PortadaCorreoForoChatMultimediaServiciosBuscarCeuta



PORTADA DE HOY

Actualidad
Política
Sucesos
Economia
Sociedad
Cultura


Opinión
Archivo
Especiales  

 

 

OPINIÓN - DOMINGO, 7 DE MAYO DE 2006

 
OPINIÓN / EL MAESTRO

La escuela de Andrés

Por Andrés Gómez Fernández


Era mi “escuela”. Estaba situada en la Colonia Weill, en el nº 18, en el domicilio familiar en una de las habitaciones. Escasa de mobiliario; una mesa, en principio compartida por el maestro y alumnos, una pizarra de dimensiones reducidas y unas sillas. Era mis primeros pasos en el mundo de la enseñanza Alternaba la labor docente con mi trabajo y estudios. Las clases las impartía por la tarde, por un tiempo de unas cuatro horas, ya que a las siete tenía que dejarlas para asistir al Instituto, primero, y después, a la Normal. Una vez terminados los estudios de Magisterio y, por un tiempo de algo más de un año, el horario lo tuve que ampliar, hasta conseguir ganar las oposiciones e incorporarme a mi destino. De esta forma di por finalizada mi primera experiencia como maestro particular. No tuve más remedio que cerrar la “escuela”, momentáneamente.

En mis primeros tiempos, el alumnado que venía a mi “escuela” estaba formado por aquellos –chicos y chicas- que se preparaban para conseguir una buena ortografía-recuérdese el clásico dictado que, al conseguir el aspirante más de tres faltas, incluidas las del acento ortográfico, automáticamente quedaba excluido-, una buena preparación de Matemáticas -también, recuérdese la clásica operación de dividir, donde el alumno tenía que escribir al dictado el dividendo y el divisor, y además aplicar la correspondiente prueba –la del nueve, no-, y , por último, conocimientos de Geografía e Historia de España. En conjunto una prueba dura, donde muchos aspirantes no conseguían superarla.

A mi “escuela” también acudían jóvenes que se preparaban para la Policía Nacional, Guardia Civil, militares para conseguir promocionarse, etc. A estos núcleos había que añadir aquellos que necesitaban refuerzos en Matemáticas, porque veían venir que los exámenes no los iban a superar. Todos acudían con esa intención. En estos días que se han recordado a los “niños de los años 60, de Villa Jovita”, también acudieron algunos de ellos a mi “escuela”, buscando una mejora en las “siempre difíciles Matemáticas. (Carracao, Guillermín, R. Carrasco, Josman, Sedano, Jesusín,… y en otros momentos, Galindo, Escobar, Troyano, Tete…) Una vez “cerrada” mi “escuela”, al tener que trasladarme a la Península para ejercer como Maestro Nacional, durante el verano –no había más remedio que aprovechar los meses de vacaciones- trasladé mi “escuela” a mi domicilio familiar, en Villa Jovita, calle Lope de Vega, 39. El “aula” era el comedor de la vivienda. Y, como siempre, acudían algunos alumnos con materias para septiembre. También algunos de Primaria, donde los padres no podían “soportar” a sus hijos durante toda la mañana, sin hacer nada.

Así estuvo funcionando mi “escuela” durante seis años, todo el tiempo que permanecía destinado en la península. De regreso a la patria chica, y una vez asentado en ella, había que seguir trabajando en mi “escuela”, ubicada ya, de manera definitiva en la Calle Lope de Vega, donde el trabajo no faltaba. Con horario oficial por la mañana, las clases se iniciaban por la tarde. Pero ya el “aula” se hacía pequeña, y había que utilizar nuevas fórmulas para resolver los problemas de espacios. Siendo esta una dificultad, otra, no menos inquietante, era la clasificación del alumnado según los niveles de estudio, tendiendo a una mejor homogeneización. Pero con voluntad, todo iba saliendo.

Existió una nueva fórmula para buscar nuevos espacios. Fue la de “disfrutar” de un aula de las antiguas “micros” que existían dentro de la Agrupación del C.P. Villa Jovita, que estaban ubicadas en la misma barriada. Puesto en contacto con el tutor –responsable de la “micro”, por él no hubo problema alguno. Bueno, sí, una condición: que las clases empezaran después de finalizar él, a las seis de la tarde. Concedida la tutorización, otro paso era comunicar a la Dirección del centro, la utilización del aula. De manera extraoficial, se me concedió.

Y empecé mis clases particulares en mi nueva “escuela”. La matrícula se había extendió de forma considerable. Pero, disponiendo de buena parte de la tarde, posibilitó los agrupamientos convenientes, teniendo en cuenta que los alumnos abonaban por hora de clase.

Yo estaba muy contento con mi nueva “escuela”. Pero algo vino a suceder para que mi alegría se convirtiera en tristeza. Fue una visita inesperada, sin previo aviso, mejor dicho, el aviso me llegó demasiado tarde. Viví unos momentos tensos. Nunca me había visto en una situación parecida. El Sr. Inspector se personó en el aula. El me conocía, pero me pidió la identificación. Y añadió: “Vd. sabe que no puede utilizar un aula de financiación pública para beneficio propio”. Enseguida recurrió a dar lectura de uno de los múltiples documentos que portaba. En efecto estaba totalmente prohibido. Tomé buena nota, pidiendo disculpas por ignorar la existencia de la legislación al respecto.

Después de “amonestarme” se marchó, con los rostros atónitos de los alumnos. Yo mi cara no me la ví, pero sí me la sentí. Y fue llena de rabia, porque entendí que alguien había sido el que había dado el “chivatazo”. Mis pobres argumentos no sirvieron para ablandar el duro corazón del Sr. Inspector: “Yo estoy favoreciendo la enseñanza con mis clases particulares. Estos chicos vienen para recibir refuerzos en las materias donde más dificultades encuentran”. No sirvieron para nada. Había que dar por finalizada la experiencia. Pero lo más curioso de todo esto era que una compañera, utilizó las mismas aulas con los mismos fines que los míos. Ella tuvo suerte; yo, no.

Como los hechos tuvieron lugar casi finalizando el curso escolar, de nuevo mi “escuela” se trasladó a Lope de Vega, para así cumplir con los compromisos contraídos.

Mi “escuela” no tuvo un final feliz, como a mí me hubiera gustado. Pero la interrupción del proyecto por parte del cumplidor Inspector, tiró por tierra todas nuestras ilusiones: las mías, las de los padres y las de los alumnos.

Con mi “escuela” he querido recordar a todos aquellos maestros particulares, que tanto bien hicieron y hacen a favor de la enseñanza. Casi todos trabajando con las mismas dificultades que las que yo encontré, pero por razones económicas están en esta labor. ¡Con mucha tristeza dije adiós a mi “escuela”, que con el transcurso del tiempo se convirtió en “itinerante” e “intermitente”.
 

Imprimir noticia 

Volver
 

 

Portada | Mapa del web | Redacción | Publicidad | Contacto