleo o
bien pertenecen a esa clase de los ya etiquetados de
mileuristas. Y no todos pueden ni siquiera pertenecer a
ella, como mal menor.
Mientras, existen oficios donde hay una carencia enorme de
buenos profesionales y los que hay no dan abasto para
cumplir con la demanda. Lo cual les proporciona un medio de
vida que les permite ganar suficiente dinero.
Lo que no debe ser, pienso yo, es que los haya, por ejemplo,
que quieran ser periodistas radiofónicos careciendo de
expresión verbal. Quien no tiene facilidad para tratar con
las palabras y resolver problemas verbales, difícilmente le
será posible desempeñar su cometido en el mundo de la
comunicación. Y mucho menos competir en él. A los niños
cuando se les pregunta por lo que quieren ser cuando sean
mayores suelen responder que pilotos de aviones, médicos,
veterinarios, etc; pero luego se impone la realidad. Y para
quienes la ignoren, tendría que haber un grupo de personas
“sabias” dispuestas a torcer voluntades. Antes de que los
padres vivan sacrificados de por vida, sin resultados
apetecibles.
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