Mayo es el mes de las comuniones.
Lo ha sido siempre. Incluso para los niños que nos tocó
padecer el hambre de la posguerra. El hambre y el frío.
Porque yo recuerdo que en los años 40 España parecía un
congelador. De ahí que los chavales de mi edad, a pesar de
que nuestra alimentación era de chichinabo, nos pasábamos
todo el tiempo corriendo. Que era la única manera de olvidar
lo mucho que dolían los sabañones. También había que
defenderse del Piojo Verde y de la tuberculosis. Así que
nuestras madres nos colocaban un escapulario, entre pecho y
espalda, con el fin de protegernos de todos los males que
nos circundaban.
Desde luego que yo creo en el darwinismo. Cómo no voy a
creer si aún tengo vivas las imágenes de todos los niños que
se quedaron en el camino de la dichosa seleccion natural. De
los niños de mi barrio. Que vaya usted a saber la cantidad
de infelices que perdieron la vida en cada barrio de todos
los pueblos de aquella España. Menos mal que la llegada de
la leche en polvo y el queso americano palió en parte las
duras mañanas invernales donde para desayunarnos no había
más que un pedazo de pan duro, cuando lo había, y la tacita
de malta recalentada más de una vez. Miento: los niños de mi
edad, es decir los pobres, tampoco nos beneficiamos del
queso y la leche americanos hasta que no cumplimos los once
años. O sea, más o menos la fecha en que el presidente
Eisenhower se dio un abrazo con Franco mirando
hacia donde no pudiera verle nadie.
Decía yo, de las comuniones. Que no crean que se me había
olvidado ya el motivo de esta columna. Hacer la comunión no
era ningún acontecimiento en aquellos años. Olvídense de los
niños nacidos en casa de muchos posibles y piensen nada más
que en los habitantes de viviendas con patio y retrete
común. En tales sitios, las madres no sabían que hacer a
medida que en el colegio les decían que su hijo estaba ya
preparado para recibir la sagrada eucarestía. A partir de
ese momento, las pobres se echaban a temblar. Y sufrían lo
indecible. Ya que se veían obligadas a vestir al niño con el
pantalón de los dás festivos: muy limpio, eso sí, y la
camisita rozada ya de tanto usarla los domingos y fiestas de
guardar. Las madres, lógicamente, tenían su corazoncito y
pensaban que en las filas de los primeros comulgantes habría
niños luciendo su traje de marinerito y hasta de militares
con graduación. Pero es lo que había. Tal es así, que a mí
no me importa volver a contar esta historia sobre mi Primera
Comunión. Mi madre tenía una amiga que estaba en buena
situación económica. Y esta amiga tenía un hijo que nació
amanerado. Y la pobre señora le preguntaba a mi madre, cada
dos por tres, si ella le veía alguna vena a su niño. Y mi
madre, con las palabras justas y con mucho tacto, solía
responderle que lo que tenía Antoñito se le pasaría a
medida que fuera cumpliendo años. Llegó el día de mi Primera
Comunión y en mi casa no había posibilidades de vestirme de
marinerito. Y la amiga de mi madre se ofreció a prestarnos
el traje con el que su hijo la había hecho, dos años antes.
Y mi madre aceptó bajo la condición de que a mis oídos no
llegara nunca que yo me iba a poner el traje de Antoñito.
Cualquiera hacía a un niño ponerse algo de otro niño que
apuntaba decidamente a ser mariquita. Era como ponerse a
tiro del tribunal de la inquisición de los menores. Pasado
el tiempo, mucho tiempo, estaba yo cenando en un hotel donde
se concentraba un equipo dirigido por mí. Y por el torno de
la cocina que daba al comedor, asomó una cabeza acompañada
de una voz aflautada diciendo: “Que sepáisque vuestro
entrenador se puso mi traje de marinerito y no se le pegó
nada de mí. Que soy maricón”. En esta vida todo se sabe.
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