Durante varios años años, de la
década de los setenta, mis visitas a Barcelona eran
frecuentes. Me alojaba en el hotel Oriente, en pleno corazón
de las Ramblas y a poca distancia de Los Caracoles:
un restaurante donde tuve la suerte de caer bien y el
propietario me distinguía con su conversación. Claro que
también me cautivaba con el postre de fresas con nata:
ambrosía capaz de levantar me el ánimo y predisponerme a
ponerle la mejor cara a quienes gustaban de visitarme para
hablar de fútbol conmigo.
Muchas fueron las tertulias que se formaron, los días que yo
estaba en la Ciudad Condal, en el vetusto y amplio salón de
un hotel al que, durante las noches, le llegaban todos los
ruidos del barrio chino. El encargado de reunirnos era
Pareja: un agente deportivo y artístico y capaz también
de alquilar o vender un piso en media hora. Pareja tenía la
virtud de organizarlo todo y luego, con su enorme respeto
por los profesionales del balón, guardaba un silencio que
sólo rompía cuando los reunidos le pedíamos su opinión.
Y aun así, aquel hombre, que sabía más que Lepe, se limitaba
a ofrecernos datos. Pues tenía una memoria privilegiada que
lo convertía en un documentalista de tomo y lomo. Amigo
de Balmanya, de Luis Miró, de Biosca,
de Pereda, de Eulogio Martínez...
(hasta Calella me llevó Pareja para corrernos una juerga con
el inolvidable “abrelatas”).
Un buen día me llamó a mi casa para pedirme que volara a
Barcelona, pues me necesitaba para un asunto donde mi
opinión era, según él, de suma importancia. Pude
complacerle, porque estaba finalizando la temporada 74-75 y
yo había tenido que dejar de entrenar por decisión
burocrática. Es decir, por una intransigencia de Eusebio
Martín. Secretario, a la sazón, del Colegio Nacional
de Entrenadores. El cual, pese a declararme sus simpatías,
no tuvo el menor inconveniente en aplicarme el reglamento a
rajatabla. Lo que no hubiera hecho, por supuesto, con su
admirado Kubala.
Nada más pisar el aeropuerto del Prat, ya estaba Pareja
esperándome para llevarme al campo del Fabra i Coats,
situado en un recinto industrial de la barriada de San
Andrés, donde muchas veces jugaba el Barcelona Atlético.
Allí se encontraba, como espectador, Miljan Miljanic,
entrenador de un Madrid que jugaba por la tarde contra el
Barcelona. Tras las presentaciones, el yugoslavo fue al
grano: me gustaría que me informara usted de ese portero, y
dirigió su dedo hacia donde estaba el guardameta del equipo
visitante. No le conviene al Madrid por razones tales..., le
expliqué. Pareja, por más que trataba de evitarlo, no podía
disimular su disgusto. Ya que lo dicho por mí podía
estropearle la posibilidad de hacer negocio. Y así fue.
Aunque no tardando mucho me dio las gracias porque lo
ocurrido le había dado la oportunidad de quedar muy bien.
A la temporada siguiente, coincidí nuevamente con Miljanic
en el césped de un campo donde el Madrid jugaba la final de
un trofeo veraniego contra el Español de un Solsona
que estaba en la cresta de la ola. A Nuestra vera estaba
Juan Daniel Pascual, ex árbitro y pieza vital en la
organización de aquella fiesta futbolística. Miljanic,
listo, inteligente y conversador ameno, me dio las gracias
por lo del portero y me obsequió con un regalo. Estaban los
jugadores del Madrid y del Español viendo el estado del
césped, cuando se le ocurrió llamar la atención de Günter
Netzer. Quien no dudó en acercarse. Y con su media
lengua española, trató de provocarlo: “Günter, verás como
esta noche te la lía Solsona”. Y el alemán no dudó en
responder: “Lo pasaré por encima muchas veces y acabaré con
él”. Dicho y hecho. Lleva razón quien dijo que Netzer y
Zidane han sido dos jugadores desaprovechados aquí.
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