Leyendo todo lo referente a esa
realidad nacional que se han sacado de la manga los
políticos para que aparezca escrita en el preámbulo del
nuevo Estatuto de Andalucía, he pensado inmediatamente en
José Antonio Sánchez Araújo.
¿Dice usted que de quién estoy hablando? Hombre, parece
mentira su desconocimiento; pues de un periodista deportivo
que jamás ha renunciado a su forma de hablar por más que por
delante tenga todos los micrófonos destacados de una España
donde hay regiones que andan todo el día roneando de contar
con una lengua literaria.
Sánchez Araújo (¿te acuerdas Juan Vivas cuando lo
invitaste a venir a Ceuta y lo mucho que nos reímos con la
forma de contar las anécdotas de su profesión?) narra los
partidos de fútbol con la fonética andaluza. Es un andaluz
culto que no se avergüenza de cecear y que mantiene a gala
seguir la línea de quienes nunca renegaron de un habla que
bien pudo obtener el rango de lengua oficial en su día.
Nombres hay que en su momento hicieron todo lo posible para
que los andaluces no se sintieran cohibidos con su
pronunciación. Pemán fue figura principalísima en
esta labor. Secundado por hombres como Manuel Barrio,
Miguel Salcedo Hierro o Pepe Da Rosa -recitador,
humorista y actor-, entre otros.
Pero Andalucía había tenido ya su oportunidad de elevar el
lenguaje andaluz a un rango idiomático escrito, de
proyección universal. Fue allá entre 1900 y 1936 cuando los
andaluces contábamos con un grupo de escritores famosos y
que bien pudieron aprovechar su inmenso prestigio para
escribir en andaluz.
Sin embargo, a todos ellos les pudo la vergüenza y, sobre
todo, escribieron en castellano por motivos varios pero
buscando siempre salvaguardar sus intereses. Profesionales
como políticos. De ahí que, como nos cuenta en El
Polémico Dialecto Andaluz, José María de Mena, ni
Antonio Machado, ni Juan Ramón Jiménez, ni
Alberti, ni Lorca, tuvieran el menor gesto
solidario con la lengua de su tierra.
Conviene también recordar que el lenguaje andaluz tuvo,
políticamente, muy mala suerte: las ‘derechas’ enviaban a
sus hijos a colegios y Universidades de Madrid, y a ser
posible al extranjero, pues consideraban el andaluz como una
manifestación de incultura y atraso, bueno solamente para
hablarlo los gañanes de la finca.
Pero las izquierdas por su parte, según el citado José María
de Mena, tampoco dieron al andaluz un mejor trato. Porque lo
consideraron como expresión del “señoritismo” y de los
“capillitas”, es decir de los dos grupos odiados: los
terratenientes, y la gente de la iglesia. Lo cual hace que
Machado retrate en uno de sus poemas al señorito andaluz
“diestro en manejar el caballo y en refrescar manzanilla” y
que acaba sus días haciéndose hermano de “una santa
cofradía. ¡Aquel trueno vestido de nazareno”.
En realidad, entre unos y otros perdieron la gran
oportunidad de darle vida a una poderosa fuerza idiomática
andaluza, que nos hubiera colocado a los andaluces en
igualdad de categoría con el gallego, el catalán o el
valenciano. Máxime cuando detrás de nosotros había nada
menos que doscientos millones de hispanoamericanos, que
hablan con acento andaluz, con el seseo andaluz y con
nuestras síncopas y apócopes.
Por consiguiente, como diría Cardeñosa -el del fallo
inmortal contra Brasil- en Canal Sur, querer a estas
alturas conseguir que Andalucía siga los pasos de Cataluña,
sin más referente en el lenguaje propio que José Antonio
Sánchez Araújo, me parece un despropósito. Por más que el
maestro del micrófono merezca todos los homenajes que se le
han hecho y muchos más. Bien haría Juan Vivas en invitarle a
venir a Ceuta.
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