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OPINIÓN - SÁBADO, 6 DE MAYO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La Primera Comunión
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Mayo es el mes de las comuniones. Lo ha sido siempre. Incluso para los niños que nos tocó padecer el hambre de la posguerra. El hambre y el frío. Porque yo recuerdo que en los años 40 España parecía un congelador. De ahí que los chavales de mi edad, a pesar de que nuestra alimentación era de chichinabo, nos pasábamos todo el tiempo corriendo. Que era la única manera de olvidar lo mucho que dolían los sabañones. También había que defenderse del Piojo Verde y de la tuberculosis. Así que nuestras madres nos colocaban un escapulario, entre pecho y espalda, con el fin de protegernos de todos los males que nos circundaban.

Desde luego que yo creo en el darwinismo. Cómo no voy a creer si aún tengo vivas las imágenes de todos los niños que se quedaron en el camino de la dichosa seleccion natural. De los niños de mi barrio. Que vaya usted a saber la cantidad de infelices que perdieron la vida en cada barrio de todos los pueblos de aquella España. Menos mal que la llegada de la leche en polvo y el queso americano palió en parte las duras mañanas invernales donde para desayunarnos no había más que un pedazo de pan duro, cuando lo había, y la tacita de malta recalentada más de una vez. Miento: los niños de mi edad, es decir los pobres, tampoco nos beneficiamos del queso y la leche americanos hasta que no cumplimos los once años. O sea, más o menos la fecha en que el presidente Eisenhower se dio un abrazo con Franco mirando hacia donde no pudiera verle nadie.

Decía yo, de las comuniones. Que no crean que se me había olvidado ya el motivo de esta columna. Hacer la comunión no era ningún acontecimiento en aquellos años. Olvídense de los niños nacidos en casa de muchos posibles y piensen nada más que en los habitantes de viviendas con patio y retrete común. En tales sitios, las madres no sabían que hacer a medida que en el colegio les decían que su hijo estaba ya preparado para recibir la sagrada eucarestía. A partir de ese momento, las pobres se echaban a temblar. Y sufrían lo indecible. Ya que se veían obligadas a vestir al niño con el pantalón de los dás festivos: muy limpio, eso sí, y la camisita rozada ya de tanto usarla los domingos y fiestas de guardar. Las madres, lógicamente, tenían su corazoncito y pensaban que en las filas de los primeros comulgantes habría niños luciendo su traje de marinerito y hasta de militares con graduación. Pero es lo que había. Tal es así, que a mí no me importa volver a contar esta historia sobre mi Primera Comunión. Mi madre tenía una amiga que estaba en buena situación económica. Y esta amiga tenía un hijo que nació amanerado. Y la pobre señora le preguntaba a mi madre, cada dos por tres, si ella le veía alguna vena a su niño. Y mi madre, con las palabras justas y con mucho tacto, solía responderle que lo que tenía Antoñito se le pasaría a medida que fuera cumpliendo años. Llegó el día de mi Primera Comunión y en mi casa no había posibilidades de vestirme de marinerito. Y la amiga de mi madre se ofreció a prestarnos el traje con el que su hijo la había hecho, dos años antes. Y mi madre aceptó bajo la condición de que a mis oídos no llegara nunca que yo me iba a poner el traje de Antoñito. Cualquiera hacía a un niño ponerse algo de otro niño que apuntaba decidamente a ser mariquita. Era como ponerse a tiro del tribunal de la inquisición de los menores. Pasado el tiempo, mucho tiempo, estaba yo cenando en un hotel donde se concentraba un equipo dirigido por mí. Y por el torno de la cocina que daba al comedor, asomó una cabeza acompañada de una voz aflautada diciendo: “Que sepáisque vuestro entrenador se puso mi traje de marinerito y no se le pegó nada de mí. Que soy maricón”. En esta vida todo se sabe.
 

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